Lenin fue un dirigente comunista. Fundó el primer partido que se dio ese nombre en el siglo XX, por cierto, después de la victoria de la insurrección de noviembre de 1917 que ese partido condujo hacia la victoria, con su guía y la de L. D. Trotsky. Fue el jefe del primer gobierno soviético ―desde el 8 de noviembre de 1917―, y de los que lo sucedieron, hasta su muerte el 21 de enero de 1924, formalmente, porque había previsto el funcionamiento del gobierno sin su presencia, antes de quedar definitivamente incapacitado el 6 de marzo de 1923. Fue un teórico marxista ―se definió como discípulo de Marx y Engels― que abordó la doctrina sin apego a dogmas políticos centrales de esa corriente en la época anterior a la Primera Guerra Mundial: la obligatoriedad de un desarrollo capitalista avanzado como premisa de la revolución socialista y su corolario, la obligatoriedad de un tránsito al comunismo de manera simultánea en los países más desarrollados. Al mismo tiempo, desarrolló esta visión antidogmática sin desconocer las mencionadas premisas. Promovió el internacionalismo más consecuente en medio de la ola chovinista que se desató en vísperas de la guerra, que contagió a la mayoría del movimiento socialista, con la excepción de los bolcheviques y pequeños grupos afines en otros países. Hacia el final de su vida recuperó aquellas premisas de manera harto creativa, y tanto, que su reencuentro último con los postulados políticos “clásicos” del marxismo es todavía una indagación pendiente.

Vladímir Ilich Lenin. Fotos: Internet

Como el marxismo ―con todas las prevenciones que puede despertar el término, según el mismo Marx― no es solamente una ciencia política, especialmente para Lenin, este incursionó también en las cuestiones filosóficas de la doctrina. Fue uno de los pocos que comprendió cabalmente la naturaleza esencial de la llamada “crisis de la física” a principios del siglo XX, cuando las investigaciones más avanzadas dieron cuenta de la divisibilidad del átomo. Su visión, como la de otros pensadores de la época, acerca de la evidencia científica de la inagotabilidad de la materia, es fundamental para la comprensión de las concepciones filosóficas materialistas, de las complejas relaciones entre la materia y la conciencia ―mencionó que la primacía de la primera respecto de la segunda “solo puede establecerse en términos absolutos en los marcos de la cuestión fundamental de la filosofía” ―, e impactó investigaciones posteriores de la física y la química.

Es importante subrayar lo que Lenin y su legado no son. Rendir homenaje a su ¿Qué hacer? siempre será pertinente por cómo ese folleto ilustra la necesidad de formación de una vanguardia en una relación creadora y para nada paternalista con la masa militante. Pero mirar a Lenin desde el presente significa también trascender, como él mismo lo hizo, ese hito inicial de preparación del combate revolucionario, por supuesto, sin menospreciarlo y sin olvidar que la educación, una vez la Revolución esté en el poder, es esencial, más que para la vanguardia, para la masa.

La idea de la organización revolucionaria con rostro y sustancia de secta, que se forma en la clandestinidad más absoluta, se debe al líder, más que a nada o nadie, que conspira todo el tiempo para tomar y preservar por vías violentas el poder, esa idea, que los apologetas del capitalismo venden hace más de un siglo, fundamentándola precisamente en el ¿Qué hacer?, tiene su correlato ―y hasta su sustento― en la falacia que el marxismo dogmático promovió acerca de la inevitabilidad divina del tránsito al socialismo, como si este no fuera una obra de hombres y mujeres concretos, de una voluntad popular consciente. El dogma hace de la Revolución de Octubre, de la Unión Soviética y del mismo Partido Comunista, meros instrumentos de una voluntad que parece originada por la predestinación, desde el primer trazo de Marx.

¿Qué hacer?, una de sus más relevantes obras.

