El declive del prestigio de Estados Unidos iniciado a finales de la década de 1950 —con el colapso del sistema colonial y el aumento de la correlación de fuerzas a favor del socialismo— llegó a su punto clímax en la década de 1960 con la Revolución Cubana como protagonista de una nueva era. En una época en que las inversiones de las transnacionales estadounidenses en Canadá, América Latina, Europa y Asia totalizaban 27 484 000 000 de dólares y la industria armamentista constituía su más poderosa empresa económica —entre 1950 y 1960 cedió o vendió a otros países equipos bélicos por más de 35 000 000 000 de dólares—, Cuba tendría que pagar un alto precio por ser la primera en Latinoamérica, —las expropiaciones decretadas por Lázaro Cárdenas afectaron, sobre todo, a compañías inglesas—, que removió el orden institucional inaugurado a finales del siglo xix por el capital norteño para regir en la región. Dwight D. Eisenhower, cuyo ciclo en la Casa Blanca se agotaba tras dos mandatos presidenciales, no podía creer cómo la Isla se le iba de las manos.

Tras desafiar al capitalismo desde la cuna de su sistema neocolonial, Fidel Castro se alzó como símbolo de herejía, dada su proyección social transformadora e incluyente. La Ley de Reforma Agraria aprobada, el 17 de mayo de 1959, marcó la definitiva ruptura de Estados Unidos con la Revolución Cubana. A partir de ese instante Washington se propuso aislarla, reducirla a la miseria, sumergirla en el caos; nadie más en el Hemisferio Occidental podía atreverse a correr su suerte.

Ya entonces el militarismo llegaba a su máximo apogeo, en un clima de Guerra Fría inaugurado tres lustros atrás, en 1946, durante la visita de Winston Churchill a la Universidad de Missouri en Fulton; aunque hasta entonces el principal escenario de tensión entre las dos naciones líderes del socialismo y el capitalismo había sido Berlín. Cuba se sabía con la razón y en medio del duelo geopolítico bipolar entre Estados Unidos y la Unión Soviética, no podía consentir que la soberanía fuese de uso exclusivo de las potencias. La arrogancia de la Administración Eisenhower llevó la puja al extremo y fue decretada la expropiación forzosa de los bienes o empresas propiedad de personas naturales jurídicas estadounidenses o de las empresas con interés o participación de ellas. Nelson A. Rockefeller, gobernador del estado de Nueva York y miembro del clan familiar que controlaba las finanzas y el petróleo de América Latina —emporio financiero que mucho perdió en el díscolo caimán tras el triunfo de la Revolución Cubana—, demandó una política más severa. Y el 9 de julio de 1960, en un improvisado discurso publicitado el domingo 10 por The New York Times, el primer secretario general del Partido Comunista de la Unión Soviética (PCUS), Nikita S. Jrushchov, le respondió:

“Debe recordarse que los Estados Unidos no están ya a una distancia inalcanzable de la Unión Soviética como antes. Hablando en sentido figurado, si fuera necesario, los artilleros soviéticos podrían apoyar al pueblo de Cuba con el fuego de sus cohetes, si las fuerzas agresivas del Pentágono osan iniciar una invasión a Cuba. Y el Pentágono debe estar bien aconsejado de no olvidar que, como demuestran las últimas pruebas, tenemos cohetes que pueden caer con precisión sobre un blanco situado a 13 000 kilómetros de distancia. Esta es, si así os gusta, una advertencia a aquellos que gustarían de resolver los problemas internacionales por la fuerza y no por la razón.” (Roa, 1986: 86)

Fue tal la algarabía de la prensa internacional, que desde su lecho de enfermo, esa noche, Fidel Castro habló a través de la televisión: destacó el carácter espontáneo de lo declarado por Jruschov. La revolución no contaba con los cohetes soviéticos para defenderse, contaba con su pueblo, y emplazó a Washington a declarar que no abrigaba propósitos agresivos contra Cuba. En respuesta, el presidente Eisenhower desempolvó la Doctrina Monroe y desató una cruzada para presentar a la mayor de las Antillas como peón de la URSS. No mencionó que estaba en curso un plan de invasión con mercenarios cubanos entrenados por la CIA y el Pentágono, que pretendían tomar una cabeza de playa para solicitar la intervención de Estados Unidos. Tras ganar las presidenciales, el 8 de noviembre de 1960, John F. Kennedy heredó este proyecto y resolvió proseguir.

