Fuente: La Jiribilla
Hay una cazuela de arroz sobre la mesa, un plato de jamonada (no jamón de pavo, ni chorizos de 3ra y 70) en salsa de tomate. “Donde comen dos, comen tres”, dice él y Esther ha puesto un tercer plato. Uno llega a algunas personas con retraso. Ahora habrá quien recuerde los años 60 o incluso más; o gente nueva que se precie de una amistad más longeva, que podrá superar su edad y quedar para el muestrario de fábulas. No importa, también sirve.
Yo tengo vida corta, y letra corta para hablar de Fernando. Esa cortedad es hija de la incapacidad de hablar en imágenes. A ratos, y este es uno de ellos, la envidia se desborda contra los cineastas. Para decir de Fernando Martínez Heredia hay que hacerlo en lenguaje cinematográfico, en una aventura, como quiso él hace un tiempo para traernos de vuelta a Guiteras.
Habrá homenajes y oradores, incluso discursos hechos por personas que representan lo que él combatió. Habrá recuerdos y apropiaciones, y habrá gente que frotará sus manos porque veía en FMH un dinosaurio o un crítico excesivo. Y llegará también el “buen comportamiento” de respetar su memoria, de “cumplir” el deseo familiar, de ensalzar sus virtudes para presentarlo como un muerto. Habrá obituarios a manera de monografías simples y acríticas.
Fernando merece un texto negativo, que sería un texto en rebeldía. Fernando merece ser interpelado: Pensamiento Crítico no es LA Revista, Fernando no es EL Premio Nacional de Ciencias Sociales, Fernando no es EL historiador, Fernando no es EL Maestro de Juventudes de la Asociación Hermanos Saíz… Si nos quedamos con esas cosas, en unos meses se apostillará en el recuerdo algo como un Lord inglés. Entre otras razones, Fernando merece un texto negativo porque uno se queda sin la más puta idea de cómo armar un mapa con lo hecho, con lo vivido. Y en esta Cuba de hoy, donde quedarse sin mapas parece una moda, hay que gritar al menos desde los tres jirones que vienen a la cabeza.
Fernando es un conspirador, que también es todo lo anterior, pero más. De esas jamonadas entomatadas, junto a la cabrona acidez que provocaban, salían decenas de eventos, planes de articulación o ataque, publicaciones… y eran conspiraciones desde la horizontalidad. Fernando no era el viejito lúcido pero hastiado de las instituciones y de la vida política al que había que visitar como un oráculo, como un confesor. No era —y no podría serlo ahora— un “oidor” de penas.
Fernando no es el tipo domesticado por los circuitos académicos, el que prefiere citar a los autores recientes, o el que te aprecia porque repites como un catecismo sus textos. Los que llegaron antes tendrán sus historias, ya sean fábulas o memoria. Yo tengo las mías. Junto a él me sentí como un igual: él era portador de una acumulación cultural; yo de otra. Ni mejor, ni peor; diferentes.
Allí, junto a la jamonada, estaban manuscritos algunos mensajes a los jóvenes. Para Alejandro o Rosario, da igual; pero no eran tareas. Al Fernando que conocí se le hacía vacua la idea de los jóvenes como relevo, como una tribu bisoña que debía esforzarse solo en cumplir bien su rol de ejecutores. Fernando no hubiera soportado a un tipo como La Montaña —el personaje de Juego de Tronos— implacable en el combate pero, a fin de cuentas, un cuerpo inerte, sin guía propia.
¿Cuánto ha calado Fernando en cada uno de nosotros? Tendrían (tendríamos) que escribir o hablar todos. Es bueno pensarlo, para que sirva de resistencia contra cualquier intento de “sistematizar” en una cuartilla y diez viñetas algo que se llame: “el legado de Fernando Martínez Heredia”. Él leería condescendiente, porque un título así puede salir de alguien que lo quiera bien —que las cosas hace mucho no son en blanco y negro, aunque lo parezcan—.
Fernando merece un texto negativo, un texto que no hable de él como arquetipo, un texto que lo ponga en un contexto más amplio, colectivo. Una totalidad que parece gritarnos en los últimos meses que hay un “pedido” grande y activo desde “allá arriba”. Un “pedido” que parece lanzarnos a la cara las anemias de los tiempos que corren. ¿Cómo estamos si de “allá arriba” reclamaron, con apuro y adelanto —por lo mucho que le queda por hacer— a un tipo que te lanza: “Donde comen dos, comen tres”, para agregar —en lo que sería su verdadero mensaje—: “Donde luchan dos, deben luchar tres”?