El primero de enero de 1959 ocurrieron aquí dos cosas: el inicio de una profunda transformación política, social y económica a la que se llama Revolución Cubana, la cual asumiría carácter socialista y está a punto de cumplir sesenta años de compleja vida polémica, heroica y creadora, y la obtención de nuestra independencia, la cual, por insuficiente que fuera, había sido conquistada ya por la gran mayoría de los demás países latinoamericanos en el primer cuarto del siglo XIX.
El siguiente ensayo aparecerá en el próximo número de la revista Casa de las Américas. Pero como dicho número está demoradísimo, y el ensayo aborda cuestiones de actualidad, me satisfaría que fuera difundido por cuantos medios sea posible.
A Ambrosio y Jorge Fornet, a quienes tanto debe el destino de estas palabras
Los más elementales libros de lógica enseñan que en un silogismo, si la premisa mayor es falsa, la conclusión no puede sino serlo también. Pienso en ello a propósito de algún que otro texto reciente en el que la premisa mayor es el deplorable libro (primero fue un artículo) del racista y reaccionario Samuel Huntington, quien, intentando robarles el trueno y aguar a autores como Oswald Spengler y Arnold Toynbee (y dando por sentado que los lectores superficiales a quienes se dirigía los ignoraban), se apareció con el presunto choque de civilizaciones, que no es más que el intento de cohonestar con lenguaje universitario (como corresponde a lo que Pierre Bourdieu llamara «la nueva Vulgata planetaria») las guerras coloniales en que Occidente, y en particular su país, llevan tiempo entregados. No es otra la razón por la cual centenares de miles de emigrantes asiáticos y africanos arriesgan morir (y mueren masivamente) en el Mediterráneo, con el fin de abandonar sus países de origen, devastados por los horrores que las naciones metropolitanas, y muy en especial los Estados Unidos, han implicado y continúan implicando allí. Similar es el caso de cuantiosos latinoamericanos y caribeños en sus patéticos esfuerzos por ingresar en los Estados Unidos, huyendo de la miseria y los crímenes que en sus países provoca el imperialismo estadunidense, que hace un tiempo los lacayos de siempre daban por inexistente, y en consecuencia no empleaban el vocablo, lo que mucho disgustaba a antimperialistas cabales como Harry Magdoff, y nunca fue aceptado por alguien tan independiente como Edward W. Said, quien tituló su notable libro de 1993 Culture and Imperialism.No es extrañoque Said haya impugnado, con erudición e ironía, la tesis de Huntington, en «The Clash of Ignorance» (The Nation, 4 de octubre de 2001), que pude leer gracias a Fernando Luis Rojas.
El libro de Huntington había sido antecedido por el historicida (también fue primero un artículo) de Francis Fukuyama (ya impugnado avant la lettre, como dije hace años, por Althusser, al limitarse aquel a repetir tesis de Kojève), cuya obvia finalidad era asegurar, con la burrada del fin de la historia, y por tanto del fin de la lucha de clases, el triunfo definitivo del capitalismo depredador (especialmente, claro, el de los Estados Unidos).
La América que fue colonia española nunca constituyó una unidad, y en cambio iba a ser más fragmentada: así ocurrió, por ejemplo, en el Río de La Plata y Centroamérica. A pesar de esfuerzos como los de Simón Bolívar, debido a razones muy concretas, espaciales y otras, no llegó a convertirse en una sola entidad, lo que a fines del siglo XVIII sí lograron las pequeñas y poco pobladas Trece Colonias del Norte. A propósito de ello, según información que debo a María Luisa Laviana, el agudo Conde de Aranda (Pedro Abarca), Embajador de España en Francia, hizo llegar en 1783 al rey Carlos III su Memoria secreta sobre América, donde planteó que la República que eran los Estados Unidos había «nacido pigmea», requirió la ayuda de Francia y España para obtener su independencia, pero, añadió, «mañana será un gigante» y «después un coloso irresistible en aquellas regiones». Aproximadamente un siglo después, corroborando tales palabras visionarias, José Martí llamaría a aquella República, ya abultada por compras y robos, «cesárea e invasora».
