Lyndon B. Johnson siguió un curso en Asia que enredó a Estados Unidos en la cuarta gran conflagración de su historia, y la más prolongada. Ante su incapacidad para doblegar la resistencia en Vietnam del Sur, extendió las operaciones a Vietnam del Norte —desde 1954 Estado soberano incorporado a la comunidad de países socialistas—.
Para ello dio luz verde a una provocación de la CIA en el golfo de Tonkin, que empujó al Congreso a concederle un cheque en blanco para lanzar la guerra a gran escala en nombre de la paz y la seguridad en el sudeste de Asia. Y dada la fuerza que cobraban los movimientos de liberación nacional en África, promovió la penetración en ese continente del capital estadounidense, que hasta entonces solo tenía presencia importante en Sudáfrica.
El 11 de diciembre de 1964, el Che representó a Cuba en la Asamblea General de Naciones Unidas: “…el imperialismo —norteamericano, sobre todo— ha pretendido hacer creer que la coexistencia pacífica es de uso exclusivo de las grandes potencias de la tierra” —apuntó en referencia a la búsqueda de un reacomodo entre Estados Unidos y la URSS, luego que tras la sustitución de Jrushchov el nuevo secretario general del PCUS, Leonid I. Brezhnev, promulgara una política de coexistencia pacífica con Occidente. El Che denunció la arremetida contra Vietnam y se detuvo en el Congo: “¿Cómo es posible que olvidemos la forma en que fue traicionada la esperanza que Patricio Lumumba puso en las Naciones Unidas?” —preguntó—. Se solidarizó con Puerto Rico y enunció las agresiones estadounidenses en América Latina. Habló de la participación de sus misiones militares en la represión y golpes de Estado. El ejemplo de Cuba fructificaría: la “…proclama es: Patria o muerte” (Guevara, 2012: 142-150).
A partir de febrero de 1965, más de cuatrocientos mil soldados estadounidenses cruzaron el Pacífico rumbo a un destino ignoto; mientras se hacían más continuas y violentas las incursiones aéreas sobre Vietnam del Norte. Hasta en Hanoi tronaron los bombarderos estratégicos Boeing B-52, capaces de transportar hasta 32 t de bombas; prometían borrar todo vestigio de civilización. Unos treinta operativos de la CIA se establecieron en Laos para organizar la actividad terrorista mediante comandos tailandeses entrenados por la agencia en las bases militares en Tailandia, así como las operaciones de las tribus hmong, utilizadas para cerrar el sendero Ho Chi Minh —estratégica ruta con más de 2 500 km de caminos y una bien estructurada red de sendas menores—, usada de octubre a mayo —etapa seca— para el abastecimiento norvietnamita de hombres, material bélico y víveres al sur.
El pueblo vietnamita tenía gran confianza en sí mismo, sacada de una tradición nacional de 4000 años; se jugaba la existencia como nación y fue capaz de convertir la rabia en energía. Su astucia y ancestral relación con la naturaleza perfilaron una concepción de lucha irregular indescifrable para un enemigo de recia catadura, que en la jungla servía de manjar a los mosquitos. No pocos soldados yanquis preferían la paz del sepulcro, al silencioso y oscuro desamparo en el que quedaban a merced de la plaga y las trampas letales.
Dentro de un contexto más vasto y amenazador, las circunstancias que armaron el conflicto involucraron a China y la URSS. Sobre la primera el cerco estaba lanzado: Corea del Sur, Japón, Taiwán, Vietnam del Sur y Tailandia; en cuanto a la segunda, Johnson confiaba en que no arriesgaría las relaciones con Estados Unidos por su creciente hostilidad con el gigante asiático. Este secreto a voces llegó a Moscú y Anatoly Dobrynin recibió la orientación de confirmarlo. Todos en Washington le hablaron en una misma frecuencia, que apuntaba a Beijing para atar las manos del Kremlin. “…los chinos y los norvietnamitas le han dado al conflicto de Vietnam una dimensión geopolítica que el gobierno norteamericano ya no puede pasar por alto” —le dijo el vicepresidente Hubert H. Humphrey—. Una de las razones por las que estaban dispuestos a concertar un acuerdo de paz con Hanoi, era evitar el deterioro de las relaciones con la URSS: “Johnson comprende que la Unión Soviética tiene que prestar ayuda militar a Vietnam del Norte, pero sabe que esto solo conducirá a una mayor participación de la Unión Soviética y de los Estados Unidos en Vietnam. Y Beijing desea la guerra para evitar todo acercamiento entre Moscú y Washington” —acentuó— (Dobrynin, 1998: 150).
