Con el surgimiento de la Revolución Bolchevique, y la Unión Soviética, el mundo experimentó (también) una transformación cultural y comunicacional que sacudió todos los cimentos históricos. Por negarlas o combatirlas, por valorarlas y seguirlas… en todos los ámbitos de la teoría o de la práctica, se dejó sentir un viento “nuevo” que conmocionó las formas de pensar y hacer política –en su sentido más amplio- y de transformar al mundo. Un pueblo organizado de mil maneras (obreros y campesinos) decidió no seguir siendo oprimido… y una clase opresora no pudo seguir oprimiendo. Cambió el rumbo, cambió la dirección y cambiaron los dirigentes. ¿Qué falló?
Había que remover instituciones y costumbres, preconceptos y definiciones, instauradas por la ideología de la clase dominante como ejes rectores de la vida y del papel de cada persona en su relación con la riqueza toda y especialmente con la riqueza producida por el trabajo. Había que sacudir escombros y telarañas, momias y creencias tan hondas como la parálisis fatalista y de resignación que se generaba en pueblos acosados por una guerra económica de saqueo y privación escoltadas con armas y represión permanente. Incluso armas ideológicas. Había que construir un imaginario social “nuevo” (o dicho de otro modo actualizar la historia de las luchas emancipadoras) con seres humanos dispuestos a rehacer en su cabeza, su corazón y su panza un modo distinto de relacionarse para producir lo que necesitamos todos y distribuirlo para el bien de todos. Cambiar la dirección de todos los beneficios.
Había un programa y un partido con un marco (digamos provisionalmente filosófico) que organizaba democráticamente todos los esfuerzos con rumbo a una sociedad sin clases sociales. Sin opresores y sin oprimidos, donde además de modificar el modo de producción, tendría que cambiar las relaciones de producción en manos de personas dispuestas a ser felices -con toda la dificultad que ello implicaba- en una realidad sometida históricamente a todas las infelicidades. O, dicho resumidamente, tomar una dirección nueva –realmente nueva- para la humanidad y para el planeta. Claro que no sería fácil y claro que no sería “rápido”.
La sola idea de tomar una dirección distinta para los seres humanos y todos sus hábitat, que a muchos parecía imposible, utópico, mesiánico o loco…y a otros parecía esperanzador, deseable, posible y realizable; exigió claridad meridiana en el qué hacer y en el cómo hacerlo. Exigió -y exige- mucha precisión en el orden de las prioridades y los plazos, en la profundidad y en la amplitud de las transformaciones. Exigió y exige un cambio de raíz en la mentalidad y una disposición proactiva a toda prueba. Exigió y exige desarrollar instrumentos capaces de movernos hacia delante en la ciencia, en las artes, en la teoría y en la praxis. Era imposible transitar hacia la nueva dirección con un mapa del pasado a menos que tal mapa sirviera, críticamente, para recordar a dónde no debería irse. En ese campo de exigencias nuevas se tensó fuertemente la relación entre la dirección y los dirigentes. Y el problema nos dura hasta la fecha.
En algunos lugares (y frentes ideológicos) el concepto “dirección” se entiende como un genérico que incluye, necesariamente, a los dirigentes. Pero la práctica ha demostrado que, entre el proceso que implica la creación de una sociedad donde lo más importante sea el bienestar de la sociedad misma y la integridad ético-política de los dirigentes; entre lo que se dice y lo que se hace… es decir “del dicho al hecho”, hay un “trecho” plagado con problemas de orden muy diverso, incluyendo el de identificar con minucia los verdaderos intereses y compromisos de los dirigentes para alcanzar los objetivos marcados por la dirección del programa revolucionario. Muchas desviaciones, muchas traiciones, muchas limitaciones -de todo tipo- han demorado y frustrado el avance del trayecto.
Se cuentan a raudales los reformismos, los conciliadores, los disfraces, las revolturas ideológicas y las guerras mediático-psicológicas diseñadas principalmente para demorar, abortar, deformar y asesinar todo aquello que implique pasos (así sean pequeños) en la dirección emancipadora. Algunos dirigentes descarrilaron el viaje y quemaron el mapa de lo nuevo. Lo viejo no superado y lo nuevo que no termina de nacer. En esa disputa (explicada así muy apretadamente) nos hemos visto inmersos muchas décadas y eso nos ha costado vidas y recursos incalculables expresados en daños severos a la naturaleza misma y a la especie humana en su totalidad. Los enemigos de la nueva dirección, en sus delirios propagandísticos han dado por muerto todo lo que suene a transformación y, así, dan por muerto el marco filosófico, sus logros incipientes, sus beneficios y aportes…han llegado a dar por muerta la historia misma.
Pero lo esencial del rumbo nuevo no pueden borrarlo. Está en vivo en la revolución permanente que el pueblo trabajador despliega en cada una de sus rebeldías y revoluciones (grandes o pequeñas) que no resienten más el sometimiento a una clase que nos depreda y nos deprime, que nos expolia y nos humilla. De esa revolución permanente que ocurre en miles de ámbitos distintos, más visibles o menos, de esa lucha pertinaz e incesante esperamos el nacimiento de los dirigentes de nuevo tipo, de los que no traicionen y de los que hagan, de la dirección marcada por el pueblo trabajador, un arte nuevo de la dirigencia. Que manden obedeciendo, que no quepa en su cabeza, ni en su corazón, otra premisa que seguir el rumbo que se mandata desde las bases. Que sean vasos comunicantes para la creación de una cultura y una comunicación de lo común, de lo comunitario, de las comunas como fase superior de la felicidad humana.
No se trata de un simple “conflicto de intereses” porque está en juego la degradación, la desmoralización y la ruina de los pueblos. Es una situación de vida o muerte para la clase que representa el único futuro viable de la Humanidad. La contradicción entre dirigentes y dirección comprende peligros inaceptables que no pueden ser resueltos con simples “concesiones” ni espejismos de “unidad” de coyuntura. Si los dirigentes no responden a la dirección marcada por las bases, y no se producen cambios, el pueblo trabajador queda expuesto a peligros históricos cada vez mayores, como el neo-fascismo. Un antídoto necesario es que la dirección transformadora, mandatada por la comunidad de las bases, sea la cultura y la comunicación que profesen los dirigentes permanentemente. No aceptemos otro camino.