A medida que ha evolucionado la globalización neoliberal en las últimas décadas, la industria de medios de comunicación se ha afianzado como un poder global tan preponderante (y a veces superior en su capacidad de influencia) como los Estados-nación.

Esta industria ya no actúa como un intermediario o interlocutor entre las distintas tendencias y fuerzas sociales que hacen vida en una sociedad determinada. Ni siquiera lo hace a nombre de los partidos políticos o instituciones clásicas de la democracia representativa contemporánea.

«Su poder, ahora mismo, reside en su capacidad para influir en el poder: el poder de los gobiernos, jueces y legisladores; el poder de la política; el poder de decisión de los ciudadanos», resalta un artículo de Estefanía Avella y Omar Rincón en la revista Nueva Sociedad.

Ya en el siglo XVIII, los medios de comunicación eran catalogados como el «Cuarto Estado», por su influencia cada vez más decisiva en los asuntos de gobierno en cierta condición de horizontalidad con los poderes clásicos de la democracia moderna: el poder legislativo, ejecutivo y judicial.

Tres siglos después, esta descripción adquiere un mayor grado de realismo, toda vez que los medios de comunicación pasan a ser un factor central en tiempos electorales y en la definición de las inclinaciones políticas y culturales de la sociedad global.

La industria de medios, de igual forma, no escapa de la concentración y centralización que actualmente vive el sistema capitalista como tendencia general.

Según el brazo comunicacional del Foro Económico de Davos, sólo nueve corporaciones privadas (en su mayoría estadounidenses) controlan el panorama de medios globales televisivos y digitales. Entre las corporaciones más resaltantes se encuentran News Corporation, Time Warner, Disney, Comcast, entre otras, que han copado casi a totalidad el tablero mediático.

La conclusión política de este fenómeno es tan obvia como preocupante: la capacidad de influencia del cartel mediático estadounidense es parcialmente incontenible por parte de las instituciones clásicas del Estado-nación y de la democracia contemporánea, logrando un enorme poder de penetración sobre las expectativas, inclinaciones políticas, gustos y comportamientos culturales de la sociedad global en su conjunto.

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Pero sin lugar a dudas estamos en una nueva etapa de este fenómeno de mediatización de la vida política y social en general. Se le conoce como Big Data.

«Google es más poderoso de lo que la Iglesia nunca fue», sentenció Julian Assange en alguna oportunidad. Quien hoy está sufriendo diversas torturas por las razones que todos sabemos, ampliaba esa hipótesis afirmando:

«¿Por qué es más poderoso (refiriéndose a Google)? Porque antaño no era tan fácil que el centro controlase a la periferia, puesto que en la Iglesia existía el Vaticano, pero también representantes locales. En Google todo está mediado por el centro de control, como si solo el Vaticano existiese, como si cada persona tuviese contacto directo con un solo confesionario».

Las transformaciones científicas y tecnológicas en tiempos recientes que ha experimentado el capitalismo global, han hecho de la información un escenario de batalla estratégico donde se disputan desde intereses políticos locales, hasta grandes tendencias del tablero geopolítico actual.

Allí es donde entra el Big Data, la última gran tecnología de procesamiento de datos informáticos que está cambiando notablemente no sólo las capacidades para influir en el comportamiento político, sino en la filosofía (y aplicación) de la guerra moderna.

En una entrevista realizada por el medio The Clinic al experto en Big Data, Martín Hilbert, éste comentó sobre el uso de esta herramienta por parte de Donald Trump, a partir de la infraestructura de Facebook, Google y otras compañías.

Hilbert afirmó:

«Claro, esos son los datos que Trump usó. Teniendo entre 100 y 250 likes tuyos en Facebook, se puede predecir tu orientación sexual, tu origen étnico, tus opiniones religiosas y políticas, tu nivel de inteligencia y de felicidad, si usas drogas, si tus papás son separados o no. Con 150 likes, los algoritmos pueden predecir el resultado de tu test de personalidad mejor que tu pareja. Y con 250 likes, mejor que tú mismo. Este estudio lo hizo Kosinski en Cambridge, luego un empresario que tomó esto creó Cambridge Analytica y Trump contrató a Cambridge Analytica para la elección».

