La humildad de Fidel es coherente con su última voluntad: una piedra gris –simbólicamente con forma de grano de maíz– y una lápida con las cinco letras de su nombre.
Fuente: Granma
No es casual que, entre todas las ideas martianas, Fidel repitiera una y otra vez: «Toda la gloria del mundo cabe en un grano de maíz».
Muchas personas en el mundo, incluso en Cuba, se sorprendieron cuando el General Presidente, Raúl Castro Ruz –el 3 de diciembre del 2016–, dio a conocer la voluntad de nuestro Comandante en Jefe de que «una vez fallecido, su nombre y su figura nunca fueran utilizados para denominar instituciones, plazas, parques, avenidas, calles u otros sitios públicos, ni erigidos en su memoria monumentos, bustos, estatuas y otras formas similares de tributo». Hemos reflexionado que, tal vez, la sorpresa se produjo porque no interpretaron bien el mensaje de Fidel, que durante toda su vida revolucionaria nos hiciera llegar –con sus palabras y su ejemplo–, anunciando esa decisión.
Fidel se destacó por su humildad
Fidel se destacó por la humildad que mantuvo a lo largo de su existencia. Pues el concepto humildad –del latín humilitas que significa «pegado a la tierra»–, tal como lo describe la Real Academia de la Lengua Española, en su primera acepción, es: «Actitud de la persona que no presume de sus logros, reconoce sus fracasos y debilidades y actúa sin orgullo».
En Fidel, su humildad se revelaba en la falta de interés personal por acumular bienes materiales, en su desprecio y lucha permanente contra toda manifestación de culto a la personalidad y, sobre todo, en la ética revolucionaria y el pensamiento de Martí que marcaron el sentido de su vida. No es casual que, entre todas las ideas martianas, Fidel repitiera una y otra vez: «Toda la gloria del mundo cabe en un grano de maíz».
En cartas escritas desde presidio, se evidencia elocuentemente su entrega a la causa revolucionaria, su desinterés por las riquezas materiales y su desprecio por toda forma de ostentación. Por ejemplo, en la misiva que escribiera a su hermana Lidia el 2 de mayo de 1955 podemos advertir que están declarados muchos de los principios que seguiría toda su vida cuando, ante la proposición de sus hermanas de comprarle ropa nueva para su salida del presidio, Fidel se negó rotundamente diciéndoles: «Valdré menos cada vez que me vaya acostumbrando a necesitar más cosas para vivir, cuando olvide que es posible estar privado de todo sin sentirse infeliz. Así he aprendido a vivir y eso me hace tanto más temible como apasionado defensor de un ideal que se ha reafirmado y fortalecido en el sacrificio. Podré predicar con el ejemplo que es la mejor elocuencia. Más independiente seré, más útil, cuanto menos me aten las exigencias de la vida material.
«¿Por qué hacer sacrificios para comprarme guayabera, pantalón y demás cosas? De aquí voy a salir con mi traje gris de lana, desgastado por el uso, aunque estemos en pleno verano. […] Mi mayor lucha ha sido desde que estoy aquí a insistir y no cansarme nunca de insistir que no necesito absolutamente nada; libros solo he necesitado y los libros los tengo considerados como bienes espirituales […]. Yo no puedo tener debilidades, si las tuviera hoy, por pequeñas que fuesen, mañana no podría esperarse nada de mí».
Al triunfar la Revolución, en su primer discurso en Santiago de Cuba, el primero de enero de 1959, expresó: «Nunca nos dejaremos arrastrar por la vanidad y por la ambición, porque –como dijo nuestro Apóstol– toda la gloria del mundo cabe en un grano de maíz, y no hay satisfacción, ni premio más grande que cumplir con el deber, como lo hemos estado haciendo hasta hoy y como lo haremos siempre».
Días después, en víspera de su llegada a La Habana al frente de la Caravana de la Libertad, conoció por la prensa que había sido colocado un busto suyo en el pequeño parque donde convergen las avenidas 41 y 31, del municipio de Marianao, pues por ahí pasaría antes de entrar al Campamento Militar de Columbia. Fidel ordenó retirarlo de inmediato.
Y declaró, el 6 de enero de 1959: «[…] quien en esta hora gloriosa de nuestra patria, en esta hora grandiosa de Cuba pusiese su vanidad, sus cuestiones personales, por encima de la patria, no tendrá nadie que lo siga».
En su histórico discurso del 8 de enero de 1959, en el Campamento Militar de Columbia confesaría al pueblo allí reunido que «las concentraciones multitudinarias de hoy, esa muchedumbre de kilómetros de largo […] yo creo que, sinceramente, ha sido una exageración del pueblo, porque es mucho más de lo que nosotros merecemos».
Cinco días después, el 13 de enero: «Hay que luchar por una vocación, por un deseo, sin esperanza de recompensa de ninguna clase, ni moral ni material […] A mí me han dicho que lucho por la gloria. Pues, no señor, yo no lucho por la gloria, porque al fin y al cabo esa es una vanidad también».
El 26 de marzo de 1962 declaró: «por convicción profunda, propusimos que se prohibiera por ley hacer estatuas a personas vivas, que se pusiese a calles o ciudades u obras el nombre de personas vivas».