Del 17 al 19 de abril de 1961, en Playa Girón tuvo lugar la más simbólica y definitoria de las batallas de nuestro continente después de Ayacucho. No habían transcurrido diez meses cuando Kennedy aprobó un nuevo plan, que concebía el empleo directo de fuerzas navales, aéreas y terrestres estadounidenses: “Cuba fue la llave hacia toda América Latina, si Cuba tiene éxito debemos esperar que la mayor parte de América Latina caerá” —insistió el 23 de agosto de 1962, John A. McCone, director de la CIA (McCone, 1997: 955). Cuando el KGB detectó lo que se preparaba, Jrushchov propuso instalar 42 cohetes nucleares de alcance medio en la Isla; podrían disuadir la agresión y equilibrar la correlación de fuerzas estratégicas —su emplazamiento buscaba eliminar la ventaja proporcionada al Pentágono por sus 105 misiles de alcance medio e intermedio en Turquía, Italia y el Reino Unido apuntando hacia la URSS. En el Kremlin no se sabía; pero Estados Unidos poseía una superioridad de 17 a 1 en armas nucleares con respecto a Moscú; de ellas 229 cohetes intercontinentales (ICBM) contra 48. Y desde agosto de 1960 Eisenhower había aprobado una orden que disponía el ataque nuclear simultáneo contra la URSS y China en las primeras 24 horas de una guerra.

A Fidel Castro le tomó por sorpresa la propuesta de instalar proyectiles atómicos en Cuba. No le agradaba la idea, quería evitar la imagen del país como una base soviética. Fue una consideración de orden ético la que inclinó la balanza.

Una extraña discusión entre Moscú y Washington acerca del carácter ofensivo o defensivo del equipo bélico a suministrar por la URSS enredó las cosas, pese a que el vicepresidente estadounidense Lyndon B. Johnson —promotor del golpe de Estado contra Jacobo Arbenz en Guatemala— había declarado a The New York Times que era política de la administración deshacerse del régimen cubano; mientras el senador Prescot Bush y la revista Time invocaban la Doctrina Monroe para justificar la invasión. Fidel le sugirió a la URSS declarar que Cuba dispondría del armamento requerido para defenderse en apego al derecho internacional, y solicitó hacer público el acuerdo como lo hacía siempre Estados Unidos con sus aliados. Era imposible mantener en secreto un movimiento de la magnitud demandada por la introducción de los cohetes y sus rampas de lanzamiento. Jruschov no transigió pese a la insistencia cubana: “Debemos enviar y colocar silenciosamente los misiles, tomando todas las precauciones necesarias para poner a los norteamericanos ante un hecho consumado. ¿No nos han obligado a tolerar la presencia de misiles norteamericanos en Turquía?” —concluyó obstinado en una reunión del Kremlin. (Dobrynin, 1998: 83).

Rampas de emplazamiento de misiles soviéticos en Cuba.

Un coronel de la Inteligencia Militar de la URSS reclutado por la CIA pasó la información sobre los emplazamientos y, el 14 de octubre de 1962, un avión espía U-2 fotografió las rampas. El manejo incorrecto de Jruschov y el empleo de la mentira para desinformar envalentonaron a Kennedy y, el 22 de octubre, decretó el bloqueo naval; aunque no se dejó arrastrar a una respuesta más beligerante. Mucho pesó la certeza de que una respuesta soviética a un bombardeo nuclear contra Cuba les costaría la vida a decenas de millones de estadounidenses y “…un ataque por sorpresa socavaría, y acaso destruiría, la posibilidad moral de los Estados Unidos en todo el mundo” (Kennedy, 1968: 48-49).

