En 2011, Robert J. Bunker señaló que “la insurgencia plutocrática (…) involucra a las élites globales y carece de los rasgos tradicionales de una insurgencia; es decir, la lucha armada. Es la contraparte del concepto insurgencia criminal, desarrollado inicialmente por John Sullivan con dedicatoria a México. Sin embargo, en vez de estar basada en economías ilícitas y de naturaleza ascendente, de abajo hacia arriba (bottom up), deriva de economías libres de cualquier soberanía (sovereign free), y es de naturaleza descendente, de arriba hacia abajo (top down).”
Según Bunker, profesor del Instituto de Investigaciones Estratégicas del Colegio de Guerra del Ejército de Estados Unidos, los ganadores de la globalización −representados por las corporaciones multinacionales y la clase capitalista trasnacional− buscan retirarse de la autoridad reguladora, fiscal, y –en última instancia− política de los Estados (mientras utilizan a sus instrumentos coercitivos por excelencia: las fuerzas armadas, policiales y de espionaje, así como a los poderes Ejecutivo, Legislativo y Judicial para transformarlo e instrumentalizarlo en su favor).
El mecanismo utilizado para ello es promover una economía allende la soberanía del Estado nación (extra-sovereign) usando paraísos fiscales foráneos; jugando a poner a los países unos contra otros para maximizar utilidades; convirtiéndose en ciudadanos no residentes con la finalidad de no pagar impuestos, y empleando a una bandada de abogados y cabilderos dentro de los Estados para obtener privilegios especiales y ventajosas consideraciones económicas.
A su vez, como señala Nils Gilman, una de las tendencias globales más importantes de las últimas décadas ha sido la proclividad de las élites acaudaladas a enquistarse en enclaves amurallados. Para ellas, la función primaria de la sociedad es servir como fuente de mano de obra barata, servil; como un recurso a ser explotado.
Por otra parte, las comunidades amuralladas son una pauta más extensa de los enclaves económicos extraídos del Estado nacional y habilitados para jugar acorde con un conjunto de reglas fundamentalmente distintas de aquellas imperantes en un territorio circundante. Por sí mismas, añade Gilman, esas comunidades amuralladas no equivalen a una insurgencia plutocrática; pero éstas emergen donde quiera que uno ve a las élites financieras y económicas utilizando tales enclaves como base estratégica a partir de la cual librar la guerra en contra de los bienes públicos.
Ése es el atributo definitorio político-económico de una insurgencia plutocrática: el intento por parte de los ricos para dejar sin fondos el aprovisionamiento de bienes públicos con el propósito de dejar sin dientes a un Estado que amenaza sus prerrogativas, pero al que utilizan como instrumento policiaco-securitario en defensa de sus intereses.
A diferencia de la cleptocracia, que involucra a las instituciones del Estado para saquear a la población, la insurgencia plutocrática desea crear un Estado a modo para facilitar la desposesión o el despojo generalizados (utilizando incluso la guerra híbrida). Aunque en la práctica, ambas modalidades pueden entremezclarse.
No existe en la actualidad autoridad soberana capaz de hacer frente a la insurgencia plutocrática, consecuencia no intencionada del capitalismo depredador y criminal, que resulta en crecientes desigualdades económicas en los Estados occidentales. Una insurgencia que durante los últimos 11 años se disfrazó de guerra a las drogas en México, con el resultado conocido, y que en su nueva fase podría utilizar legalmente a las fuerzas del orden para suprimir protestas y manifestaciones antiplutocráticas.
En ese contexto, conviene tomar en cuenta las declaraciones de Joseph Mark Mobius, un germano-estadunidense radicado en Singapur y presidente ejecutivo de Templeton Emerging Markets Group −una división de Franklin Templeton Investment, el mayor fondo de inversión del mundo para mercados emergentes, México incluido− en el sentido de que “el mejor momento para comprar es cuando hay sangre en las calles (…) incluso si es tu propia sangre”, porque usualmente, cuando hay guerra, revolución o problemas políticos y económicos, los precios de los valores bursátiles bajan, y esa gente, que compró cuando aquellos habían tocado fondo, ganó mucho dinero.
Como otra faceta del mismo fenómeno, Emir Sader dice que los gobiernos de derecha, todos neoliberales, se dedican a cuidar a los ricos. Ya no les basta ser ricos, tienen que ser cuidados para que no abandonen (totalmente) sus países por algún paraíso fiscal en las Islas Vírgenes, Panamá, Luxemburgo, Nevada o Delaware (en EU), o alguna de las 30 empresas fantasmas del Barclays Bank de Londres.
México no es la excepción: los intereses de la plutocracia local también deben ser cuidados en sus antiguos y nuevos enclaves económicos hidrocarburíficos, eléctricos, mineros, agroindustriales y maquiladores, incluidos los que irrumpirán en breve en las Zonas Económicas Exclusivas (ZEE) del sur-sureste del país.
Con el añadido de que a los cuidadores de la plutocracia también hay que cuidarlos. A eso responde la Ley de Seguridad Interior (LSI) de Enrique Peña Nieto, quien pasará a la historia como el autor intelectual de un esperpento jurídico diseñado bajo presión de los mandos de las secretarías de Defensa y Marina por algunos leguleyos civiles y militares del régimen.
Porque por más que ahora Peña Nieto pretenda utilizar a la Suprema Corte de Justicia de la Nación como condón, tapadera y cómplice de su torpe y anticonstitucional iniciativa, sobre él recaerá la responsabilidad histórica del nuevo paradigma punitivo del Estado que regulariza el estado de excepción y supedita a las autoridades civiles a mandos militares por tiempo indefinido y sin la obligación de éstos de rendir cuentas a nadie.
Toda decisión de seguridad integrará institucionalmente a las fuerzas armadas en el proceso informativo, deliberativo y ejecutivo. Como afirma la propia ley, el papel de los militares no será el de suplantar a la policía, sino resolver problemas de seguridad interior en términos militares. Visto así, la LSI es un extraordinario éxito desde la óptica plutocrática y de sus fondos de inversión. Expandir la aplicación de lógicas de guerra como instrumento preponderante de gobierno derivará en una mayor perpetración de crímenes de lesa humanidad. Con ello, Peña habrá cerrado el trágico ciclo de absolutismo, violencia estatal, corrupción, simulación e impunidad impuesto por Felipe Calderón desde 2006.