En el camino de la unidad latinoamericana, considera que deben hacerse todos los esfuerzos por solucionar los conflictos y superar los resentimientos que puedan persistir entre las naciones del área, tratando de convencer con el ejemplo de Cuba, que ha sabido poner por delante los intereses latinoamericanos, olvidando la animadversión y complicidad de algunos gobiernos con la política hostil de Estados Unidos hacia la Isla.


Fuente: Granma

La segunda cumbre iberoamericana tuvo lugar en Madrid, en julio de 1992. Ocurría en un controversial momento; en lo político, cuando occidente celebraba eufórico su victoria contra «el imperio del mal», según calificara la propaganda al servicio del capitalismo euroatlántico al «sistema bárbaro que agonizaba tras la cortina de hierro»; por otro lado, en el marco de las conmemoraciones por los 500 años del «descubrimiento», mirado del lado de la «civilización» el encuentro o mutuo descubrimiento, según la visión americana en todo caso las pretensiones de legitimar la impronta civilizadora de la conquista por el poder mediático transnacional, fue consecuentemente respondida por académicos y políticos de la resistencia anticolonial desde ambos lados del Atlántico.

En esa dirección, Fidel Castro, capitalizaba su reconocida autoridad dentro de la opinión pública internacional, desentrañando las reales consecuencias de la colonización europea en América Latina. Allí resalta que más que conmemorar la gloriosa historia escrita en el transcurso de esa epopeya, reconociendo incluso la hazaña de los hombres que, como Colón, fueron capaces de, en condiciones sumamente difíciles, «conquistar y colonizar» un inmenso territorio, tanto como la lucha heroica de las poblaciones aborígenes, lo que motivaba su asistencia al encuentro iberoamericano era la conciencia de una deuda aún no saldada y un sueño incumplido: la unión, la verdadera independencia y el desarrollo económico y social del continente.

Colocaba así bajo escrutinio un proyecto de modernidad, proclamado, pero nunca realizado, absurdo, por lo burlesco, cuando en círculos académicos se debatía el tema de la posmodernidad y las formas en que América se conectaba con ella; alguien alertaba, frente a tales atribuciones, el carácter engañoso que encerraba el convite que se le hacía a la periferia colonial a entrar en la posmodernidad. 1

En dicha cita el líder cubano, proclamaba la integración latinoamericana como una necesidad histórica y un objetivo recogido en la Constitución de la República de Cuba, mensaje que reitera en Salvador de Bahía, Brasil, durante la III Cumbre celebrada en 1993, donde ratifica su convicción mantenida de que la unión debía ser el objetivo principal de estas convenciones, único que les confiere significado, sin el cual es impensable cualquier conquista social, incluso la propia independencia, recordando que aunque se lograron avances, como el propio hecho de que acordaran reunirse sin el permiso de Estados Unidos, «no parece haber todavía suficiente claridad sobre lo que debe ser el gran propósito estratégico de nuestros esfuerzos», aseveración evidenciada por el poco activo papel que desempeñaba la región en Naciones Unidas, donde no se ha logrado tener un solo representante permanente en su Consejo de Seguridad.

A partir de 1994, el gobierno de Estados Unidos, preocupado ante el acercamiento hemisférico en cónclaves donde se ve imposibilitado de ejercer su control directo, configura una nueva maniobra dentro de su añejo, consustancial designio de fragmentar la región para conservarla en su área de influencia. Con ese fin convoca a la Cumbre de las Américas, entidad alternativa a las Cumbres Iberoamericanas, cuya sede sería en la ciudad de Miami, entre cuyos mecanismos de articulación se encontraba el ALCA, que pretendía seducir a los pueblos con el viejo señuelo del libre comercio. El fin declarado del nuevo cenáculo sería el de modelar una «asociación hemisférica madura»; el real, ya se sabe: asegurar y reproducir la hegemonía yanqui en su traspatio.

Toda vez que, como era de suponer, en dicho esquema, no se concebía la presencia cubana, Fidel se preguntaba en la sesión inaugural  de la IV Cumbre Iberoamericana, acontecida en Cartagena de Indias, Colombia, en junio de 1994, qué se podía esperar de esa fuerza invariablemente expansionista, egoísta y hegemónica; no obstante, convocaba a los pueblos hermanos de la región a aprovechar ese foro para defender desde allí los intereses latinoamericanos.

En su discurso, el estadista retoma un concepto desarrollado a lo largo de su vida política, la soberanía nacional, en su relación dialéctica con la soberanía regional, según fórmula en la que se concibe la subordinación estratégica de la nación a una comunidad mayor, que la contiene sin negarla, donde ambas son constitutivas y constituidas recíprocamente; bajo tales presupuestos proclama la disposición de Cuba, ferviente defensora del principio de soberanía nacional, a delegar su interés patrio a una causa hemisférica, subordinando su nacionalidad a una ciudadanía latinoamericana.2 Esto implicaría una fase superior de integración en la que preceptos como no intervención, seguridad hemisférica y solidaridad latinoamericana, cobraran sentido, así como la implementación de un ente gubernativo supranacional de extendida legitimidad social.

