Sabíamos que afrontaba con estoicismo las vicisitudes de una enfermedad irreversible. La noticia de su muerte, el 24 de abril de 1980, me estremeció. Pocas semanas antes, en ocasión de un viaje a París, había estado en su casa. Conversamos a la hora de la cena. Su voz era casi inaudible. Me preguntó si deseaba dar una vuelta por algún sitio de la ciudad. Sugerí la Place des Vosges, conjunto monumental representativo de la arquitectura francesa del siglo XVII. En el camino iba evocando recuerdos del pasado, anécdotas compartidas con mi padre en la época de la expansión surrealista.

En cumplimiento de su tarea de hombre, Alejo Carpentier se derrumbó al término de una de sus intensas jornadas de trabajo desde la hora matinal dedicada a la escritura, la atención a sus responsabilidades diplomáticas y una animada  tertulia con los poetas Fina García Marruz y Cintio Vitier. Cuando se disponía al reposo, llegó el descanso final. Permanecía sobre la mesa un manojo de cuartillas, esbozo inicial de una novela inspirada en Pablo Lafargue, el cubano, hijo de todos los mestizajes, yerno de Carlos Marx.

Reconocido como precursor de la nueva narrativa latinoamericana y renovador de la novela histórica, primer escritor de este lado del Atlántico en obtener el Premio Cervantes, la obra de Carpentier se sigue difundiendo en el mundo y las traducciones se multiplican en los lugares más remotos. A pesar de los abundantes estudios académicos, mucho queda por decir. El arte verdadero se caracteriza por atravesar las contingencias epocales y abrirse a perspectivas de lecturas renovadas a partir de los conflictos de la contemporaneidad. Mucho se ha hablado acerca de su visión de lo real maravilloso y del barroco, integrados ambos al permanente proceso de redescubrimiento de nuestra América, pero las interrogantes planteadas en sus textos tienen alcance universal.

Nadie puede seleccionar el sitio donde despierta a la vida. Podemos, en cambio, escoger nuestra patria de elección, ese lugar físico y memorioso, portador de historia, de cultura, al cual atamos, con entera libertad, nuestro destino, nuestro sentido de la vida y nuestra voluntad de hacer.

De madre rusa y padre francés, Carpentier había nacido en Lausana, Suiza. Con expectativa de éxito económico, la familia emigró a Cuba en los inicios de la República neocolonial. Aquejado de violentos accesos de asma, el futuro escritor creció en una zona rural de la periferia de La Habana. Conoció el ambiente campesino y descubrió la feracidad de la naturaleza tropical. La enfermedad lo distanció de la asistencia regular a la escuela. Se hizo autodidacta, lector voraz y apasionado estudioso de la música, su otra vocación.

La vida le impondría pronto otros desafíos. Abandonado por el padre, quedó junto a su madre en total desamparo. Apenas adolescente, sin profesión reconocida, tuvo que buscar modo de procurar el sustento. Logró una magra retribución en el diario La Discusión, situado en la Plaza de la Catedral. Tarde en la noche, concluida la jornada laboral, regresaba a la casa a través de las calles de la ciudad vieja. Empezó a descifrar las claves de La Habana colonial y se convirtió para siempre en caminador incansable. Estaba archivando imágenes. Con el oído musical pegado a la tierra, registraba sonidos. El periodismo lo acercó a los escritores y artistas de su generación. Junto con los compositores Alejandro García Caturla y Amadeo Roldán descubrió los valores de los ritmos llegados de África y exploró la mitología que los acompañaba. Coincidiendo con el camino que iba abriendo Fernando Ortiz, promovieron en debate público y mediante la realización de sus obras, una relectura de la cultura cubana. En ella, con visión descolonizadora, la contribución africana ocupaba el lugar merecido. Integrante del inquieto Grupo Minorista, firmante de manifiestos solidarios con América Latina, fue involucrado en la llamada «causa comunista» y encarcelado por Gerardo Machado. Para evitar la deportación, con la complicidad de Emilio Roig, un acta notarial legalizaba su supuesto nacimiento en La Habana. El documento formal reconocía una verdad más profunda. En el intenso hurgar en las zonas más secretas de la Isla y en su acción en favor del desarrollo de la cultura nacional, había encontrado su definitiva patria de elección.

Hablante natural del francés en el ambiente hogareño, también asumió el español como su lengua. Lector atento de la creación producida en la península, devoto de Cervantes, de Lope de Vega, de Calderón de la Barca, de Quevedo y de la novela picaresca, sensible a las cadencias, los giros y el léxico de nuestra América, exaltó reiteradamente las virtudes de un idioma dotado de un extenso vocabulario y de una flexibilidad sintáctica abiertos a multiplicidad de matices que proporcionan al escritor una extraordinaria libertad expresiva. Su obra contribuyó a acrecentar ese tesoro que, en las cercanías del Día del Idioma, tenemos que preservar mediante la implementación de una adecuada política lingüística.

Instalado en Caracas, Carpentier había obtenido, al cabo de años de penurias, las condiciones requeridas para el buen vivir y el tiempo disponible para fraguar su trabajo literario. En el triunfo de la Revolución Cubana descubrió un nuevo amanecer para sus sueños de otrora. Quemó las naves. Se dispuso a hacer lo suyo en la común tarea transformadora. Compartió riesgos y vicisitudes. No reclamó honores y privilegios. A través de Fidel, entregó a su pueblo los beneficios del Premio Cervantes, porque su patria de elección, enhiesta como ceiba de raíces poderosas, afrontaba todos los huracanes en pos de la emancipación humana.

Por REDH-Cuba

Shares