Sobre la guerra que llevó al nacimiento de los Estados Unidos es necesario añadir algo. Durante mucho tiempo se dijo (yo también lo dije) que tal guerra para separarse de Inglaterra fue una noble hazaña, ejemplo para toda la humanidad. Pero recientes historiadores estadunidenses (encarnaciones de la valiosa y valiente intelectualidad de lo mejor de su país), así como el infaltable Noam Chomsky, han conjeturado que la causa de tal separación fue garantizar que los amos norteamericanos conservaran sus esclavos (a lo que no hace mucho se refirió nadie menos que Trump al pedir, para defender a supremacistas blancos, que se recordara que Wáshington y Jefferson tenían esclavos), pues en la Inglaterra de la época crecían vigorosamente proyectos abolicionistas que de triunfar dañarían obviamente los intereses de los colonos norteamericanos blancos. De hecho, el inicio de la famosa Declaración de independencia (1776),en la que se proclamó enfáticamente que todos los hombres «han sido creados iguales», etcétera, fue contradicho desde el primer momento. A los aborígenes, que ya estaban allí cuando llegaron los europeos, se los exterminó como a alimañas, según habían venido haciendo sus antepasados desde que desembarcaron del Mayflower,y lo que combatió con energía y coraje Helen Hunt Jackson en su libro de 1881 Un siglo de infamia, cuyo subtítulo es Un boceto de los tratos del gobierno de los Estados Unidos con algunas tribus indias,libro muy estimado por Martí, pero del que supongo que nadie se acuerda hoy en los Estados Unidos, aunque me gustaría no tener razón en este punto, así como en otros.
Y a los descendientes de africanos se los mantuvo en el país como esclavos durante casi un siglo, hasta que tras la revolución industrial, que requirió nuevos esclavos que serían los obreros y no esclavos de tipo tradicional, «el leñador de ojos piadosos», como Martí llamó a Lincoln, decretó, en medio de una intensa Guerra Civil, el fin de la esclavitud de los negros. En cuanto a Lincoln, aunque no ignoro que es discutido, me gusta evocar que llevó su nombre la inolvidable Brigada estadunidense que combatió con las armas, precozmente, al nazifascismo en defensa de la agredida República Española, traicionada por los países occidentales «democráticos» de la época, que con excusa de neutralidad se negaron a venderle armas o a auxiliarla en cualquier forma. Ernest Hemingway escribiría, para una revista de izquierda estadunidense, el conmovedor epitafio de aquella Brigada, que traduje al español. Tampoco puedo dejar de recordar que, en acuerdo con la conducta hacia la República Española de aquellos países occidentales «democráticos», los Estados Unidos, en la llamada Segunda Guerra Mundial (es decir, el segundo período de la Gran Guerra), dejaron intocado el régimen de Franco, hermano gemelo de Hitler y Mussolini gracias a quienes ganó la guerra «civil», y en consecuencia tan hostil al comunismo como aquellos (Franco envió la Legión Azul española a combatir junto a los nazis contra la Unión Soviética), y como iban a serlo los propios Estados Unidos, de lo que el macartismo resultó ejemplo mayor, pero no único. No fue el macartismo el que acuñó la expresión «Imperio del mal» para referirse al país que, no obstante sus aspectos negativos, fue el que en medida incomparablemente mayor contribuyó a vencer al nazismo al precio de la muerte de muchos millones de sus hijos e hijas, en contra de lo que está de moda decir, sobre todo en los Estados Unidos. Añado que desde mi niñez (debido a que mis padres fueron fervientes partidarios de los que eran llamados entonces «los leales», como luego lo serían del Partido Ortodoxo al que perteneció Fidel y del Movimiento 26 de Julio) la causa de la República Española me ha sido muy importante, al punto de que en 1949, a mis diecinueve años, por contribuir a boicotear una farsa de poetas españoles franquistas, fui encarcelado junto con otros compañeros, y yo solía proclamar con orgullo que era de los últimos presos en América por defender la República Española, como lo habían hecho entre 1936 y 1939 más de un millar de cubanos y cubanas que fueron a combatir en España, no pocos de los cuales dejaron allí sus huesos.