Fidel nunca necesitó que le rindieran honores, y así lo hizo saber el 22 de diciembre de 1975, cuando exteriorizó: «¿y qué necesitamos nosotros acaso? ¿Elogios? No. Los hombres que tienen la confianza de la colectividad y de su pueblo, los hombres, incluso, que reciben un poder grande por el sitio en que los colocan sus compatriotas, lo que necesitan no son elogios».
En una entrevista concedida a la agencia española EFE, el 13 de febrero de 1985, una vez más reiteró que: «Si los lideres creen que son eternos, cuando pueden tal vez pensar que son insustituibles, en medio de honores y reconocimientos no se dan cuenta que no hace falta más que pasen unos pocos años y ya no se acuerdan de él; […] Perdura, sobre todo, el recuerdo de los hombres que se olvidaron de sí mismos para servir a su causa».
Semanas después, en la entrevista que concediera a Regino Díaz, director del periódico Excélsior de México, 20 y 21 de marzo de 1985, explicó que cuando se ha hecho una obra y ve que se va a continuar desarrollando «[…] eso estimula. Creo que sería lo único que me habría estimulado. No son los honores, los reconocimientos públicos, la fama, ninguna de esas cosas me interesa gran cosa; me interesa la tarea, la obra de la Revolución».
En mayo de 1991, Fidel manifestó a la directora del semanario mexicano Siempre su opinión de que «En Occidente hay la tendencia a atribuirles a los hombres los méritos de los procesos políticos y dicen: “La Cuba de Castro”. “El gobierno de Castro”, o “La obra de Castro”, cuando es la Cuba de todo un pueblo, el gobierno de un pueblo, la obra de un pueblo; se suele atribuir a los individuos méritos que no puede tener ningún dirigente».
Agregaba: «Yo no pienso ni puedo pensar que Castro es insustituible, porque sería desgraciado si pensara en eso, me sentiría realmente apesadumbrado, ¡muy apesadumbrado!, si creyera tal cosa. Yo no soy el único líder histórico, hay varios líderes históricos en la dirección del Partido que tienen prestigio e influencias, entre ellos un hermano que comenzó conmigo en el Moncada, que posee conocimientos, experiencia, méritos históricos muy grandes, capacidad de organización y de trabajo. Es el Segundo Secretario del Partido. Pero no soy el que tiene que decidir eso. Bueno, dos no son suficientes, hacen falta tres, cuatro, cinco, diez. Es decir, como personalidades, las hay suficientemente capaces de nuestro país […]».
Y: «Sobre lo que tú dices de líder mundial, no he estado nunca pensando en eso, te lo juro por mi honor, y ¡ni por la mente me pasa! Tú debes comprender que este es un país muy pequeño y que los hombres tienen influencia en la medida en que sus países tienen influencia en los acontecimientos. Tú pones a un idiota en la presidencia de Estados Unidos –más de una vez ha ocurrido– y es un líder mundial, el país es líder mundial. […] Sí sabemos que somos internacionalmente conocidos […] pero nunca he estado pensando en esos términos, o envanecido por la idea de ser un líder mundial, no se corresponde con nuestras posibilidades».
Y le recordó el Moncada: «Cuando vamos al Moncada, yo pienso que hay compañeros que me van a sustituir si moría en la acción. Incluso, a los que pensaba que tenían tales posibilidades o que debía serlo, no los envío a la misión más peligrosa, y yo mismo escogí para mí la misión más arriesgada».
En el aula magna de la Universidad Central de Venezuela, el 3 de febrero de 1999, después de recordar a algunos libertadores de América, dijo: «Ubíquenme, por favor, en el lugar cuarenta mil. Yo recuerdo siempre una frase de Martí que fue la que más quedó grabada en mi conciencia: “toda la gloria del mundo cabe en un grano de maíz”. […] El concepto Martiano de la gloria, que enteramente comparto, es aquel que pueda asociarse a una vanidad personal y a la auto exaltación de sí mismo. […] Lo que me agrada especialmente de la frase de Martí es la idea de la insignificancia del hombre en sí, ante la enorme trascendencia e importancia de la humanidad y la magnitud inabarcable del universo, la realidad de que somos realmente como un minúsculo fragmento de polvo que flota en el espacio».
En marzo del 2003 en su visita a Hiroshima y Nagasaki, escribieron en la cinta de la corona de flores, que él iba a depositar en el monumento, las palabras de la tradición protocolar: nombre y cargo de la persona que deposita la ofrenda floral. Pero Fidel pidió que la cambiaran y le pusieran: «A las víctimas inocentes de Hiroshima y Nagasaki». En el 2006, conversando con Ignacio Ramonet, confesó: «Por naturaleza soy hostil a todo lo que pueda parecer un culto a la persona, y usted puede constatar, ya se lo he dicho, que en Cuba no hay una sola escuela, fábrica, hospital o edificio que lleve mi nombre.
La humildad de Fidel es coherente con su última voluntad: una piedra gris –simbólicamente con forma de grano de maíz– y una lápida con las cinco letras de su nombre.