Esta visión puso en la agenda el tema de Indonesia, cuyo presidente Achmed Sukarno gobernaba en alianza con el Partido Comunista (PKI) y mantenía una postura crítica contra el FMI y el Banco Mundial. Sukarno tuvo protagonismo en la constitución del Movimiento de los No-Alineados (MNOAL), cuando en América Latina la implementación de políticas desarrollistas con cierto acento social en el Cono Sur —Argentina, Uruguay y Chile—, convertían al área en peligroso símbolo para las naciones pobres. En un análisis del Consejo Nacional de Seguridad (NSC por sus siglas en inglés), el 5 de marzo de 1965, la CIA insistió en que perder a Indonesia con sus “…105 millones —de habitantes— a manos del “bando comunista” daría poco sentido a una victoria en Vietnam” (Weiner, 2008: 626).
Gran parte de la oficialidad de este archipiélago se formó con los programas de enseñanza militar de Estados Unidos y su ejército descansaba en la técnica suministrada por el Departamento de Defensa. Veinte millones de dólares fueron destinados a ello desde 1958 y, a partir de 1962, el Pentágono estableció en Yakarta una unidad especial encargada de implementar un proyecto de “acción cívica”, para que el ejército indonesio organizara su propia estructura política hasta el nivel de aldea, paso previo a la creación de las milicias locales.
Aliados inestimables en este propósito fueron el personal en Yakarta de la Universidad de California en Berkeley y de la Fundación Ford, a cargo del programa de formación de líderes para tomar las riendas económicas del país. A los beneficiarios se les llamaba la “mafia de Berkeley”. Leonard A. Doyle, director del programa entre 1956 y 1958, no consideró correcto que Berkeley —institución a la que creyó instrumento ciego del Departamento de Estado— se involucrara “…en lo que esencialmente se está convirtiendo en una rebelión contra el gobierno, sea cual sea la simpatía que pueda tener con la causa rebelde y los objetivos rebeldes” (Ransom, 1970: 41), y fue relevado.
Johnson dio luz verde para actuar en Indonesia y, con la intención de consolidar su gobierno en la sombra, la CIA reclutó a Adam Malik, ministro para la implementación del programa económico, y al sultán de Java, Hamengko Buvono IX; mientras la embajada estadounidense en Yakarta aceleraba el plan de contingencia en complot con el general Haji Mohammad Soeharto (Suharto).
Una secuencia de golpes de Estado organizados por la CIA en Brasil, Argentina y Bolivia, y la agresión contra República Dominicana en abril de 1965, pusieron de manifiesto cómo se proponía regir la Administración Johnson en América Latina: “En el mundo de hoy, en el cual los enemigos de la libertad hablan de “guerras de liberación nacional”, la vieja distinción entre “guerra civil” y “guerra internacional” ya ha perdido gran parte de su significado (…). El momento de decisión debe convertirse en el momento para la acción” —definió en un discurso en la Universidad de Baylor, el 28 de mayo de 1965″ (Barnet, 1972: 174).
Fue ese el contexto en que el Che se sumó a la lucha guerrillera en el Congo, primero, y después en Bolivia, a pesar de que, como mostraron los hechos, no estaban creadas todas las condiciones en el orden subjetivo. Él consideraba, con toda razón, que el combate contra el imperialismo tenía una imprescindible dimensión mundial y que el internacionalismo era una necesidad insoslayable. Nada cambiaría la certeza de sus convicciones; nada lo desalentó.
Estados Unidos extendía la violencia a todo el planeta y en el sudeste asiático se anidaban gérmenes de un conflicto a gran escala. Partido en dos, en virtud del reacomodo geopolítico yanqui, Vietnam tenía conciencia de su destino como una sola nación, en la que socialismo e independencia andaban entrelazados. Ho Chi Minh construyó su liderazgo levantando esos ideales en un pueblo campesino, en cuya conducción integró la teoría marxista y lo más avanzado del pensamiento universal del siglo xx, con la sabiduría de una tradición que rinde culto a su historia desde la religión, el arte y la poesía. A los B-52 no les quedaron ciudades por castigar; ni hospitales, escuelas, fábricas o pagodas por demoler. La mortandad se cebó sobre decenas de miles de niños y ancianos, mientras las mujeres eran ultrajadas por una soldadesca enajenada, sedienta de revancha.