Volviendo a lo anterior, la condición de los negros sigue siendo deplorable en los Estados Unidos, como tuve el bochorno de contemplar, sobre todo en el Sur, cuando siendo adolescente los visité por primera vez (el macartismo me impidió regresar a ellos durante casi diez años), y como hoy mismo son víctimas preferidas de la policía, y proporcionalmente el mayor conjunto humano de prisioneros en ese país, campeón mundial de las prisiones que a menudo son empresas privadas. Por eso no me extrañó el libro Hitler’s American Model. The United States and the Making of Nazi Race Law (Princeton Universty Press, 2017), de James Q. Whitman, nuevo ejemplo, por cierto, de lo mejor de la intelectualidad del país. Y a propósito de esto último, no puedo sino recordar con admiración y respeto a quienes, como Emerson y Thoreau, se opusieron a la agresión a México; William Dean Howells, William James, Charles Eliot Norton. Ambrose Bierce y otros objetaron la intervención en Cuba en 1898; y los que han defendido y explicado la Revolución Cubana, de C. Wright Mills y Leo Huberman y Paul Sweezy en 1960 hasta nuestros días.
Establecimiento de centenares de bases militares en el mundo entero, invención de hechos falsos que justificarían agresiones, invasiones de todo tipo, autorizadas y sobre todo no autorizadas por la Onu, destrucción de países como Yugoslavia, Iraq y Libia (se recuerdan todavía las carcajadas ante las cámaras de televisión con que Hillary Clinton, no Trump, saludó el asesinato del líder libio Gadafi, y su expresión robada de Julio César: «Llegamos, vencimos y matamos»), asesinatos a mansalva de la CIA (preferentemente de líderes populares: en el caso de Fidel trataron de hacerlo más de seiscientas veces) y con aviones no tripulados, golpes de Estado duros y blandos, cárceles para torturar (como ocurre en la base naval de Guantánamo ilegalmente impuesta en mi país, y en muchos otros países) y numerosas lindezas similares hacen de los actuales Estados Unidos, sin comparación posible, el país más mortífero del planeta.
Para que en nuestro Continente tuviera lugar una verdadera revolución social, como no ocurrió nunca en los Estados Unidos (pues si su guerra de independencia fue una revolución política, se está tentado de llamarla una contrarrevolución social), hubo que esperar a la guerra de lo que fue el Saint Domingue francés, al cual los independentistas del país donde a finales del siglo xviii, por primera vez en la historia, fue abolida la esclavitud de los negros (quienes, por cierto, vencieron a tropas napoleónicas antes que en España y Rusia, lo que no se suele decir) llamaron a raíz de su triunfo, el primero de enero (fecha que iba a sernos familiar) de 1804, Haití, nombre indígena original. Dicho país, castigado de modo implacable por Occidente (en especial por la Francia napoleónica y posnapolénica, pero también por los Estados Unidos, a los que Napoleón les puso esa condición para venderles la Luisiana), le han hecho pagar un precio monstruoso, que ha convertido al pequeño gran país pionero en el más pobre del Continente y uno de los más pobres del mundo.
Recordemos un par de criterios emitidos en el siglo xix sobre la nación nacida de las Trece Colonias por figuras esenciales de nuestra historia. En 1829 Simón Bolívar escribió que «los Estados Unidos […] parecen destinados por la Providencia para plagar la América de miserias a nombre de la libertad». (Retengamos esta última palabra.) Y a finales de ese siglo, Martí, quien radiografió al país como no hizo ni hubiera podido hacer Tocqueville, llamó «imperialistas» a quienes empezaban a serlo. Y, a propósito: todo hace pensar que el cubano fue el primer antimperialista de la historia, lo que sin duda es una de las razones por las cuales, de Fidel en adelante, se lo ha considerado autor intelectual de la Revolución Cubana.
