Cada día Mario Vargas Llosa, eminente escritor peruano, Premio Nobel de Literatura en el año 2010, me sorprende menos. En medio de una pandemia que ha impuesto un nuevo ritmo de vida a nuestro bello planeta, ha reunido a un grupo de “figuras” para firmar un manifiesto en el que difaman sobre nuestro país, su solidaridad y sus logros. En un circo como ese aparecen Aznar, uno de los culpables directos de la masacre contra el pueblo iraquí y Mauricio Macri, el mismo que dejó a Argentina en la miseria, con una deuda impagable que solo sirvió para llenar los bolsillos de la élite financiera. Tal parece que Vargas Llosa quiere que acuñen como intelectuales a dos de sus más admirados “líderes” políticos.

Nos sorprende menos porque, los que hemos seguido su trayectoria, estamos al tanto de sus continuas piruetas al servicio de las oligarquías más recalcitrantes. En su afán por “limpiarse” el, para él, estigma de haber pertenecido en sus inicios a una joven y rebelde intelectualidad latinoamericana en los años sesenta del pasado siglo, no ha escatimado en ridículas poses contra todo lo que huela a progreso y beneficio para los oprimidos pueblos de nuestro continente. Venezuela, Bolivia, el Ecuador de Correa, el Brasil de Lula y Dilma, y, por supuesto, Cuba, han sido blanco de ataques continuos, con su consiguiente reflejo en la gran prensa europea y también de esa que todos los días lame los pies del gran capital en América Latina.

Esta historia de Vargas Llosa no es única. Un grupo de personajes en nuestra región se han visto envueltos en esa metamorfosis de “progresista” a rancios conservadores. Lo hacen para congraciarse con aquellos que ejercen la hegemonía económica en el mundo. Siguen sus pasos y sus declaraciones. Se mueven con las piruetas de cada Administración norteamericana. Callan cuando piensan que no deben hablar y gesticulan y gritan cuando el amo les indica. Igual que el escritor peruano, hace dos años veíamos a uno de su especie, el chileno Roberto Ampuero, de una trayectoria casi idéntica, arremeter contra Venezuela en el show montado en la OEA. De militante comunista en sus inicios juveniles, graduado en la Universidad de La Habana en Literatura Latinoamericana, a Canciller de Sebastián Piñera.

O lo mismo con Jorge Castañeda. Recuerdo, porque fui testigo, sus malabarismos verbales en la Cumbre de Monterrey del año 2002 para no responder por el disparate diplomático cometido contra nuestro país. Ese error, entre muchos otros, dicen amigos mexicanos, le costó su puesto de Canciller. Por más que quiso siempre dar la imagen de intelectual de izquierdas, su paso por el Gobierno de Vicente Fox lo marcó para siempre como saltarín de la política en base a conveniencias personales. Ahora se desgañita públicamente contra la medicina cubana, esa que está, sin mucho ruido, salvando vidas en varios continentes.

Pero hay otra intelectualidad a la que ellos no pertenecen. Es esa sincera y desinteresada. La que defiende a los pueblos que le dieron a luz. Y cuando digo pueblos me refiero a esa gran masa de gente a los que se les ha negado la oportunidad del derecho a la vida. La que se convierte en “muertes colaterales” en guerras impuestas por los dueños de esos intelectuales a los que me refería al inicio. O que está indefensa ante pandemias y ve cómo mueren cientos de miles de sus semejantes. Esa intelectualidad es la que no cambia casacas, sino que se mantiene en sus principios morales y éticos.

Son muchos. Miles. Están en todas partes. Su palabra es escuchada y aplaudida. Sus textos seguidos por millones. Son como un muro para los que se regodean con las élites. Les dicen claro y de frente: por aquí no pasarán. Los del otro lado saben que no resistirán un debate de argumentos. Porque no tiene razón quien se escuda en el dinero para arremeter contra el deseo de justicia plena. De esos intelectuales que conforman el muro de contención me enorgullezco.

Hace unos días releía a Noam Chomsky. En mis años de universidad, su gramática generativa, llena de algoritmos, casi me cuesta la carrera. No había manera de entenderla. Lo logré al final, pues de lo contrario no estaría hoy escribiendo. Pero sentía temor ante ese profesor estadounidense, del que conocía solo esa terrible para mí teoría de la sintaxis como centro de la investigación lingüística. Con los años fui conociendo sus aportes al pensamiento filosófico, y su contundente crítica del capitalismo actual. Sus análisis sobre las barbaries cometidas contra el mundo por los gobiernos en su país son reflejados por la prensa mundial.

Y, seguro estoy que, sin conocer las piruetas de Vargas Llosa y Castañeda, Chomsky ha defendido la solidaridad de Cuba con el mundo en estas circunstancias. Nos ha llamado “el único país con internacionalismo genuino”. En su calmado, pero fuerte análisis de la actual pandemia, la ha llamado “otra falla colosal del capitalismo neoliberal”. Vergüenza debería darles a los firmantes del susodicho manifiesto, el no leer las esclarecedoras palabras de Chomsky. Como no pueden competir en talla moral y ética, tratan de usar las mañas de la difamación aprendidas en la sociedad a la que se fueron a vivir.

Como dije ya, hay muchos que sí defienden lo justo. Y lo seguirán haciendo, porque el mundo tal como está hay que cambiarlo. En cualquier manifiesto por la justicia real verán miles de firmas. Y se sorprenderán por los nombres que aparecerán en esa declaración. Son mujeres y hombres honestos.

Nunca ególatras acomodados que solo actúan para poder seguir ganando dinero. Como dijera el propio Vargas Llosa, en una insólita autodescripción: “En la civilización del espectáculo, el intelectual sólo interesa si sigue el juego de moda y se vuelve un bufón”. Más claro, ni el agua.

Por REDH-Cuba

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