Al otro lado del Atlántico, Jrushchov estaba desconcertado. No previó el giro de los acontecimientos y no paraba de mentir: “Estos materiales están emplazados en Cuba a petición del gobierno cubano […]” —le escribió a Kennedy en un mensaje transmitido el 27 de octubre por Radio Moscú (León, 1983: 352). Una hora más tarde fue derribado un U-2 que cruzó Cuba de Occidente a Oriente en misión de espionaje, por un grupo coheteril soviético emplazado en Banes, Holguín. Carente de serenidad y firmeza, el 28 de octubre Jrushchov acordó replegar los cohetes a espaldas de Cuba; a cambio, admitió la promesa de una posterior retirada de los misiles estadounidenses de Turquía y el compromiso verbal de no agresión a la Isla. “Muchos ojos de hombres, cubanos y soviéticos, que estaban dispuestos a morir con suprema dignidad, vertieron lágrimas al saber la decisión sorpresiva, inesperada y prácticamente incondicional de retirar las armas” —le escribió indignado Fidel, quien se enteró por Radio Moscú. Un poquito de ecuanimidad y sangre fría hubiesen conseguido un arreglo justo, que pusiera fin a “…los ataques piratas y los actos de agresión y de terrorismo que se mantuvieron después durante decenas de años; el cese del bloqueo económico, la devolución del territorio que ocupa arbitrariamente la Base Naval en Guantánamo. Todo eso se habría podido obtener, dentro de aquella dramática tensión […]” —le comentó el líder cubano años más tarde a Ignacio Ramonet (Ramonet, 2006: 323).

Superada esta crisis, la fuerza que comenzó a cobrar la izquierda internacional obligó a Estados Unidos a revisar su política exterior y la Administración Kennedy implementó una doctrina de “Respuesta Flexible”, que descartó el enfrentamiento atómico con la URSS y centró su mira en la lucha contra los movimientos de liberación nacional. Fue la táctica escogida para frenar el auge revolucionario: inmovilizar a la URSS y a Europa del Este —esperanzadas en un acercamiento tendente a la convivencia pacífica, cuya orientación implicó mayor esfuerzo estadounidense en el campo de la subversión ideológica—, para neutralizar toda tentativa emancipadora en el Tercer Mundo. Kennedy lo develó en un discurso: “El gran campo de batalla para la defensa y expresión de la libertad es hoy toda la mitad del sur del globo: Asia, Iberoamérica, África y el Medio Oriente. Las tierras de los pueblos que despiertan […]” (Sorensen, 1956: 787, t. II).

Bajo el slogan de “no permitiremos otra Cuba”, Estados Unidos trabajó en dos direcciones en América Latina: apostó por hacer más eficiente el enfrentamiento a la “amenaza comunista” mediante operaciones paramilitares y promovió la Alianza para el Progreso, un programa que concebía invertir 20 000 000 000 de dólares para apuntalar las bases de su dominación neocolonial, fomentar planes de desarrollo que paliaran las críticas condiciones en la región —generadoras de un descontento que estaba siendo catalizado por el ejemplo cubano— y estructurar una dependencia que garantizara el respaldo político incondicional a sus proyecciones injerencistas contra la mayor de las Antillas.