Hillbert complementó argumentando que

«usaron esa base de datos y esa metodología para crear los perfiles de cada ciudadano que puede votar. Casi 250 millones de perfiles. Obama, que también manipuló mucho a la ciudadanía, en 2012 tenía 16 millones de perfiles, pero acá estaban todos. En promedio, tú tienes unos 5000 puntos de datos de cada estadounidense. Una vez que clasificaron a cada individuo según esos datos, lo empezaron a atacar. Por ejemplo, en el tercer debate con Clinton, Trump planteó un argumento, ya no recuerdo sobre qué asunto. La cosa es que los algoritmos crearon 175 mil versiones de este mensaje –con variaciones en el color, en la imagen, en el subtítulo, en la explicación, etc.– y lo mandaron de manera personalizada».

Por último, el experto comentó:

«Por ejemplo, si Trump dice estoy por el derecho a tener armas, algunos reciben esa frase con la imagen de un criminal que entra a una casa, porque es gente más miedosa, y otros que son más patriotas la reciben con la imagen de un tipo que va a cazar con su hijo. Es la misma frase de Trump y ahí tienes dos versiones, pero aquí crearon 175 mil. Claro, te lavan el cerebro. No tiene nada que ver con democracia (…) te dicen exactamente lo que quieres escuchar».

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Por otro lado, esta tecnología también está cambiando las estructuras de la guerra moderna y su aplicación en el terreno. Como dato material tenemos el lanzamiento del proyecto Jedi (2018), con el cual el Ejército de los Estados Unidos plantea una nueva etapa de «guerra algorítmica».

Este tipo de guerra consistiría en una sinergia entre datos informáticos en zonas de conflicto, inteligencia artificial militarizada y uso de drones y otros armamentos a distancia, para identificar objetivos y mejorar las operaciones terrestres y aéreas en países denominados «hostiles» a los intereses geoestratégicos de los Estados Unidos.

En política, Dejar estos espacios vacíos es un error estratégico

El uso de la tecnología de datos abre paso a nuevos métodos de guerra y combate militar, donde la superioridad en el manejo de la información y el procesamiento de la misma puede cambiar los equilibrios de poder en la guerra del futuro.

Contrario a los parámetros clásicos de la guerra moderna, los combates del siglo XXI sustituyen los enfrentamientos abiertos por los ataques quirúrgicos, la ventaja técnica del armamento por el manejo informativo de la situación, y los bombardeos a gran escala por la guerra cibernética o digital que pueda socavar la estabilidad y el apresto del Estado víctima.

El uso de la tecnología de datos ha logrado separar, como en ninguna otra etapa de la historia humana, las fronteras entre espionaje, política y guerra. Sobre ello el ex funcionario de la CIA y la NSA, Edward Snowden, afirmó que el gobierno de los Estados Unidos tiende a secuestrar y militarizar las innovaciones en el ámbito de las telecomunicaciones, aprovechándose del deseo humano natural de comunicarse y explotándolo para conseguir poder ilimitado.

Concretamente, Snowden afirmó: «Tomaron nuestra capacidad nuclear y la transformaron en el arma más horrible que el mundo había presenciado», argumentando que en el siglo XXI se está observando la misma tendencia, pero con las ciencias de la computación: «Su alcance es ilimitado… ¡pero las medidas de su salvaguardia no! (…) Es a través del uso de nuevas plataformas y algoritmos (…) que pueden cambiar nuestro comportamiento. En algunos casos, son capaces de predecir nuestras decisiones, y también pueden empujarlas hacia diferentes resultados», declaró Snowden.

También afirmó que «tienen cientos y cientos de páginas de jerga legal que no estamos calificados para leer y evaluar y, sin embargo, se consideran vinculantes para nosotros. Y ahora estas instituciones, que son tanto comerciales como gubernamentales, (…) lo han estructurado y afianzado hasta convertirlo en el medio de control social más efectivo en la historia de nuestra especie».

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La relación entre los gigantes tecnológicos de Google, Facebook y Amazon con el gobierno de los Estados Unidos es simbiótica desde sus orígenes. Las sanciones recientes contra la empresa de telecomunicaciones china Huawei, y el acompañamiento a la retórica antirrusa luego de las elecciones de 2016, en las que resultó electo Donald Trump, así lo confirman.

