A la nación cubana le será muy difícil deshacerse del signo perenne —maldición tal vez—, del llamado fatalismo geográfico. La historia del archipiélago es indefectiblemente la de la independencia frente a la anexión o el sometimiento.

Sin nada que apelar frente a tan dura certeza, la gran pregunta que nos queda por delante es cómo levantar un país, además de libre, próspero —como nos hemos prometido la mayoría en reciente consenso popular—, frente a las malsanas acrobacias políticas de los gobiernos de Estados Unidos.

Ya he dicho otras veces que del apogeo de ambos opuestos nació el contorno nacional de este conjunto de islas, ahora sacrílegas, llamada Cuba socialista.

La bandera que hoy ondea solitaria y digna estuvo extrañamente en su primer momento en manos anexionistas; asumió su actual simbología tras ríos de sangre de quienes abrazaron luego con ardor la independencia. La idea de unir su estrella a la de los estados de la Unión fue bastante acunada en Norteamérica; y no faltaron los “criollos” de conciencia plattista que la mecieron con delirio.

Algo como eso recordábamos mientras el mundo rezumaba esperanzas por todos sus poros con la elección y las proyecciones del primer presidente afroamericano en la historia de Estados Unidos.

Obama, quién lo duda, encarnó el renacer de una ilusión, aunque encabezara un imperio que reproducía un ancestral espíritu; de esos a los que no alcanzan para exorcizarlos, —ya está demostrado—, ni los ocultos poderes de todos los dioses afro.

De la herencia no escapó ni ese entonces joven y carismático Mesías de lo que entonces se creía podría ser una nueva “era americana”. “Dios bendiga a Estados Unidos”, se le escuchaba repetir, con la misma apropiación mesiánica de sus antecesores. Y a quien le atendía se le escapaba un suspiro de reproche: ¿Acaso el resto del mundo no merece las misericordiosas bendiciones del “Señor”? ¿Cuándo y quién unció este nuevo “elegido”?

No por casualidad un reconocido académico mexicano, que analizaba los pronunciamientos que desde Cuba y Estados Unidos ocurrían en los días de la llamada diplomacia blanda con sus acercamientos incluidos, señalaba el peligro de dejarse llevar por la aparente inocencia de los discursos que invitaban a “borrón y cuenta nueva”; la invitación más notoria de Obama en su discurso en el Gran Teatro de La Habana Alicia Alonso.

La vulgaridad y ramplonería política de Donald Trump vinieron a tiempo para recordarnos los graves peligros de la desmemoria en una nación como la nuestra, e incluso algo más pecaminoso para los sueños libertarios nacionales: albergar la esperanza de que podemos concebir un proyecto de desarrollo y de país contando con una política norteamericana de “buen vecino”.

Como recalqué también en otro momento, el antimperialismo no fue en Cuba una “depravada vocación” de copias estalinistas de última generación. Muchos años antes de que asumiéramos estas tonalidades “rojas”, el dilema de Cuba frente a Estados Unidos ocupó a todos los grandes hombres que delinearon los contornos de la nación, desde José Antonio Saco hasta Fidel Castro Ruz.

Al final del siglo decimonónico sería José Martí el encargado de resumir el añejo y esencial dilema en postrera misiva, bastante conocida, a su amigo Manuel Mercado. Un prestigioso profesor de Historia de la Universidad de Oriente no aceptaba en mis años de estudio la extendida denominación de “diferendo histórico” para nombrar el conflicto entre Estados Unidos y Cuba.

Sería como aceptar —apuntaba— el significado que a ello le da el diccionario: diferencia, desacuerdo, discrepancia; cuando en realidad los cubanos no tenemos responsabilidad en lo que no ha sido otra cosa que el “empecinamiento histórico” de la derecha extremista norteamericana de apoderarse o manejar la Isla.

Aquel profe agregaba que aceptar la idea del diferendo sería justificar que el conflicto nació después del triunfo revolucionario del Primero de Enero y tras la elección del camino socialista, cuando en verdad viene desde los albores mismos de nuestros conceptos de Patria.

La apreciación puede recordarse cada vez que se leen declaraciones de personalidades estadounidenses abanderados de otro enfoque de la política en relación con Cuba, como fue tan común en la denominada “era Obama”. El punto más lejano al que se arriesgaron fue al de afirmar que ello era necesario porque las políticas anticubanas anteriores, basadas en el garrote, habían fracasado. Y el “fracaso” al que se referían no era otro que el de la “terca” existencia de la Revolución Cubana.

A estas alturas del juego, haciendo un paralelo con nuestro afán beisbolero, podemos tener la certeza de que el viejo “empecinamiento” imperial no transmuta, lo que se transforma es el modo de alcanzarlo. Esa es la triste razón por la que ahora vemos navegar, aunque sin barcos hacia Cuba, la nueva era de apretón de tuercas imperial.

La era de las “trumpadas” debería servirnos de espuela para aguijonear como nunca antes después de 1959 el proyecto de desarrollo nacional, ese que tenemos que levantar sin remedio bajo la sombra de los vaivenes del carácter del tío Sam. Hasta que algún día, quién sabe de qué tiempo, podamos, como tanto reclama el General de Ejército Raúl Castro Ruz, Primer Secretario del Comité Central del Partido, convivir civilizadamente a pesar de nuestras diferencias.

(Tomado de Juventud Rebelde)

Por REDH-Cuba

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