El 10 de junio de 1963, en la American University, Kennedy anunció que iniciaría un proceso de distensión con la URSS —instaló el “teléfono rojo” entre el Despacho Oval y el Kremlin— para establecer comunicación directa y en agosto rubricó el Tratado de Moscú, que proscribió los ensayos nucleares en espacios abiertos (atmósfera, tierra y mar). La nueva orientación se concretó en modos de actuación política más inteligentes, enfocados en garantizar los intereses de Estados Unidos sin el riesgo de una confrontación atómica. Aplacados los ánimos entre Washington y Moscú, con la aprobación de Kennedy, la CIA trabajó para derribar a Joao Goulart en Brasil y puso en marcha otro plan de asesinato contra Fidel; en Vietnam del Sur, el Pentágono incrementó su presencia e introdujo los Boinas Verdes, fuerzas de destino especial encargadas de la contrainsurgencia.

Dallas, Texas, sirvió de escenario para voltear esta página. Mientras recorría esa ciudad en un descapotable, el 22 de noviembre de 1963, Kennedy fue baleado en circunstancias aún no esclarecidas. La catástrofe catapultó a la Casa Blanca a Lyndon B. Johnson, quien prestó juramento como presidente de Estados Unidos en el avión que llevaba el cadáver de Kennedy de regreso a Washington.

Ya la URSS había conquistado el cosmos, explorado el Polo Norte y la Antártida, y sus adelantos en el campo de la Física, la Química y la Biología habían cobrado notoriedad. La fortaleza política, económica y militar soviética la convertían en baluarte de la preservación de la paz mundial y en formidable barrera de contención contra las empresas de Washington para expandirse. A las naciones del Tercer Mundo llegó la esperanza de que podrían progresar. Cuando los desacuerdos entre las colonias y sus metrópolis estaban en un punto de no retorno, nadie dudaba de que Asia y África romperían sus cadenas con el apoyo socialista y de la solidaridad internacional.

Aguijoneada por la pobreza, América Latina se sumó a los esfuerzos por subvertir el sistema neocolonial. Los monopolios norteamericanos habían sobrepasado con creces las ganancias de su inversión y estaban en el deber de compensar sus excesos en la explotación de los recursos esenciales de Sudamérica —sobre todo en la extracción petrolífera y minera—, sin beneficios para ella. A la nacionalización del estaño en Bolivia y de los ferrocarriles en Argentina y Brasil —e incluso a las negociaciones de varios gobiernos para reducir los términos leoninos de los contratos— reaccionó el Departamento de Estado con medidas punitivas que comprendían, en primer lugar, la suspensión de los fondos para la ayuda al desarrollo, lo que puso en evidencia la forzosa supeditación de la soberanía e independencia de la región a los intereses del capital yanqui.

En el sudeste asiático Vietnam resistía la embestida estadounidense y el vigor del movimiento antibélico global insuflaba energías a jóvenes y soñadores. Representada en los rostros de Patricio Lumumba, Ho Chi Minh, el Che Guevara y Fidel Castro, la revolución mundial se creía al alcance de la mano.

Continuará…

El presidente de los Estados Unidos, John F. Kennedy, anuncia por televisión
el bloqueo naval a Cuba el 22 de octubre de 1962.

Bibliografía:

  • Dobrynin, Anatoly (1998): En confianza. El embajador de Moscú ante los seis presidentes norteamericanos de la Guerra Fría (1962-1986), México D. F., Fondo de Cultura Económica.
  • Kennedy, Robert F. (1968): Trece días. La crisis de Cuba, Barcelona, Plaza & Janes, S. A.
  • León Cotayo, Nicanor (1983): El bloqueo a Cuba, La Habana, Editorial de Ciencias Sociales.
  • McCone, John A. (1997): «Memorandum of Meeting with President Kennedy», August 23, in U.S. Department of State, Foreign Relations of the United States, 1961-1963, Washington, D.C.
  • Ramonet, Ignacio: Cien horas con Fidel (tercera edición), Oficina de Publicaciones del Consejo de Estado, La Habana, 2006.
  • Roa, Raúl: Canciller de la dignidad, Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 1986.
  • Sorensen, Theodore C. (1956): Kennedy, el hombre, el presidente, Barcelona, Ediciones Grijalbo S. A.

(Tomado de La Jiribilla)

Por REDH-Cuba

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