En cuanto a acontecimientos estadunidenses del siglo xix, el ilustre Jefferson, autor de la famosa (y falaz) Declaración, proyectó para su país y alguno de los nuestros, en 1809, lo que llamó con el oxímoron «un imperio para la libertad» (he ahí el destino de la palabra); la Doctrina Monroe, de 1823, fue reivindicada por el actual gobierno del país explicablemente: «América para los [norte]americanos» y «Hacer a América [los Estados Unidos] grande de nuevo» son consignas emparentadas; según denominación aportada por el oscuro John Louis O’Sullivan en 1845, el país iba a regirse desde entonces hasta hoy por la política del Destino Manifiesto(algunos mexicanos, ay, han considerado a Whitman poeta del Destino Manifiesto, porque aprobó la agresión contra México y, añado, más tarde escribió que Cuba debía pertenecer a los Estados Unidos, mientras la agresión contra México, nuevamente ay, fue aprobada también por Marx y Engels); entre 1846 y 1848 ocurrió el robo a mano armada de la mitad de México (ya los Estados Unidos habían engullido Texas en 1837), y en 1898, azuzados por la naciente prensa amarillade William R. Hearst y Joseph Pulitzer (este último ha dado nombre en los Estados Unidos a un destacado premio que de milagro no se llama como el auténtico ciudadano Kane),la intromisión en la que era guerra por la independencia de Cuba para birlarnos (con la excusa de la explosión del acorazado Maine en la bahía de La Habana: «el incidente del Golfo de Tonkín» de la época) tal independencia, por la que habíamos peleado durante treinta años, y convertir al país primero en territorio ocupado militarmente, y a partir de 1902 en su primera neocolonia hasta 1959. (Volveré sobre este punto.)
Ya en el siglo xx, los Estados Unidos consideraron (y siguen considerando) al Caribe su mare nostrum,y lo hicieron víctima de la que con razón ha sido llamada Política del Garrote y las Cañoneras. Al principio de ese siglo, desgajándolo de Colombia para viabilizar su futura construcción del canal, se apoderaron de Panamá («I took Panama!» exclamó cínicamente Teddy Roosevelt), y poco después invadieron México, la República Dominicana (donde depusieron al presidente legal, que era el padre de Pedro Henríquez Ureña, lo que este no olvidó nunca y lo hizo hombre de izquierda), Haití, Nicaragua (en la cual encontraron la heroica resistencia de Sandino, defendido no solo por políticos de izquierda, sino por humanistas del calibre de Gabriela Mistral: Sandino, como se sabe, fue asesinado por el primer Somoza, a quien Franklin Delano Roosevelt reconocería como «hijo de puta», pero añadiendo que era «nuestrohijo de puta», y tras cuya ejecución, deplorándola, Ike Eisenhower llamaría gran amigo de la democracia y en particular de los Estados Unidos), Guatemala (donde una invasión urdida por la CIA, con el acicate de los hermanos Dulles, depondría al gobierno constitucional de Arbenz, cuyo pecado fue proponerse una modesta reforma agraria), Cuba de nuevo (a la que intentaron aplicarle la fórmula guatemalteca que había vivido en carne propia el joven médico argentino Ernesto Guevara, todavía no llamado Che, pero en la nueva ocasión fueron inolvidablemente vencidos en lo que los contrarrevolucionarios y sus amos llaman de Bahía de Cochinos, nombre de una derrota, y el pueblo cubano llama de Playa Girón, nombre de la victoria), otra vez la República Dominicana, a fin de impedir que regresara al gobierno para el cual había sido electo el valioso intelectual Juan Bosch: sin duda esa experiencia lo radicalizó, y lo llevó a escribir su espléndido libro De Cristóbal Colón a Fidel Castro. El Caribe, frontera imperial (1970), de lectura imprescindible para entender, entre otras muchas cosas, desde la Revolución Haitiana hasta su heredera la Revolución Cubana.
Desbordando el Caribe, en la década de los setenta del siglo pasado, cuando ocurrieron en nuestra América tantas cosas horribles, una de las peores, o la peor sin más, fue el sangriento derrocamiento del gobierno chileno de la Unidad Popular encabezado por el gran compañero Salvador Allende, quien, como el guatemalteco Arbenz y el dominicano Bosch, había accedido al poder tras elecciones convencionales. Debido a su audaz meta de arribar al socialismo por vías inéditas, lo que era salvajemente atacado por una prensa cavernaria que tuve el disgusto de leer en el país. y que hoy, desde luego, campea por sus respetos, Allende fue llevado a la muerte en nuestro 11 de septiembre, de 1973. Aún no se ha aclarado el papel de los gobiernos de los Estados Unidos y la Arabia Saudita de entonces en el crimen, otro11 de septiembre, de 2001, de las Torres Gemelas en Nueva York, que sirvió de excusa para terribles agresiones ya programadas, y tal vez no se aclare nunca, como el asesinato de Kennedy, en relación con el cual todo hace pensar que estuvieron involucrados elementos del establishment junto a la mafia y la contrarrevolución anticubana. El espanto chileno fue llevado a cabo siguiendo orientaciones de Richard Nixon (volveré a mencionarlo) y Henry Kissinger (el guerrerista que, para escarnio de quienes se lo otorgaron, recibió el Premio Nobel de la Paz) por la deletérea CIA, con la colaboración de la derecha y militares locales fascistas. Después de lo cual el país fue entregado a los Chicago boys, quienes implantaron allí, sobre incontables asesinatos, torturados y encarcelados, el primer proyecto neoliberal del área, que hay quienes siguen presentando como modelo exitoso. No insistiré, por razones obvias, en las espantosas dictaduras militares del cono Sur americano, como tampoco en el no menos espantoso Plan Cóndor, unas y otro auspiciados por el Imperio.