Johnson justificaba la carnicería con la pretextada necesidad de defender Saigón de la agresión “comunista”. Más allá de la retórica manejada en los estridentes términos de la Guerra Fría, el trasfondo era otro: trataba de evitar la consagración de un gobierno que reunificara Vietnam con la bandera del socialismo y les impidiera preservar un enclave utilizado como punta de lanza en Asia, donde entre 1960 y 1965 sus trasnacionales habían invertido 1 374 000 000 de dólares y repatriado 6 528 000 000 por utilidades, que sumados a los 5 297 000 000 extraídos de América Latina les suministraron los medios para “colonizar” a Europa —invirtieron 8 571 000 000— y extenderse a África y Oceanía.
Hacia junio de 1965, Walt W. Rostow, asesor de Seguridad Nacional de Johnson, le comunicó a Anatoly Dobrynin que los embajadores de Estados Unidos y China en Varsovia habían llegado a un acuerdo: “…los Estados Unidos no atacarían ni bombardearían a la China continental, y China al menos no utilizaría sus fuerzas armadas para intervenir en la guerra de Vietnam”. La dirección del gigante asiático “…era bastante “vociferante”, pero extremadamente cuidadosa acerca de las cuestiones que pudiesen conducir a un enfrentamiento directo con los Estados Unidos”» —afirmó—. Dobrynin lo escuchó magnetizado. Creía irracional afectar las relaciones con Estados Unidos por el enfoque ideológico del compromiso con Vietnam, a quien él no consideraba de una importancia vital para los intereses de la URSS. Observaba contrariado cómo “…Hanoi se negaba tercamente a aceptar este tipo de acuerdo gradual y a suspender sus operaciones militares con objeto de unificar a todo Vietnam bajo la bandera del socialismo”. En la lógica de Dobrynin no existía espacio para la solidaridad comprometida con los vietnamitas: “El pueblo soviético, además, nunca había sabido gran cosa de aquel lejano país. Por tanto, nuestro curso político debía haber sido evidente […]” —confesó este diplomático en sus memorias— (Dobrynin, 1998: 150-155).
África no estuvo ajena a la embestida yanqui: el 19 de junio, un golpe de Estado derrocó al presidente de Argelia, Ahmed Ben Bella, quien en febrero había acogido con gran hospitalidad al Che durante su paso por Argel —de camino hacia el Congo— al frente de la delegación cubana que asistió al Seminario de la Organización de Solidaridad de los Pueblos de África y Asia (OSPAA). En ese evento el Che, Ben Bella y revolucionario marroquí Mehdi Ben Barka acordaron las bases políticas y organizativas de la Conferencia Internacional de Solidaridad de los Pueblos de África, Asia y América Latina —que trascendió como la Conferencia Tricontinental— a celebrar en La Habana.
Cuatro meses más tarde Indonesia se estremeció: el 1.º de octubre de 1965, el general Suharto tomó el control de las fuerzas armadas. La CIA y la embajada de Estados Unidos en Yakarta le entregaron medios de comunicación controlados para monitorear el golpe y una lista de ejecución de cinco mil cuadros del PKI identificados como líderes. Milicias paramilitares organizadas por el ejército con terratenientes, fundamentalistas islámicos y matones reclutados entre pandillas de gánsteres, recibieron la orden de actuar. Cuadros gubernamentales, intelectuales, maestros, dirigentes sindicales, líderes campesinos y militantes de base fueron cazados como animales, empalados o sometidos a las más brutales torturas hasta quedar desangrados, violadas sus mujeres y degollados sus hijos, sin que Sukarno —desmoralizado y temeroso— extendiera la más mínima crítica ni acudiera en la búsqueda de auxilio a la comunidad internacional. La lista macabra se redujo en tiempo récord bajo control de los diplomáticos yanquis, que solo estuvieron conformes cuando tacharon el último nombre. “…fue una enorme ayuda para el ejército. Probablemente mataron a mucha gente, y probablemente yo tenga mucha sangre en mis manos, pero no fue del todo malo. Llega un momento en el que tienes que golpear con fuerza en el instante decisivo” —declaró 25 años más tarde el entonces secretario político de la sede, Robert J. Martens, a la periodista estadounidense Kathy Kadane (Klein, 2009: 90).
