Es difícil encerrar a Lula. Aun detenido por la Policía Federal en Curitiba, su presencia impregna el imaginario de una parte significativa del pueblo brasileño. Es imposible ignorarlo. Y eso vale también para quien lo odia y celebra su prisión.
Brasil carece de héroes. Los pocos que trascienden el período en el que vivieron son admirados, justamente, por haber combatido las fuerzas del conservadurismo, de Zumbi a Tiradentes, de Antonio Consejero a Lampião, de Marighella a Chico Mendes, de Betinho a Marielle.
No hay manera de condenar a Lula al olvido. Varios factores excepcionles moldearon su biografía singular: la miseria familiar en Garanhuns (PE); la mudada a Sao Paulo en un camión de migrantes; el líder sindical que escapó de la cooptación de la izquierda y la derecha, y lideró las más importantes huelgas obreras de nuestra historia durante la dictadura militar; la fundación del PT; los dos mandatos presidenciales culminados con un 87% de aprobación, etc.
Aunque la justicia lo condene por corrupción, el fiel de la balanza se inclina a su favor en el imaginario popular. Por una simple razón: la justicia brasileña es lenitiva con los poderosos (aun cuando Lava Jato se esfuerce por revertir esa tendencia) y severamente cruel con los pobres acusados de pequeños delitos.
Aparte de Lula. ¿a cuántos políticos ha condenado el Supremo Tribunal Federal hasta el día de hoy? ¿Cuántos de nuestros 600 mil encarcelados tienen acceso a abogados? ¿Y a jueces? ¿Se consideran imparciales los juicios?
A los ojos de la opinión pública, los jueces pierden credibilidad al aceptar, además de un alto salario, privilegios injustificables como el subsidio a la vivienda y a la alimentación.
De poco más de 12 mil jueces de primera y segunda instancias del estado de Sao Paulo, solo 168 se niegan a aceptar esas regalías (información brindada por un juez de segunda instancia).
Hoy Brasil es una nave sin rumbo. Nuestro futuro es imprevisible. Su signo se decidirá en octubre, con el resultado de la elección presidencial. Y sea cual fuere el resultado, la nación no se apaciguará. Nuestras divergencias no se ubican en el nivel de las ideas, sino en el de la esfera social, donde las disparidades de renta son escandalosas. La opulencia de la Casa Grande no logra ocultar la miseria que multiplica los cuerpos tendidos en las calles y que nutre el caldo de la cultura de la violencia urbana y rural.
Mientras no haya un gobierno que haga del Estado un promotor del desarrollo social, adoptando políticas que combatan las causas de las desigualdades, Brasil no superará su actual etapa de sebastianismo.[1] Porque es innegable que Lula presidente dio pasos significativos en dirección a una justicia y una inclusión social mayores.