Las fechorías de los Estados Unidos prosiguieron, y algunas eran, además de asesinas, ridículas, como la invasión con bombos y platillos a la minúscula Granada. Una realidad particularmente grave fue la de Nicaragua, cuya experiencia seguí de cerca (llegué al país por primera vez a menos de un mes de la victoria del Frente Sandinista de Liberación Nacional, y volví a visitarlo incontables veces). Su revolución estaba lejos de ser socialista. Pero ni eso, ni la existencia en el país de partidos y medios de oposición, ni la presencia en cargos importantes del gobierno de socialdemócratas tibios y mil hechos más evitaron que el Imperio hostigara a la revolución que nació tras la derrota militar de otro Somoza, hijo del anterior y también hijo predilecto de Wáshington. Los Estados Unidos le declararon al país una violenta guerra sucia. Para llevarla a cabo, además de hostigarlo y calumniarlo sin cesar, hicieron de la vecina Honduras una base de operaciones para contrarrevolucionarios (era corriente la expresión «la Contra»), se valieron de fondos procedentes de maniobras delincuenciales como el escándalo Irán-Contra, minaron el puerto de Corinto, y cuando Nicaragua llevó al Tribunal Internacional de La Haya este asunto y ganó su reclamación, el gobierno estadunidense no hizo el menor caso a la decisión de aquel Tribunal.
Además quisieron amedrentar al pueblo nicaragüense sobrevolándolo con aviones que hacían un ruido infernal y escuché más de una vez. Pero hay que aceptar que el gobierno sandinista cometió dos errores graves (desoyendo opiniones, que llegué a conocer, de dirigentes de otros países que simpatizaban en lo hondo con el Frente): envió a pelear a muchachos que cumplían el servicio militar obligatorio, no pocos de los cuales se contaron entre los millares de muertos en combate, lo que distanció a sus familiares; y organizó unas elecciones que no podía sino perder: el pueblo nicaragüense no votó en esas elecciones contra el Frente, votó por la paz y el respiro económico que solo podían garantizar los agresores Estados Unidos, triunfantes verdaderos en la contienda.
Al pasar debo mencionar otra invasión estadunidense al área: esta vez a Panamá, con la excusa de encarcelar al presidente de turno, que al parecer había colaborado con la CIA, a cuyo frente estuvo quien a la sazón presidía al país invasor, Bush el viejo. Todavía no se conoce el número de los millares de panameños asesinados durante la nueva agresión, en ejercicio de una sarcástica concepción de los derechos humanos.