Estas corporaciones tecnológicas concentradas forman parte del poder geopolítico estadounidense y están siendo empleadas para sostener la hegemonía (en etapa de crisis frente al ascenso de China y Rusia) del Imperio estadounidense.

Las consecuencias materiales del poder de estas corporaciones no sólo concluye en las labores de espionaje e inteligencia abusiva de la privacidad de los propios ciudadanos estadounidenses, bajo la narrativa de mejorar la «lucha contra el terrorismo». Va mucho más allá.

En términos geopolíticos, este poder tecnológico se ha instrumentado para bloquear, en el marco de una ofensiva global de censura, el funcionamiento de medios alternativos, propiedad de «Estados rivales» como Rusia e Irán.

Recientemente, las plataformas de Facebook y Youtube censuraron a la estatal rusa Russia Today y las iraníes Press TV e Hispan TV, con el objetivo de reducir su audiencia y contrarrestar las narrativas anti-hegemónicas que han venido surgiendo en los últimos años desde centros geopolíticos enfrentados a Washington.

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Pero en lo que corresponde a operaciones políticas e informativas en tiempos electorales, estas grandes empresas también están transformando las herramientas de influencia, captación de votantes y penetración en el electorado, a los fines de solidificar determinadas inclinaciones políticas.

El caso más resaltante y actual de este nuevo fenómeno fue el uso de WhatsApp en la elección presidencial brasileña de 2018, que culminó con la victoria del derechista Jair Bolsonaro.

El signo de esta elección fue la desinformación, por un lado, y el uso del WhatsApp como una notable herramienta para remodelar el comportamiento político y electoral de la sociedad brasileña, por otro.

El medio The Conversation relató cómo funcionó la estrategia: «Usando WhatsApp, un servicio de mensajería propiedad de Facebook, los partidarios de Bolsonaro entregaron una avalancha de desinformación diaria directamente a los teléfonos de millones de brasileños».

Esto fue desarrollado a tal punto que «incluían fotos ilustradas que retrataban a miembros del Partido de los Trabajadores que celebraban con el comunista Fidel Castro después de la Revolución Cubana, clips de audio manipulados para tergiversar las políticas de Haddad y verificaciones falsas que desacreditaban las auténticas noticias».

«La estrategia de desinformación fue efectiva porque WhatsApp es una herramienta de comunicación esencial en Brasil, utilizada por 120 millones de sus 210 millones de ciudadanos. Dado que los mensajes de texto de WhatsApp son reenviados y reenviados por amigos y familiares, la información parece más creíble», apuntó el medio.

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Sin embargo, el uso de estas nuevas estrategias no deben verse como hechos aislados. Corresponden al portafolio de operaciones políticas y de propaganda de nuevo tipo de la mediatizada derecha alternativa, capitaneada por el ex asesor de Donald Trump, Steve Bannon.

Un artículo del británico The Guardian sobre las estrategias de Bannon, recalcó el uso de plataformas de Big Data como Cambridge Analytica para mejorar la penetración de determinadas ofertas electorales, el empleo de la desinformación para abrumar al adversario y la instrumentación de políticas de identidades audaces, acompañadas de un discurso polémico, disruptivo y de impugnación al orden.

A escala política, son diversas las lecciones que deben extraerse de estos nuevos fenómenos sociales y el uso político que las fuerzas de extrema derecha le han dado en época reciente.

Los canales de comunicación han abandonado los espacios tradicionales (televisión, radio, prensa, etc.) para abrir paso a nuevas tecnologías que ahora se introducen en el consumo masivo de jóvenes.

Siendo así, la estrategia para una comunicación nacional-popular, de orientación crítica y movilizadora, debe hacer un uso creativo de estas herramientas para contrarrestar el vaciamiento político que se propone desde la derecha.

La desconfianza en los medios tradicionales debe asumirse como una realidad. Y ante eso, es prioritario buscar en las nuevas tendencias culturales de la juventud, en sus exigencias y aspiraciones colectivas, los insumos para disputar el sentido común y los contenidos socioculturales e informativos que le dan forma.

Dejar estos espacios vacíos es un error estratégico.

Fuente: Misión Verdad

Por REDH-Cuba

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