Lenin estaba convencido de la necesidad del tránsito revolucionario al socialismo, incluso contra la opinión de la mayoría de sus compañeros de partido de antes de la guerra y de la mayoría de los partidos de la II Internacional, que votaron con sus Gobiernos por lanzarse a la conflagración de 1914. Pero la Revolución de Octubre no es el derrotero de una fuerza política clarividente que, gracias a sus habilidades conspirativas, conduce a un pueblo al socialismo. Es un movimiento popular, gestado durante décadas y bullente por varios meses ―de febrero a octubre de 1917―, contra la guerra y sus consecuencias fatales para la economía y la sociedad, contra los rezagos feudales y la autocracia, que desatan una crisis nacional ―multinacional puede decirse tratándose de Rusia― sin precedentes. Los bolcheviques resultan ser la fuerza que, junto a otras que se les suman y los acompañan en el gobierno hasta avanzado 1918, logra conducir, desde organizaciones de poder popular que abarcan a la inmensa mayoría de la población ―los soviets en primer término― a la masa militante a la solución de la crisis. Y durante buen tiempo, primero porque se trataba de resolver la crisis y después por el estallido de una guerra civil de varios años (1918-1922), eso no es todavía un rumbo socialista, con independencia de que el programa del Partido así lo sostuviera en perspectiva.

El comunismo de guerra es un imperativo. La visión programática del bolchevismo le da nombre y sentido, pero no es una alternativa, como Lenin dejó claro antes de la guerra civil, en la primavera de 1918 (Las tareas inmediatas del poder soviético). El Partido, que junto a los soviets y otras organizaciones se debate en términos muy concretos sobre cómo salir de la crisis que resulta de dos guerras que han devastado al país ―aislado y bloqueado― durante ocho años, acuerda con una rara unanimidad transitar hacia la economía de mercado, preservando la propiedad y conducción estatal, mediante un plan, de los sectores decisivos de la economía. Y ese tránsito, Lenin lo sintetiza y propone poco después como la línea magistral de convivencia (la palabra rusa para calificarla es intraducible y podría expresarse como convivencia en la que ambas partes son muy activas) con el pequeño productor. La cooperativización voluntaria de la pequeña actividad privada se concibe, a largo plazo y junto a una labor educativa de gran escala y profundidad en circunstancias de la más amplia participación popular en las decisiones y la vida política, como el camino al socialismo. El legado de Lenin no es, entonces, el de la estatización o socialización obligatoria o a marcha forzada.

Lenin no es el fundador de la Unión Soviética. Justo el mismo día en que se proclamaba el nuevo Estado y su Constitución, el jefe bolchevique recomendaba deshacer ese acto. Desde sus primeros trabajos, Lenin denunció la brutalidad zarista con los pueblos sometidos por la Rusia imperial y el chovinismo ruso. De igual manera reaccionó contra el colonialismo y el chovinismo de otras grandes potencias. Es el primer político socialista ―además del primero en ser jefe de un gobierno revolucionario― que fijó su atención en los destinos de los pueblos oprimidos del mundo. Y, atento también al desarrollo capitalista de la primera postguerra y a la recepción del impacto de la Revolución de Octubre, comprendió muy temprano que los países capitalistas de Europa Occidental culminarían “su desarrollo hacia el socialismo… de manera distinta a como esperábamos antes. No siguiendo un proceso de ʻmaduraciónʼ igual del socialismo en su seno, sino explotando unos Estados a otros, explotando al primer Estado vencido en la guerra imperialista y a todo el Oriente” [1]. El compromiso de Lenin con los pueblos sometidos, con su liberación y su incorporación a la lucha por el socialismo quedó plasmado en otra sentencia, que debe ser leída con interés y cuidado desde el presente, tanto por su agudeza, como por la ausencia en este pasaje de una mirada hacia América Latina y otras consecuencias de la distancia temporal: “El desenlace de la lucha depende, en última instancia, del hecho de que Rusia, la India, China, etc., constituyen la mayoría gigantesca de la población. Y precisamente esta mayoría de la población es la que se incorpora en los últimos años con inusitada rapidez a la lucha por su liberación, de modo que, en este sentido, no puede haber ni sombra de duda respecto al desenlace final de la lucha a escala mundial. En este sentido, la victoria definitiva del socialismo está plena y absolutamente asegurada”. [2]

Estudiar cuál no es el legado de Lenin y qué no hacer también puede ser importante.

Notas:
[1] V.I. Lenin. “Mejor poco, pero bueno”. Obras escogidas, Moscú, Editora Política, 1976. p. 738 (en ruso).
[2] Idem, p. 739
Fuente: La Jiribilla