Ante la magnitud de las expresiones de indignación popular por el asesinato de Floyd y su sentido último, la cuestión del potencial de la rebelión para trascender y transformarse en un proyecto revolucionario de genuino cambio social se nos presenta de nuevo, como tantas veces antes, como el problema político central a debate entre la comunidad afroamericana; y, por extensión, entre el resto de la mayoría de explotados en Estados Unidos.
Algunas reflexiones políticas a partir de la indignación por el asesinato de George Floyd
En estos días, aún conmocionados por el asesinato de George Floyd y la indignación que ha inundado las calles, conviene repasar un documental como LA 92, de Dan Lindsay y TJ Martin. La película recorre los episodios que se vivieron en Los Ángeles desde la brutal paliza de un grupo de policías al afroamericano Rodney King en marzo de 1991 hasta el final de los disturbios que siguieron a la sentencia del juicio por el caso, en el que quedaron libres los acusados. Por aquel entonces, a la tensión por el abuso sufrido por King se sumaba también la provocada por el asesinato a sangre fría, unos días después de aquella paliza, de la adolescente afroamericana Latasha Harlins a manos de la dueña de una tienda perteneciente a la comunidad coreana. Aquel crimen, a pesar de haber sido registrado por la cámara de seguridad del local, quedó sin apenas castigo tras un juicio al que siguió una apelación del mismo modo rechazada. Durante aquellas jornadas de ira 63 personas murieron y más de 2300 fueron heridas. LA 92 logra establecer, por medio de una clínica edición de material de archivo, un inquietante paralelismo entre esos sucesos y los acontecimientos, comportamientos y discursos institucionales que rodearon a los disturbios de 1965 en Watts, también en Los Ángeles, cuando otro incidente entre un hombre afroamericano y la policía resultó en un levantamiento popular, contra el que la represión policial acabó dejando 34 muertos y más de mil heridos.
Pero si hay algo que estremece especialmente en LA 92 es presenciar cómo las fuerzas coercitivas del Estado permitieron la escalada de aquella situación en 1992 con fines abominables. Así, mientras algunas protestas comenzaron por atacar, con extremada violencia y de forma indiscriminada, a los ocupantes de los vehículos que pasaban por el cruce entre dos calles de un barrio afroamericano, los coches de policía permanecieron inmóviles en un estacionamiento policial a dos millas del lugar. Y del mismo modo, cuando los ataques alcanzaron al barrio coreano, con cuya comunidad las tensiones aún estaban a flor de piel, la pasividad de la policía permitió el enfrentamiento y el saqueo por un largo periodo de tiempo. El Estado maniobró así para que, ante el caos social y la hostilidad entre minorías, su papel se presentara como imprescindible: el toque de queda se impuso y el despliegue de la Guardia Nacional de California, el ejército y otras fuerzas federales se presentó como la única forma de poner fin a la violencia y disolver la rebelión, con la instrumentalización del discurso ante la opinión pública del propio King como gran colofón.
Reflexionar sobre estos hechos resulta inevitable a la hora de asimilar el significado de los acontecimientos de estos días, tanto del asesinato de Floyd como de las diferentes escenas de indignación y rebeldía que ha despertado. Y es que, a la hora de entender la relevancia que estos episodios pudieran tener en la construcción de un proyecto del cambio social radical y ansiado, como Cornel West se ha apresurado a señalar con gran brillantez, es importante tener en cuenta que “una rebelión no es para nada lo mismo que una revolución”; y es fundamental subrayar esto porque, según el filósofo, activista y catedrático afroamericano, “lo que necesitamos es un proyecto revolucionario no violento a gran escala que promueva una democracia para compartir —el poder, la riqueza, los recursos, el respeto, la organización— y una transformación fundamental de este imperio estadounidense”. Por este motivo, concluye West que “toda esta energía rebelde tiene que canalizarse a través de organizaciones enraizadas en la búsqueda de la verdad y la justicia”.
Así, y ante la magnitud de las expresiones de indignación popular por el asesinato de Floyd y su sentido último, la cuestión del potencial de la rebelión para trascender y transformarse en un proyecto revolucionario de genuino cambio social se nos presenta de nuevo, como tantas veces antes, como el problema político central a debate entre la comunidad afroamericana; y, por extensión, entre el resto de la mayoría de explotados en Estados Unidos. Sin embargo, el gran obstáculo para que esto suceda, como es bien conocido, proviene de las dificultades históricas de estos sectores subalternos para constituirse alrededor de un proyecto político que pueda dar respuesta a sus demandas y ambiciones; ya no solo de raza, sino, y sobre todo, de clase.
Y es que Estados Unidos se ha dedicado a lo largo de su historia, con especial perseverancia y desde bien temprano, a cercenar toda posibilidad de que las alianzas de su clase trabajadora pudieran orientarse por medio de un proyecto político consolidado. Así ocurrió, por ejemplo, con la Rebelión de Bacon de 1676 en Virginia. Como expuso el historiador Howard Zinn en La otra historia de los Estados Unidos, allí las clases dominantes en disputa se sirvieron de determinadas tácticas —que hoy algunos llamarían populistas— para primero enfrentar a sirvientes y esclavos, tanto blancos como negros, contra los nativos, y después aplacar cualquier posibilidad de alianza de clase por medio del racismo institucional que separaría a blancos y negros gracias a los nimios privilegios destinados a los primeros. Con mayor o menor virulencia, según los periodos en los que la posibilidad de estas alianzas se hicieran más reales, este tipo de medidas fueron siempre desplegadas por los aparatos del Estado, como sucedió con la persecución del fantasma comunista en el periodo macarthista. Y de este modo, las tensiones entre el Partido Demócrata y los sindicatos, cuyas reivindicaciones fueron a menudo aplacadas por medio de prebendas que en no pocas ocasiones desembocaron en el clientelismo y la corrupción, acabaron por negarle a la clase trabajadora, de toda raza y condición, la posibilidad de un proyecto político que sirviera de referente. El problema, como se hace evidente una y otra vez, persiste hasta hoy.