Naturalmente, se está más familiarizado con lo ocurrido en la América Latina y el Caribe durante este siglo. A la radicalización del extraordinario Hugo Chávez en Venezuela siguió el establecimiento en otros países latinoamericanos de gobiernos antineoliberales muy esperanzadores, y la creación de organismos supranacionales de notable valor, como la Alianza Bolivariana para los Pueblos de Nuestra América-Tratado de Comercio de los Pueblos (Alba-Tcp) y la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (Celac). Pero en los años inmediatos varios de aquellos gobiernos fueron suplantados, de diversas maneras, por otros anuentes al Imperio que son bien conocidos. A su frente se hallan ejemplos de los que Martí, con su verbo pintoresco, llamara hombres tallados en una rodilla, mientras ¿judicialmente? se encarcela o persigue a exgobernantes antineoliberales, así sean tan inocentes y populares como el gran dirigente brasileño Lula. Una institución en particular lamentable es la Organización de Estados Americanos (Oea), cuya sede está naturalmente en Wáshington, no se sabe quién la llamó por primera vez, con acierto, ministerio de colonias yanquis, y surgió en la estela de las dos conferencias panamericanas celebradas en Wáshington a finales del siglo xix, cuando alboreó el imperialismo estadunidense y Martí las combatió y analizó minuciosa y memorablemente. La tal Oea, que no ha dicho una palabra sobre ninguna de las frecuentes invasiones estadunidenses a países de nuestra América, expulsó a la Cuba revolucionaria de su lenocinio, y está ahora sirviendo al amo yanqui en propósitos como el derrocamiento del gobierno legítimo de Venezuela, para lo cual el Imperio está buscando afanosa y vanamente un Pinochet venezolano, y no ha descartado la agresión militar directa. En el momento en que escribo, se ha dado a conocer que el secretario general de la Oea, el genuflexo uruguayo Luis Almagro, acaba de ser expulsado unánimemente del Frente Amplio, el cual gobierna en su país. Una buena noticia.
Voy a detenerme un momento, como anuncié, en el caso de la Cuba de 1959 en adelante. El primero de enero de ese año ocurrieron aquí dos cosas: el inicio de una profunda transformación política, social y económica a la que se llama Revolución Cubana, la cual asumiría carácter socialista y está a punto de cumplir sesenta años de compleja vida polémica, heroica y creadora, y la obtención de nuestra independencia, la cual, por insuficiente que fuera, había sido conquistada ya por la gran mayoría de los demás países latinoamericanos en el primer cuarto del siglo xix. Con la relativa excepción del de Jimmy Carter, sin duda una persona honrada (como se puso de manifiesto a propósito del canal de Panamá y la conducta patriótica del general Omar Torrijos), todos los gobiernos de los Estados Unidos, graciosamente llamados demócratas y republicanos, desde 1959 hasta hoy han combatido contra Cuba a través de calumnias, campañas de prensa, agresiones múltiples, creación de grupos contrarrevolucionarios y la abierta invasión, hechos que nos han significado millares de muertos y mutilados, guerra bacteriológica, sabotajes, una estación radial y otra de televisión, ambas ilegales, que enfangan el nombre de Martí, un criminal bloqueo comercial, económico y financiero hipócritamente llamado por el Imperio «embargo», que dura bastante más de medio siglo, provoca carencias de medicinas e incontables productos, nos ha costado muchísimos millones de dólares, implica multas gigantescas para entidades extranjeras que han osado mantener transacciones mercantiles con nosotros, y es tan escandaloso que año tras año es rechazado en la Asamblea General de la ONU por todos los países del mundo, con la vergonzosa excepción de los Estados Unidos y su compinche Israel, heredero de los nazis en relación con los palestinos dueños de su tierra. Esa suma de horrores solo se explica porque a los Estados Unidos se les iba de las manos su primera neocolonia, lo cual, a los ojos de muchos pueblos, era un ejemplo fatal para el Imperio. Ello fue sintetizado por el extraordinario pensador brasileño Darcy Ribeiro al escribir: «Ninguna de las dos guerras mundiales, ningún acontecimiento internacional tuvo […] mayor impacto sobre Estados Unidos que la revolución cubana.» Esa es la realidad. Ahora bien: ¿era la única realidad posible?
Quiero recordar el enigmático viaje de Fidel a los Estados Unidos en abril de 1959, a menos de cuatro meses de la victoria el primero de enero, y muchos años antes de ir a la Unión Soviética. ¿Qué se proponía Fidel con ese viaje, que tanta sorpresa causó incluso entre revolucionarios? Muerto él, nunca lo sabremos. En todo caso, quien era entonces presidente de los Estados Unidos, Eisenhower, no lo recibió: prefirió irse a jugar golf, que es también el deporte favorito de Trump. Le correspondió recibirlo a quien era el vicepresidente, Richard Nixon. La historia de este caballero es bien conocida, pero vale la pena evocar algunas de sus virtudes: se inició como inquisidor cuando el macartismo, era llamado en su país Dirty Dick (por algo sería), fue el responsable mayor del crimen chileno y al cabo, tras el incidente de Watergate, sería vergonzosamente defenestrado. No cuesta trabajo imaginar cuál fue la naturaleza del informe que Ricardito el Sucio elaboró a propósito de su encuentro con Fidel. En todo caso, desde hace tiempo es conocido que a partir del propio 1959, cuando la Revolución Cubana ni se había proclamado ni era socialista, los gobernantes estadunidenses la condenaron a muerte, y se conocen también muchas otras cosas, aunque quedan algunas por saber.