La masacre se extendió a todo el archipiélago. No quedó fábrica ni aldea beneficiada por la nacionalización o la reforma agraria, que no pagara la osadía de construir un país soberano, emancipado. Cadáveres hinchados, putrefactos, inundaban las islas y hacían insoportable respirar a millones de personas paralizadas por el terror. Ríos de aguas rojizas, podridas por los cuerpos en descomposición, envenenaban a los sobrevivientes; miles de casas incineradas quedaron vacías, abiertas de par en par a los animales carroñeros.
Cuando el PKI fue proscrito, el 18 de octubre de 1865, cerca de un millón de sus afiliados y simpatizantes habían sido asesinados; la masacre barrió a los comunistas del mapa político indonesio, desde los más altos funcionarios del gobierno —cinco ministros— hasta los cuadros de base en las aldeas. “…quizás alrededor de medio millón de personas. Obviamente, nadie lo sabe. Simplemente lo calculamos por el número de aldeas enteras que han quedado despobladas”, declaró el embajador yanqui en Yakarta, Marshall Green, en una audiencia ante el Comité de Relaciones Exteriores del Senado (Weiner, 2008: 273). Dos semanas más tarde fue recibido en la Casa Blanca el flamante canciller Adam Malik. Conversaron veinte minutos, casi todo el tiempo sobre Vietnam; al final, Johnson hizo declaraciones a la prensa: seguía con interés los acontecimientos en Indonesia y dada su beneplácito al gobierno de Suharto (Weiner, 2008: 274).
La mafia de Berkeley asumió el liderazgo opositor en los campus universitarios. Consumado el golpe, asumió la dirección de los asuntos económicos, cuyo programa tenía preparado de antemano en un plan de contingencia: “…ofrecimos a los líderes del ejército […] un “recetario” con soluciones para enfrentarse a los graves problemas económicos de Indonesia. El general Suharto, como comandante en jefe del ejército, no sólo aceptó el recetario, sino que quiso que los autores de las recetas se convirtieran en sus asesores económicos”, escribió Mohammad Sadli —uno de los mafiosos—(Klein, 2009: 93). Una política de incentivos fiscales abrió las puertas del país al capital transnacional y en menos de dos años las multinacionales más importantes de la industria minera y energética, fundamentalmente estadounidenses, se repartieron Indonesia.
Mientras Indonesia experimentaba jornadas de terror, el 29 de octubre de 1965, agentes de la policía francesa secuestraron en París a Mehdi Ben Barka cuando se dirigía a una cita con el cineasta Georges Franju, a quien asesoraba para el rodaje de una película sobre la descolonización.
Lo llevaron a un chalet de un poblado en las inmediaciones de la Ciudad Luz, donde lo torturaron hasta dejarlo sin vida. Terminado el primer lustro de la década, los servicios especiales de los aliados en la OTAN habían sepultado al camerunés Felix Moumié, en 1960; al congolés Patricio Lumumba, en 1961; al togolés Sylvanus Olympio, en 1963; al iraní Ali Mansour, al portugués Humberto Delgado, al estadounidense Malcolm X y al guatemalteco Ernesto Molina, en 1965. Terminaban su lista con Ben Barka, a cargo de la organización de la Conferencia Tricontinental.
Continuará…
Bibliografía
Barnet, Richard J. (1972): Intervention and Revolution, New York: Meridian.
Dobrynin, Anatoly (1998): En confianza. El embajador de Moscú ante los seis presidentes norteamericanos de la Guerra Fría (1962-1986), México D. F., Fondo de Cultura Económica.
Guevara de Lacerna, Ernesto (2012): Mis sueños no tendrán fronteras, La Habana, Centro de Estudios Che Guevara, Casa Editora Abril y Ocean Sur.
Klein, Naomi (2009): La doctrina del shock. El auge del capitalismo del desastre, La Habana, Editorial de Ciencias Sociales.
Ransom, David. (1970). «The Berkeley Mafia and the Indonesia Massacre», Ramparts (San Francisco), October: 37-42.
Weiner, Tim (2008): Legado de cenizas. La historia de la CIA, Barcelona, Random House Mondadori, S. A.