La formulación de estos enunciados en el selecto grupo, conformado por los Menem, Felipe González, Sánchez de Losada, Fujimori y compañía, algunos enjuiciados hoy por crímenes y corrupción, otros bajo pedido de extradición de sus respectivos países por causas pendientes, debió haber parecido a los presentes el  intento por convencer a un tiburón de volverse solidario, pero se comprende que el líder cubano hablaba con los pueblos, con la historia y el futuro de la región.

La validez de estos encuentros es corroborada en la VIII Cumbre realizada en Oporto, al afirmar que, «nunca en tan breve tiempo se hizo tanto por nuestras aspiraciones de integración, de unión y de desarrollo»,3 aunque esta siguiera siendo una tarea estratégica que no debía circunscribirse a mecanismos de concertación como el Mercosur, sino aspirar a espacios de mayor integralidad, geográfica y funcional. En ellos los caribeños deben incluirse con plenitud de derechos, lo cual le aportaría solidez y proyección internacional a la zona, toda vez que el Caribe está integrado por naciones con un sistema parlamentario avanzado que gozan de influencia y prestigio en Naciones Unidas y en regiones como África, además de haber alcanzado un grado en entendimiento y cooperación que podría servir de ejemplo para el resto de la región.

En el camino de la unidad latinoamericana, considera que deben hacerse todos los esfuerzos por solucionar los conflictos y superar los resentimientos que puedan persistir entre las naciones del área, tratando de convencer con el ejemplo de Cuba, que ha sabido poner por delante los intereses latinoamericanos, olvidando la animadversión y complicidad de algunos gobiernos con la política hostil de Estados Unidos hacia la Isla. De igual modo conmina a hacer lo mismo entre países cuyo entendimiento ha sido lastrado por antiguas divergencias; tales son los casos de Ecuador y Perú; entre Chile, Bolivia y Perú, o Nicaragua y Costa Rica; en esa dirección América Latina debe comprometerse a aunar esfuerzos para allegar la paz a zonas donde, como en Colombia, laten conflictos de larga data que interrumpen la normalidad de la sociedad civil y la cohesión nacional.

Con sus carencias y limitaciones, las cumbres iberoamericanas contribuían a poner en el orden del día la cuestión de la integración, de ahí que estas recibieran todo el apoyo del líder cubano, ofreciendo sus esfuerzos para que estas se institucionalizaran como un paso importante en esa dirección. Un largo periodo de aislamiento iba quedando atrás, se abría un camino, aún árido, pero promisorio, donde cuajaban las condiciones para un proyecto viable de unión hemisférica.

El triunfo electoral de Hugo Chávez y el movimiento V República en 1998, sentaba las bases para el inicio de una nueva etapa en la concreción del sueño bolivariano, comenzaba a cumplirse el augurio hecho por Fidel Castro en la Plaza del Silencio de Venezuela en enero de 1959.

En diciembre del 2001, durante la celebración de la III Cumbre de jefes de Estado y de Gobierno de la Asociación de Estados del Caribe, el mandatario venezolano proponía la creación del ALBA, como un mecanismo de integración que obedeciera a los reales intereses de América Latina, y fuera, a su vez, una alternativa frente al proyecto hegemónico impulsado por Estados Unidos desde la Cumbre de las Américas, proyecto que fructificaba oficialmente en La Habana, en diciembre del 2004. En la Declaración Conjunta, suscrita entre ambos gobernantes, se comprometían a luchar para hacer realidad la verdadera unión de los pueblos, basada en los principios de la justicia y la «solidaridad más amplia, sin nacionalismos egoístas ni políticas nacionales restrictivas». En su corta existencia, el ALBA ha demostrado cuánto puede hacerse, cuando hay voluntad y cooperación entre pueblos hermanos que se identifican, convocados por la idea de construir un mundo mejor.

Notas:

1 «Y nosotros, moradores de regiones periféricas, espectadores de segunda fila ante una representación en la que muy pocas veces participamos, vemos de pronto, cambiado el libreto. No terminamos aún de ser modernos -tanto esfuerzo que nos ha costado- y ya debemos ser posmodernos». Ticio Escobar: «Postmodernismo/precapitalismo», Carta Cultural, año III, no. 4, agosto de 1989, p. 50.

2  «Habría algo por lo cual nosotros podemos sacrificar cosas: hasta nuestra propia y entrañable bandera estaríamos dispuestos a sacrificar en aras de un internacionalismo justo», reiteraría en entrevista concedida por la troika, el 18 de octubre, al concluir la VIII Cumbre Iberoamericana, celebrada en Oporto, Portugal.

3 «Discurso en la sesión de clausura de la VIII Cumbre Iberoamericana de jefes de Estado y de Gobierno», Oporto, Portugal, 18 de octubre de 1998, Granma, 23 de octubre de 1998, p. 5.

*Investigador del Instituto de Historia de Cuba

Por REDH-Cuba

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