Por hechos así es tan útil, tan necesaria una verdadera historia de los Estados Unidos, como la ofrecida por Howard Zinn en A People’s History of the United States: 1492 to Present. Pero debo confesar que cuando, entre 1957 y 1958, fui profesor en la Universidad de Yale, compré un ejemplar usado de la sexta edición (1952) del libro AmericanPolitical and Social History,de Harold Underwood Faulkner, y lo que el autor escribió allí sobre su país y el mío lo consideré bien ajustado a la verdad. Para este otro Faulkner, Cuba prácticamente pertenecía a los Estados Unidos, lo que había sido dicho ya con todas sus letras por Leland Hamilton Jenks en su libro de 1928 Our Cuban Colony. Vale la pena recordar que antes de que en 1902 los Estados Unidos inauguraran con el caso de Cuba su proyecto neocolonial, habían considerado otras variantes, como la condición cruda de colonia, que es la que hasta hoy impusieron a la hermana Puerto Rico, la anexión, como hicieron con Hawai, o el establecimiento de un imperio de tipo tradicional a la manera del británico, según estaba implícito en la obra en dos vastos tomos implacablemente racistas Our Islands and their Peoplesas Seen with Camera and Pencil (introducida por el mayor general Joseph Wheeler), que apareció en 1899, a solo un año del atroz 1898, cuyo conocimiento debo a John Beverley y está ahora en la Biblioteca de la Casa de las Américas.
Para los pueblos de la América Latina y el Caribe, que han hecho suya la queja de origen mexicano según la cual estamos tan lejos de Dios –lo que no comparte la Teología de la Liberación– y tan cerca de los Estados Unidos, esa cercanía es fuente de enormes desgracias. Si bien en la segunda mitad del siglo XX la inexistencia de tal vecindad no impidió la bárbara agresión estadunidense a Vietnam, el cual ya había derrotado tropas de la humillada Francia colonialista como, para gloria de la humanidad, derrotaría también a tropas de los humillados Estados Unidos colonialistas. No es posible olvidar que se llegó al extremo de que un político yanqui que tenía mi nombre propusiera que se bombardease al país asiático hasta hacerlo regresar a la edad de piedra, lo que, en carta famosa que me enviara, escandalizó a Julio Cortázar y contribuyó a radicalizarlo. Pero los integrantes más sanos del pueblo estadunidense, y señaladamente no pocos de sus intelectuales y estudiantes, rechazaron abierta y valientemente aquella guerra. En gentes así pensaba Martí cuando habló de la patria de Lincoln que amamos, como ciertamente la amo yo. Permítanme añadir que tuve la ocasión de conocer de cerca aquella guerra atroz, porque en 1970 estuve en Vietnam colaborando en la realización de un filme sobre tal guerra. Allí, además, escribí, mientras escuchaba bombardeos y cañoneos, mi poemario Cuaderno paralelo.
Debo mencionar los casos singulares de dos países no americanos. Uno es Rusia, que tras el caos que crearon Gorbachov por un lado y Yeltsin por otro, así como la sorprendente inacción de los pretensos revolucionarios en el que fuera integrante mayor de la hoy disuelta Unión Soviética, logró estabilizarse como país capitalista, pero fuera de la órbita de los Estados Unidos, que lo han hostigado insistentemente hasta hoy; y el otro es China, la cual sigue proclamándose socialista, en una evolución espectacular se ha convertido en la segunda economía del mundo, y también es hostigada por los Estados Unidos. Rusia y China estrecharían cada vez más vínculos entre sí, y han establecido relaciones, sobre todo comerciales, con países de la América Latina y el Caribe, para desolación de Wáshington.
