«Quiero que se me recuerde como un sobreviviente de varias batallas en que no estuve, de otras batallas en que sí creo haber estado…».
Efraín Huerta
Por diversas circunstancias que no vienen al caso reseñar, desde los inicios de la década del sesenta nos entropamos a los protagonistas de las guerrillas del Ejército de Liberación Nacional del Perú. Durante esos años, asistimos a los heridos, buscamos a los desaparecidos, tendimos nuestro brazo solidario al prisionero. Pero nunca aprendimos a enterrar a nuestros muertos.
De aquellos jóvenes combatientes que partieron hacia la guerra de liberación, guardamos un recuerdo entrañable. De manera especial nos prodigamos por reunir, editar y difundir la hermosa poesía de Javier Heraud y Edgardo Tello. De otros, podemos decir sin faltar a la verdad, que procuramos rescatarlos del olvido alevoso. De todos ellos tenemos una imagen ardiente, imperecedera. Y es la única heredad que dejaremos honradamente a nuestros hijos.
¿Y los sobrevivientes de aquella gesta de carácter continental? El 27 de noviembre de 1966, el Che anota en su diario: «El Chino está en Bolivia y quiere mandar 20 hombres y verme». En textos conmovedores se ha destacado el desprendimiento de los caídos en acción guerrillera. ¿Pero dónde está la escritura que rescata la presencia virtual de aquellos combatientes? ¿Qué fue de esos pasajeros de la lluvia? Si preguntamos por sus nombres, apenas escuchamos el rumor del viento. Peregrinos de nuestra América doliente, más de uno continúa bajo otros cielos sus batallas.
¿Quién podría hacer un retrato puntual del inasible Mito? ¿Quién podría consignar las iras santas de Chomo? ¿Quién es aquel que podría dibujar en resplandecientes líneas un maravilloso arrebato de Tamita? ¿Cuándo se halagará como es debido la diligencia con que Gris atesora documentos de la época? ¿Cómo resaltar la rigurosidad de la compartimentación del trabajo revolucionario que demandaba El Viejo Manrique (que acaba de morir en el silencio más implacable, llevándose toda su experiencia para tomar el cielo por asalto)? ¿Cómo interpretar el silencio impecable de Kami, cuyas cenizas, ahora, son semillas de otras vidas, allá, en Nicaragua? ¿Cómo no estremecerse al volver a leer los volantes impresos presurosamente por Chaconcito? Duro oficio, pues, es sobrevivir. Y sobrevivir en ese entonces como Calixto, quiero decir, Héctor, preso, sin poder abrir fuego con su M-16? ¿Qué utopía alimentó el temple del tío Sánchez, para sobreponerse a tanta versión perversa en su contra? Y mucho más aún: sobrevivir sin dejarse vencer por la frivolidad, el fácil botín, la quiebra moral. A veces me parece descubrir entre el paisaje cotidiano de mi vida el rostro limpio y redentor de Juan Pablo ( «Ño Francisco«, para nosotros), sin olvidar que su cadáver está lleno de mundo, como el héroe vallejiano que fue, en el Hospital del Señor de Malta, allá en Valle Grande.
Como el héroe borgeano de las Pampas de Junín, los sobrevivientes podrían decir ahora, cubiertos de canas insolentes y con la piel reseca por el fuego de una melancolía inconsolable: qué importa la humillación de envejecer, el ultraje del tiempo, el desamor subalterno, si una mañana radiante supimos estar allí, a la altura de nuestros sueños, aceptando el desafío de la muerte y sintiendo, en nuestras horas más altas, el prodigio incanjeable de sabernos parte de una historia que aún no ha concluido.
Si el sobreviviente no tiene quién le escriba, él es su propia escritura. La escritura sagrada que lo redime para siempre ante la especie humana.