Cinco cubanos concurrieron, en 1937, al Congreso que reuniría en España a intelectuales procedentes de las más diversas regiones del mundo. Eran Juan Marinello, Nicolás Guillén, Alejo Carpentier, Félix Pita Rodríguez y Leonardo Fernández Sánchez.
Fuente: Juventud Rebelde
Por aquel entonces, Marinello contaba ya con obra reconocida. Su proyección política se había perfilado en la lucha contra Machado. Su trayectoria le había valido reconocimiento entre sus colegas de México y de la península. Nicolás Guillén era ya autor de Motivos de son. Con sus textos marcaba la impronta original de la poesía nueva, preñada por el signo de nuestro mestizaje cultural. En Carpentier no había cuajado todavía el gran narrador latinoamericano, pero contaba con labor significativa en los campos de la musicología y el periodismo. En Félix Pita Rodríguez maduraba el escritor que, muy pronto, habría de tener perfil propio en nuestra literatura. Leonardo Fernández Sánchez era un intelectual entregado de lleno al ejercicio de la política.
Al igual que los cubanos, los congresistas de Valencia llegaban desde lejos y respondían a variadas tendencias estéticas. Se situaban, con diferente grado de compromiso, en el variopinto espectro del pensamiento de izquierda. Se encontraban entre ellos figuras que habían alcanzado ya renombre internacional.
Más allá de tanta diversidad, comprendían todos que, en ese momento decisivo de la historia, en España se estaba dilucidando el destino del hombre y, junto a él, la supervivencia de una cultura construida a lo largo de un empeño secular. Se bordeaba una tragedia de dimensiones incalculables. En esa circunstancia, no había lugar para la neutralidad. El silencio se constituía en complicidad con el crimen. En la línea del frente, caía Pablo de la Torriente Brau cuando combatía con las armas y con la palabra. Era la cabeza visible entre más de mil voluntarios, trabajadores anónimos casi todos, que procedían de la isla.
Quienes así actuaban no se equivocaban. En la guerra civil española se estaba defendiendo mucho más que la supervivencia de un gobierno legítimo ante la subversión encabezada por Francisco Franco. Como lo demostrarían dramáticamente los acontecimientos, en la península se producía el ensayo general de lo que pocos meses después de la derrota se desencadenaría con la Segunda Guerra Mundial: el más despiadado holocausto humano conocido hasta entonces. Población civil bombardeada, Guernica anunciaba la muerte de la inocencia. Era el preludio de los campos de concentración y de la destrucción de ciudades enteras. Tras la apariencia de una guerra civil localizada, el fascismo estaba poblando sus fuerzas. Pocos meses después de la caída de España, Hitler invadía Polonia y daba inicio con ello a la Gran Guerra.
Terminado el conflicto mayor, la humanidad aspiraba a garantizar la paz mediante la construcción de un mundo mejor. Cobró impulso la lucha por la liberación de los antiguos dominios coloniales. Triunfaba la Revolución en China. Vietnam vencía a Francia primero y a Estados Unidos más tarde. También Argelia concitaba la solidaridad de muchos. Entre los intelectuales se extendía el reclamo ético en favor de un compromiso con la paz mediante la participación de la sociedad en el debate político. La ideología fascista parecía derrotada para siempre. El término se había vuelto impronunciable. Los más lúcidos advertían, sin embargo, que otros peligros amenazan la supervivencia del mundo. En Hiroshima y Nagasaki se había estrenado un arma capaz de destruir de un solo golpe a centenares de miles y dejar huellas en las generaciones por nacer.
Aquí y allá, sobre el trasfondo de la desmemoria, rebrotan manifestaciones desembozadas de fascismo. La izquierda permanece fragmentada. El sensacionalismo y la espectacularidad enmascaran las razones de la política y tienden una cortina de humo ante el papel real representado por el capital financiero.
Los medios ejercen una influencia hipnótica. Lejos de informar, el bombardeo de imágenes cancela hoy el recuerdo de lo sucedido ayer. Confinados en espacios cada vez más limitados, la influencia de los intelectuales en el debate público se ha reducido. La presencia invasiva del audiovisual desplaza el peso de la palabra, portadora de ideas.
El pensamiento de derecha manipula las conciencias de variadas maneras. Su forma más primaria apela a los recursos de la propaganda tradicional. Se vale del racismo y la xenofobia para impulsar el renacer del fascismo en contextos de restricciones del mercado laboral. Las fórmulas más elaboradas emplean un confuso bombardeo informativo e inducen a la formación de un espectador adicto a la simplificación progresiva de los mensajes. El acento en una competitividad cada vez más agresiva socava principios éticos para imponer una filosofía de la vida orientada a la adopción de conductas inspiradas en el “vale todo”.
Ante la arremetida contra la España republicana, en 1937, los intelectuales se reunieron en defensa de la cultura. El desafío de la contemporaneidad se coloca, en gran medida, en ese terreno. Exige la formación de un ciudadano lúcido, bien informado, consciente de las realidades de su tiempo, afincado en principios éticos y en los valores identitarios que lo definen. Ante los mensajes invasivos de la banalidad simplona, la respuesta ha de encontrarse en el permanente crecimiento espiritual e intelectual de las personas. Así lo aprendimos con Fidel, nunca remiso a afrontar en toda su complejidad los grandes problemas de nuestros días.