En vez de apoyarse en obras endebles, cuando no además plagiarias, de voceros letrados o semiletrados del establishmentcomo Allan Bloom, Francis Fukuyama o Samuel Huntington, o dar por buenas calumnias como la existencia de racismo institucional en Cuba, calumnias propaladas astutamente desde uno de los países más racistas de la Tierra, es aconsejable leer a autores como, por ejemplo, Eric Hobsbawm, marxista heterodoxo: lo que, paradójicamente, también fueron los propios Marx, quien confesó no ser marxista, y Engels. Pienso, por ejemplo, en dos obras suyas de 1994: el libro Age of Extremes. The Short Twentieth Century 1914-1991 y el ensayo «Barbarism: A User’s Guide» (New Left Review, 206). Me limitaré a citar algo sobre lo que anuncia el título del ensayo: la barbarie. Para Hobsbawn (quien, curiosamente, no tomó en consideración a las colonias, paraíso eterno de la barbarie, como observó Marx en uno de sus textos sobre la India que a diferencia de otros se menciona poco), la barbarie empezó a regresar con lo que consideró el inicio en 1914 del siglo xx, la llamada Primera Guerra Mundial: la cual, entre paréntesis, fue el primer período de una Guerra Mundial que conocería un segundo período y no es seguro que haya terminado, como ocurrió con la llamada Guerra de los Cien Años, que tuvo varios períodos, y por cierto duró más tiempo. Según Hobsbawn, «la barbarie ha ido en aumento durante la mayor parte del siglo xx, y no hay ninguna señal de que este aumento haya terminado». La observación es completamente válida avanzado el siglo xxi.
Aunque apenas citada por Hobsbawm (solo en el ensayo, al pasar y dentro de un conjunto), se impone recordar a la gran Rosa Luxemburgo, a sus temibles palabras según las cuales si el capitalismo no era sucedido por el socialismo, lo sería por la barbarie. Significativamente, para Hobsbawn, lo que llamó «el corto siglo xx» concluyó en 1991 con la implosión de la que había sido la Unión Soviética. Es decir, con el fracaso completo en Europa de lo que se había presentado como el socialismo real.
¿Cuál es el presente político de la humanidad? Al país más poderoso que nunca haya existido, los Estados Unidos, lo desgobierna, junto con un equipo de similar calaña (formado en gran parte por generales guerreristas y por multimillonarios como el propio presidente), un ser racista, xenófobo, sexista, mendaz, profascista, a quien he llamado «Calígula atómico», mientras el politólogo mexicano John Saxe Fernández ha hablado del «nacional trumpismo». Las cosas no son mejores en un número creciente de países europeos, y quien por supuesto es gran admirador de Trump, el también fascista Jair Bolsonaro, no esperó a tomar posesión como presidente de Brasil para recibir instrucciones de nadie menos que John Bolton, a quien puede ocurrírsele cualquier cosa siempre que sea negativa o, mejor aún, espantosa.
Tiempos malos para todos los pueblos, no solo para algunos. Imaginemos lo que habría ocurrido si Hitler hubiera tenido armas atómicas. Pues bien: Trump las tiene. ¿Qué destino es dable esperar, para un mundo sumido de modo creciente en la barbarie, de quienes, mientras consideran inferiores a etnias que no son la suya y como tales las tratan (así habían actuado los nazis), niegan cosas tan obvias y tan peligrosas para todos, incluso desde luego para los Estados Unidos, como el calentamiento global?
Concluyo con esa pregunta, y a pesar de la respuesta que al parecer se impone, volvamos a confiar en la Esperanza, que según Hesíodo fue la única que quedó en el vaso, detenida en los bordes, cuando todas las demás criaturas habían salido de él. En otros tiempos convulsos, tanto Romain Rolland como Antonio Gramsci mencionaron el escepticismo de la inteligencia, al que propusieron oponer el optimismo de la voluntad. Hace años conjeturé añadir a este último la confianza en la imaginación, esa fuerza esencialmente poética: la historia, dijo Marx, tiene más imaginación que nosotros. Atendamos a criterios de esa naturaleza, y tengamos en cuenta hechos concretos que mucho entusiasman, como el reciente triunfo electoral, en país tan importante como México, de Andrés Manuel López Obrador. Que una vez más avance, así sea en la sombra, lo que Marx llamó el viejo topo de la historia, y en algún sitio que quizá ahora no podemos prever está al salir a la luz.
La Habana, 21 de diciembre de 2018.
Año 60 de la Revolución
Fuente Segunda Cita
Tomado de Cubadebate