Sólo el título de “soñadores” para referirse a los jóvenes indocumentados que fueron traídos por sus padres a Estados Unidos siendo niños, es un cliché. Si no un sarcasmo, si consideramos que sus sueños no se refieren al sueño americano sino a una larga pesadilla que no sólo tiene efectos legales y sociales sino profundamente morales y psicológicos.
Ernest Hemingway alguna vez discutió con alguien sobre la naturaleza de los ricos y, por alguna razón no del todo clara, le atribuyó a su colega Scott Fitzgerald el siguiente razonamiento: “sí, los ricos son diferente a nosotros; ellos tienen plata”. La precisión sobre quién fue el verdadero autor de esas palabras es ahora irrelevante. No el problema en cuestión. Aparte del detalle del dinero, podemos sospechar que hay otras diferencias. Los estudios realizados sobre el tema demuestran que los ricos que caminan en la calle le prestan menos atención a la gente que los demás. Incluso la cuantificación del tiempo que estas personas miran a otras es sistemática y significativamente menor. (Knowles y Dietze, New York University 2016, etc.) A partir de ese hecho, se ha teorizado una explicación: a los ricos les interesa menos la agente que al resto de la gente. Justo, candidatos ideales para presidentes y representantes del pueblo.
Claro que esto es un hecho estadístico, lo que significa que siempre será posible encontrar ricos más interesados en los pobres que algún pobre. Sobre todo en una cultura, en una civilización deshumanizada por la sobrevaloración de la mercancía, sea material, humana o animal. En toda cultura, los valores (éticos, estéticos) que proceden de un grupo dominante son gradualmente absorbidos y adoptados por los grupos subalternos. Digámoslo así para no usar las palabras oprimidos o dominados que ponen nerviosos a los apologistas de los valores en curso. Otra vez: siempre hay excepciones, como las culturas contestatarias o resistentes, porque las sociedades son equilibrios inestables y contradictorios.
Esta cultura, donde el éxito se mide, exclusivamente, por la fama y el dinero, tiene al “hombre de negocios” como el héroe sagrado e incuestionable. Gracias a los hombres de negocios comemos pan, conocemos el teorema de Pitágoras, existe la ley laboral de las ocho horas y las mujeres tienen hijos. Algo tan arbitrario como si pretendiésemos lo mismo de los poetas, los profesores, los carpinteros, los conductores de taxis, etc. Arbitrario pero, a esta altura, totalmente naturalizado.
Ahora, si bien el actual tsunami mercantilista puede tener su epicentro en el mundo anglosajón (el mundo todavía dominante) podemos ver en otras culturas y en otras regiones periféricas cómo la brutalidad del dictador o del hombre rico traficó igualmente con seres humanos como si fuesen mera mercadería. Bastaría con recordar que en la Nicaragua de los 70s, el dictador Anastasio Somoza, asesorado por hombres de negocios cubanos, les compraba sangre a los pobres por un dólar el litro y se la vendía a los Estados Unidos por diez.
La historia de Somoza escandaliza por su valor gráfico, como uno se escandaliza por los rituales aztecas mientras que la tortura y quema de herejes en la Europa de entonces (también por razones político-religiosas) es vista apenas como un lamentable paso hacia el desarrollo de gente civilizada.
Ahora mismo, en este momento, no escandaliza algo que, desde el punto de vista de la víctima, es mil veces peor que la venta de sangre, como lo son las negociaciones para resolver el problema de casi un millón de jóvenes que viven en Estados Unidos desde que eran niños, que estudian, trabajan y contribuyen a este país mucho más que los políticos y los exitosos hombres de negocio que han secuestrado la moral de una sociedad de trescientos millones de personas.
El presidente Trump ha propuesto, e insiste, con su solución: si el partido de la oposición acepta financiar la construcción de su muro en la frontera mexicana, él firmará una ley que evite la expulsión del país a un millón de jóvenes. Como bono, la gran oferta de un camino a la ciudadanía en diez o doce años.
La propuesta (una vez más) demuestra algo que, por razones de cultura y costumbre, no se ve como evidente e inmoral ante los ojos de cualquiera: el presidente siente y razona como un exitoso hombre de negocios y propone negociar la vida de un millón de jóvenes por 25 mil millones de dólares. Tal vez piense que, a 25 mil dólares por cabeza, cualquiera de esos honestos seres humanos debería sentirse, finalmente, valioso.
De acuerdo, un político debe lidiar con los aspectos prácticos de los conflictos sociales. Debe negociar. Pero nada de eso significa que esté exento de un sentido moral. Si se va a discutir el destino de los jóvenes y la ley DACA, la discusión debería centrarse en el problema de cómo llegar a una solución humana, justa y razonable. Un presidente decente no puede poner en una mesa de negociaciones, por ejemplo, la abolición de la segregación racial o la inequidad salarial de géneros a cambio de que le permitan perforar en el Ártico para extraer gas natural. En cada caso, la decisión debería centrarse en cada problema. ¿Qué solución es más justa y razonable? ¿Podría un médico exigir un aumento salarial como condición a entrar a una sala de cirugía donde espera un paciente anestesiado? No. Pero desde el tratado de Guadalupe de 1848, los negocios más legales se hacen secuestrando a la otra parte.
Sí, un exitoso hombre de negocios piensa y siente diferente. En casos, pasando por encima de las reglas éticas más básicas. Cuando ese hombre de negocios es el presidente del país más poderoso del mundo, entonces la inmoralidad salpica al resto de la sociedad que mira pasiva la violación de principios éticos fundamentales. Lo cual no es nada nuevo tampoco. Mientras la economía vaya bien, la sensibilidad moral puede esperar.
El mercado de carne humana continúa de muchas formas. Ésta es una forma evidente que ya no escandaliza a nadie. Lo cual significa que estamos ante un problema inconmensurablemente mayor.