Pero ante esta realidad, la historia ofrece otros poderosos ejemplos sobre el potencial de las rebeliones para apoyarse y sostener sus anhelos transformadores en procesos revolucionarios de más largo alcance. Estos ejemplos, a pesar de que puedan resultar lejanos por sus circunstancias históricas y geográficas, a menudo han dado pie a análisis que también pueden resultar útiles ante los desafíos del presente, por el diálogo entre semejanzas y diferencias. A este respecto, puede ser útil recuperar algunas de las reflexiones que hace el historiador indio Vijay Prashad en su libro Una estrella roja sobre el Tercer Mundo, a propósito de la relevancia de las reflexiones de Lenin en ¿Qué hacer? (1902) y Un paso adelante, dos pasos atrás (1904), después del fracaso de las huelgas espontáneas de 1896 en las fábricas de San Petersburgo. En ellas, como observa Prashad, aparece un Lenin preocupado por desarrollar tácticas eficaces para afianzar las alianzas de clase entre el proletariado industrial y el campesinado. Y para ello subrayaba la necesidad de un partido disciplinado que sirviera a ambos colectivos de explotados, y entrenara a sus cuadros a estar junto a ellos, para alimentar la confianza en su potencial revolucionario y estar preparados ante el inevitable levantamiento espontáneo que habría de llegar. Esa “experiencia y claridad política del partido se hacía necesaria para asegurarse de que el movimiento [popular] no fuera rebasado por el aparato del Estado”, escribe Prashad. Y así, la existencia de un partido de estas características resultaba para Lenin aún más relevante al observar la capacidad de los partidos socialdemócratas para absorber la energía de los trabajadores y disolverla por medios de un consenso conciliatorio alejado de sus intereses de clase. La espontaneidad de las masas exigía estar siempre alerta, y el partido se ofrecía como un instrumento por medio del cual canalizar la rebelión por vías revolucionarias. Los bolcheviques aprendieron bien estas lecciones y, preparados ante las posibilidades que el tiempo abriría, a pesar del fracaso de la Revolución de 1905, les darían forma y fondo político en octubre-noviembre de 1917.
Por supuesto, las realidades sociales a las que se enfrenta la rebelión antirracista que ha desencadenado el asesinato de Floyd son bien diferentes. Sería absurdo tratar de establecer un vínculo absoluto entre la experiencia histórica de los bolcheviques y la realidad social que aún hoy discrimina y aniquila a la comunidad afroamericana en los Estados Unidos. Sin embargo, hay dos factores políticos análogos a los que se enfrenta el movimiento antirracista actual que son capitales para dar continuidad revolucionaria a la indignación que desborda hoy las calles, los cuerpos y las mentes en Estados Unidos: por un lado, una alianza interseccional de todos los explotados y oprimidos es imprescindible para extender el movimiento y conducir sus reclamos con éxito hacia el cambio radical deseado; y, por otro lado, es imperativo trascender los espacios partidarios que ofrece la realidad institucional estadounidense para construir un ámbito de lucha común que dé respuesta a estas mismas ambiciones de cambio de las mayorías subalternas.
Sin esto, como deja entrever LA 92 hacia el final de la película —cuando el discurso de 1965 del presidente demócrata Lyndon B. Johnson se superpone repetido, palabra por palabra, por el del presidente republicano George Bush padre en 1992— se estará condenado a repetir cíclicamente cada tragedia como farsa. Porque, como dejó escrito Rodolfo Walsh, el escritor y guerrillero argentino asesinado por la Junta Militar, “nuestras clases dominantes han procurado siempre que los trabajadores no tengan historia” para que “cada lucha deb[a] empezar de nuevo, separada de las luchas anteriores”; así, “la experiencia colectiva se pierde, las lecciones se olvidan [y] la historia aparece como propiedad privada cuyos dueños son los dueños de todas las otras cosas”.
El admirable movimiento Black Lives Matter, que nació en 2013 en respuesta a la represión policial y la connivencia con esta de los poderes del Estado, en memoria de Trayvon Martin, Michael Brown, Eric Garner, Tamir Rice, Eric Harris, Walter Scott, Jonathan Ferrell, Sandra Bland, Samuel DuBose, Freddie Gray, Ahmaud Arbery, George Floyd y tantos otros, no puede permitir que esto suceda, como ya sucedió en 1965, en 1992 y tantas veces antes, durante y después.
Y por supuesto, nosotros tampoco lo olvidemos. Ni olvidemos los asesinatos, casi simultáneos al de Floyd, del palestino con autismo Iyad al-Halak en la Ciudad Vieja de Jerusalén ocupada, del adolescente João Pedro Mattos Pinto en Río de Janeiro, del trabajador de la construcción Giovanni López en Jalisco o del peón rural Luis Armando Espinosa en Tucumán. Todos ellos asesinados por la violencia policial.
Alejandro Pedregal es escritor, cineasta y profesor en la Universidad Aalto, Finlandia. Su libro más reciente es Evelia: testimonio de Guerrero (Akal/Foca, 2019).
Twitter: @AlejoPedregal