Dos Ríos, pintura de Carlos Enríquez.

Martí es verdad irrevocable, pureza inmaculada, resonancia universal, poesía siempre. Una de sus más raigales estudiosas, nuestra Fina García Marruz, nos lo ha descrito con la exquisitez de su palabra en el ensayo que titulara, precisamente, José Martí. Sirvan estos fragmentos como homenaje al más grande de los cubanos, en el aniversario 123 de su caída en combate, el 19 de mayo de 1895


Desde niños nos envuelve, nos rodea, no en la tristeza del homenaje oficial, en la cita del político frío, o en el tributo inevitable del articulista de turno, sino en cada momento en que hemos podido entrever, en su oscura y fragmentaria ráfaga, el misterioso cuerpo de nuestra Patria o de nuestra propia alma. Él solo es nuestra entera sustancia nacional y universal. Y allí donde en la medida de nuestras fuerzas participemos de ella, tendremos que encontrarnos con aquel que la realizó plenamente, y que en la abundancia de su corazón y el sacrificio de su vida dio con la naturalidad virginal del hombre.

Acaso por esto, siempre nos parece que los demás nos lo desconocen o fragmentan, porque cada cubano ve en él, un poco, su propio secreto. Y así lo vemos como el hermano mayor perdido, el que tenía más rasgos del padre, y al que todos quisiéramos parecernos porque contiene nuestra imagen intacta a la luz de una fe perdida. Pensamos que si estuviera entre nosotros todo sería distinto, lo cual es a la vez lo más sencillo y lo más misterioso que se pueda decir de alguien. Desconfiados por hábito o malicia, creemos en él a ciegas; enemigos de la rigidez de todo orden, aun del provechoso y útil, nos volvemos a este austero en quien la libertad no fue una cosa distinta del sacrificio; burlones y débiles, buscamos, como a invisible juez, la gravedad de este hombre, poderoso y delicado. Él es el conjurador popular de todos nuestros males, el último reducto de nuestra confianza, y olvidadizos por naturaleza, rendimos homenaje diario, profundo o mediocre, a aquel hombrecillo de cuerpo enjuto, de frente luminosa y ojos de una penetrante dulzura, que tiene esta irresistible fuerza: la de conmover.

Conmueve si escribe, si habla, si vive, si muere. ¿Cuál es su secreto? Él no actúa: obra. Todo lo que hace está como tocado de un fulgor perenne. Si aún niño le escribe a su madre que monta en su caballo brioso, si escucha en la penumbra del colegio de Mendive los tímidos sabores cubanos que después habían de arrebatarlo para siempre, si sufre con Lino Figueredo, si estudia en el destierro, si ama siempre, se graba y permanece de todos modos en la memoria, con el levitón conmovedor, la voz grave y encendida, en la tribuna humilde, en el billete escrito al pie del barco que va a partir, con las grandes y generosas letras con que firma «Su José Martí» en las cartas más hermosas y ardientes que un hombre ha escrito jamás a otro hombre.

Él no teme decir esas delicadezas que tantos evitan por una falsa idea de la hombría. «Flor de toda ternura, y hermano mío», llama en carta antológica a su amigo Serra. «Haga como si yo lo estuviera viendo», repite con frecuencia. Y nos sobrecogen siempre un poco esas cartas que escribe desde la oficina de Front Street de Nueva York, que termina con un «Quiérame», «Piénseme», que tienen tanto de contenido como de vehemente, de generoso como de necesitado. Cartas suyas de periodos largos que se cierran, de pronto, con una frase breve como un relámpago y que tiene como la veladura de la muerte.

Cuando lo evocamos en estos primeros años neoyorkinos en que aún es desconocido por sus compatriotas, trabajando hasta bien entrada la noche en una labor mecánica de remuneración pobrísima, entre el calor agotante, «de que solo lo consuela –nos dice Iduarte–, el elevado y el vaporcito que lo lleva a Brooklyn, corriendo con su bomboncito negro y su casaca común por todos los rincones de la gran colmena americana», pensamos maravillados que es por entonces no solo el escritor que asombra a Darío, sino el hombre de quien afirma un soldado humilde: no entendíamos todo lo que decía, pero al oírlo, queríamos morir por él.

Lo vemos venciendo las reticencias de los hombres de la Guerra grande hacia la guerra nueva, de espíritu diferente, a puro amor de hijo y desinterés de héroe. Es enérgico y dulce. Apena leer las cartas que escribe a Maceo receloso y a Gómez sagaz. Pero no vio nuestra isla mañana más pura que aquella en que el viejo guerrero miró con sus ojos de malicia campesina el intenso rostro piadoso, y sonriendo, le tendió la mano a la subida de una loma o le cargó la mochila.

De noche, después de las fatigosas marchas del día, vela mientras los otros duermen, cura y alienta a los heridos, escribe entre las hamacas y las candelas nocturnas, las que sabe que serán sus últimas cartas, a Mercado, a Quesada o a la pequeña María Mantilla, a la que enseña, con conmovedor cuidado, cómo ha de hacer la plana diaria de francés para traducir poco a poco L’Histoire Générale, o aprender geografía siguiendo el viaje de él en su diccionario, aunque sabemos que el dedo de la niña sobre el mapa señalando Cap Haitien se ha de detener tan pronto. Y es que atiende a lo grande y a lo ínfimo, y si escribe con sencillez: «Sirve, y habla con finura», también comprende: «No le tengas miedo a sufrir». (…)

EL HOMBRE

Es en esta fe en la bondad natural de lo creado donde hay que buscar el secreto de la fascinación –no encuentro otra palabra mejor–, que ejerció sobre los que lo conocieron. Pues tiene esa virtud –acaso menos frecuente que el valor o el talento–, de provocar los dones mejores de cada hombre. (…)
Ah, no haberle visto nunca entrar a aquellas oscuras tribunas de Liceo provinciano donde su nombre se anunciaba al fervor de un público vario –trabajadores en quienes los vacíos de la cultura entregan un estilo de atención y candor que en medios más elevados falta, muchachas que apenas salidas de la niñez ya tienen ese maduro señorío de la criolla, jóvenes cuyas aspiraciones más íntimas no son aún diferentes de la realización exterior de su país, viejos que esperan en el trabajo de las inmigraciones, con los recuerdos recientes del 68 y su sabor gustoso y prohibido–, no haber oído esos párrafos de tan compleja y delicada estructura que se asombra uno que fueran dejados a la improvisación del momento y en los que lo exquisito volvió a ser el modo más natural de dirigirse a todos, no haber oído aquella grave voz vehemente –que casi sentimos intacta en la lectura–, en la que las palabras «Cuba», «cubano» tenían todo el orgullo y la confianza en nuestra naturaleza que ahora nos falta, palabras con el decoro y la tiesura que todavía tienen en nuestro campo.

No deja de ser extraña esta irresistible piedad y ternura que lo lleva a todo hombre en alguien que conoció tan de cerca la maldad humana. Recordemos que es apenas un muchacho cuando conoce todos los horrores del presidio que después relatará en el folleto famoso. Allí –donde apenas gasta, por darlo a los otros, el poco dinero que le consigue el padre para los parcos consuelos del café–, ve encerrar a un niño y martirizar a un anciano. Allí lo rodean de grillos cuya marca conservará toda la vida. De modo que conoce bien a esa «fiera admirable» como llama al hombre, pero a pesar de todo eso nos dice que «no ha encontrado nada más maravilloso en toda la Creación». Porque el hombre –dice bellamente–, «no es lo que se ve, sino lo que no se ve». (…)

LA OBRA Y LA VIDA

Su obra se nos aparece como el inmenso preludio de un ofrecimiento mayor, tan fundida a su propia vida que sentimos la insuficiencia de lo literario en sí mismo para explicárnosla. A veces nos angustia esa poesía que desprende, tan disímil que confunde y desorienta al extraño, donde no hallaremos nunca esas pequeñas malicias que siempre ha tenido el escritor para escoger, aprovechar, componer, y que hace que aparezcan ideas o imágenes esenciales, que hubieran requerido tratamiento aparte, en un artículo de circunstancias, acaso aparecido en un periódico local, y que posiblemente no conozca nunca aquel que no ha rastreado amorosamente toda su vasta obra. Y sin embargo comprendemos que no podríamos sin desnaturalizarlos, entresacar esos momentos que nos revelan ese no reservarse nunca, ni aun en lo trivial, que es como una suerte de delicadeza oculta.

Tampoco al árbol lo hacen más bello sus colecciones mejores de hojas, sino su cuerpo desigual e indivisible en la luz. Pero así, generosamente natural, a un tiempo «trémulo y desbordado», nos dará a veces esas páginas inolvidables, en que lo espontáneo se nos aparece como una exactitud orgánica, más exquisita que la consciente.

Nos entristecemos a veces de tanta ausencia de prevención con el tiempo. ¿Acaso no se sabe que los discursos que conocemos son solo una pequeña parte de los que pronunció –ante auditorios humildes de emigrados o tabaqueros–, que él sentía todo lo que había hecho como producto de las circunstancias, y que se iba «con sus libros inescritos» a la tumba? Pero a la tristeza nos sucede la tranquila certidumbre de que acaso el escritor que se hubiera detenido a recoger todo lo escrito, sin dejar perder nada, nos habría dado también otros discursos, y reconocemos entonces que ese inmenso impulso de desinterés que le hizo olvidar los trabajos perdidos es el que hace que nos emocionen de un modo tan singular los trabajos salvados.

Obra y vida, perfección o abandono, se nos ofrecen en una sola pieza en estas figuras americanas que todavía no han aprendido a separarse de sí mismas y en las cuales no encontraremos ese sentido europeo del espíritu como mirada, creación, ironía, juego. Mucho más elementales, más refinados y simples a un tiempo, ellos pertenecen a la Naturaleza. ¡La Naturaleza! Frente a las formas impuestas desde afuera, ella representa a un tiempo la tierra y el alma, que, amenazadas a la vez, se le confunden y abrazan para siempre, lo propio y creador, lo libre y lo vivo, en toda su sobrecogedora dulzura. (…)

En este asombroso escritor que se avergüenza siempre de escribir porque solo lo que va a hacer le parece digno, las palabras parecen actos: eficaces y límpidas, están más ligadas a la voz que a la letra. No es que tenga un vocabulario «rico» –esto da demasiada idea de un adorno o un privilegio de formación–, es que cuenta con el caudal del idioma con la naturalidad del que lo toma de su fuente, sin esfuerzo visi­ble. ¿Cuándo los verbos fueron más móviles, precisos, cam­biantes? Puede seguir con palabras la variación más sutil de movimiento. ¿Y los adjetivos? Lea su crónica «El 10 de Abril» quien quiera asistir a un desfile de parejas de adjetivos casi tan bello como el desfile de patriotas que con ellos evocaba. Es lástima no poder dedicarle a todo esto más tiempo.

Que un escritor como este se haya ofrecido a la acción ha dado lugar a un doble equívoco: unos dan en creer que ello resulta un símbolo de lo que debe ser todo hombre de letras que no esté vuelto de espaldas a los ideales comunes de su pueblo; otros –los amantes de la poesía entre ellos–, se duelen por la obra que nos habría dejado de no haber estado obsedido por la independencia de su patria. Y es que acción y contemplación se suelen ver como dos órdenes diferentes que tienen tan poco que ver entre sí que es necesario aban­donar uno para entregarse al otro, menospreciando alguno de los dos, cuando son justamente estas figuras como la de Martí las que nos revelan más claramente su misteriosa rela­ción. Pues la acción no es la agitación vacía con que se la confunde ni la contemplación es una vacía especulación. Solo han actuado realmente aquellos hombres en que el acto ha sido –como decía un apologista católico–, solo esto: sobreabundancia de la contemplación. No creo que haya definición más justa. Es preciso llenarnos de silencio y sole­dad para que sobreabundemos en palabra y en obra. El vaso colmado de agua desborda naturalmente hacia fuera, y el alma colmada de contemplación actúa y fecunda. Pero todo acto que no procede de una contemplación es hueco y esté­ril, porque ya no es el agua que desborda de una fuente man­teniéndola intacta y llena, sino la que se vacía poco a poco de un cántaro hasta que no queda nada en él. (…)

Los hombres como Martí tienen poco que ver con el azar. Solo al hombre común le sucede el azar. En el no común todo es destino. Desde niño, parece que lo tiene delante; la carta que le escri­be a su madre poco antes de morir –esa carta que Unamuno llama una de las oraciones más bellas que se han escrito en lengua española–, es la carta asombrosa del que sabe que va a morir. Frente a su muerte sentimos no el azar que inte­rrumpe, sino el destino que sella, el generoso cántico de «su» hora profunda, cuya alegría lo turbó como un niño, y des­pués de la cual ya no era posible vivir. Cuando leemos sus últimas cartas desde el campamento, su diario, tenemos la arrasadora sensación de que es cierto que ha llegado, como él dice, a la plenitud de su naturaleza, como esos temas mu­sicales, largamente preparados a lo largo de una sinfonía y que percibimos solo hacia el fin en su verdadera, golpeante nitidez. Tal parece como si la batalla real lo hubiera rechaza­do de su campo, a él que fue hombre de acción espiritual, lo hubiera hecho retroceder al mundo suyo y distinto, al im­pulso ideal de morir. Al borde de la acción oscura, sin poder llegar a su centro mágico quedó Martí, como si no quisiera ofrecer allí sino su propia muerte, a la que fue con el candor augusto de los fuertes, ligero «como un niño». Y si acaso hubiéramos podido estar allí, frente a su pobre cuerpo derri­bado, hubiéramos comprendido de pronto toda la diferencia que va del guerrero a quien mata siempre un solo hombre y el mártir a quien matan un poco todos los hombres.

Pero no es solo porque toda su vida tiene la cualidad nece­saria de un destino por lo que no podemos comprender su muerte como una frustración. Es que la sustancia misma de su estilo es el sacrificio. Su mirada es la del que va a decir adiós, la del que se va. Por eso es tan penetradora, tan «rápi­da». Se ve siempre que le interesa otra cosa más que el hecho de decir lo que dice. (…)

No, no perdimos al escritor. Los que quisieran ver a Martí entregado solo a sus faenas literarias y se duelen de la obra que pudo haber dejado, no imaginan hasta qué punto fue central a la obra misma esa prisa profunda de su vida, hasta qué punto fue su constante olvido de sí, su sentido vigilante de la utilidad preciosa de todo, lo que le permite trascender los modos de expresión romántica, la cámara de espejos del «yo» romántico y, despojado de sí mismo, darnos las cosas como a través de un cristal donde aparecieran los dibujos candorosos y solemnes de las palmas más puras, de los hombres más nuestros. (…).

Por REDH-Cuba

Un comentario en «José Martí: el misterioso cuerpo de nuestra Patria o de nuestra propia alma. Por Fina García Marruz»

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