Cada vez que se aproxima una posible reelección de un presidente estadounidense, el mundo tiembla ante el temor de que invente una guerra con tal de unificar al país alrededor de su figura. Ha sido el recurso más común de lo que se ha dado en llamar “la sorpresa de octubre” y parece que, en el caso de Donald Trump, el escenario de esta guerra conveniente, será el propio territorio norteamericano.

La mayor parte de los especialistas han identificado dos variables que consideran decidirán el resultado de las próximas elecciones en Estados Unidos: la situación de la pandemia del COVID-19 y sus consecuencias económicas, así como el estado de la tranquilidad ciudadana, afectada por las protestas contra la discriminación racial, el abuso policial contra las minorías y las confrontaciones callejeras con los grupos supremacistas blancos, partidarios del presidente.

Frente a la pandemia, la política de Donald Trump ha sido restarle importancia, a pesar de que el número de muertes supera las 180 000 personas, e insiste en presionar por la apertura económica, aún a riesgo de aumentar los contagios. El discurso oficial la trata como un momento superado, aunque los especialistas insisten en que no es así, y se alienta la esperanza de una pronta solución, gracias al descubrimiento de una vacuna que, por cierto, el gobierno asegura que estará disponible antes de las elecciones, cosa que las autoridades sanitarias y las propias farmacéuticas ponen en duda.

La racionalidad de Trump para explicar el fracaso de su gestión frente a la enfermedad ha sido la típica de su comportamiento. La culpa la tiene China, la OMS o los gobernadores demócratas. De los muertos mejor no se habla y el 60 por ciento de desaprobación a su manejo de la pandemia, es el resultado de las conspiraciones de sus enemigos. Le creen los que van a creerle de todas formas y, pase lo que pase, ésta debe continuar siendo la tendencia, lo que induce a pensar que ha llegado al límite de su capacidad para el control de daños en este asunto.

La otra alternativa para reducir el margen que lo separa de los demócratas, es tratar de explotar las tensiones sociales, considerada la otra variable fundamental, y erigirse como el defensor de la ley y el orden. Según ACLED, una organización no gubernamental que monitorea los conflictos en todo el mundo, desde mayo, se han producido 10 600 demostraciones populares en Estados Unidos, el 73 por ciento asociadas al movimiento Black Lives Matter (BLM), aunque con una significativa participación de otros grupos sociales estadounidenses, en especial jóvenes blancos. El 95 por ciento de estas manifestaciones tuvieron un carácter pacífico, pero el 54 por ciento fue reprimida por la policía. También se produjeron 360 manifestaciones en contra, entre ellas unas cien por parte de grupos supremacistas blancos, incluyendo a milicias armadas y el KKK, que generaron los mayores niveles de violencia.

Bajo la excusa de que se trata de movimientos anarquistas, calificados como terrorismo doméstico por el propio Donald Trump, se ha construido un relato que tiende a alentar el temor de la población blanca y justificar la represión policial, que en algunos casos se ha traducido en burdos asesinatos de afroamericanos. No se trata de algo nuevo, sino un recurso explotado por la derecha desde siempre, el problema está en los límites a que están dispuestos a llegar alentando estas contradicciones, sobre todo porque que, hasta ahora, la estrategia del presidente no está rindiendo los frutos que esperaba.

Recientes encuestas de la CNN/SSRS indican que Biden lidera por 6 puntos entre los que lo consideran más capaz que Trump para mantener la seguridad interna del país y por 7 puntos en el mejor manejo del sistema criminal y de justicia. Se trata, por tanto, de otra variable que no debiera mostrar cambios significativos, de mantenerse las tensiones a los niveles actuales.

La conclusión es que los cálculos electorales no deben modificarse significativamente en las ocho semanas que faltan para los comicios, sobre todo porque las últimas encuestas indican que alrededor del 95 por ciento de los posibles votantes ya tiene decidida su selección. No obstante, a los republicanos le queda la opción de reducir a toda costa el número de “posibles votantes”, lo que alteraría de manera radical la ecuación de las elecciones. Como dirían los físicos, ya no sería un experimento en condiciones de temperatura y presión normal.

Es sabido que, por tratarse de una minoría a escala popular, los republicanos siempre tratan de disminuir la participación electoral. Todo tipo de artilugios se utilizan para alcanzar este propósito y estas elecciones no han sido una exención, por el contrario, han llovido las denuncias de los demócratas en este sentido. Lo novedoso en la actualidad, es que las dos variables señaladas como fundamentales tienden, por sí mismas, a reducir la participación electoral de las personas y ello favorece a los republicanos.

La pandemia constituye un impedimento para la concurrencia a las urnas por el temor a los contagios, particularmente entre los demócratas, más propensos a respetar las medidas de aislamiento. Si Trump no ha insistido en esto, digamos en enfatizar el peligro, es porque también puede ahuyentar a algunos de sus correligionarios y porque esa lógica favorecería el voto por correo, a lo que obviamente se ha opuesto de manera sistemática y tratado de dificultarlo.

Pero quizás esto no resulte suficiente y no es descartable que los republicanos inciten aún más la violencia doméstica, porque agregaría un factor que puede ser decisivo a la hora de concurrir a las urnas. Resultaría aterrador el incremento de bandas armadas de supremacistas blancos, orientadas a impedir el voto en zonas de alta concentración demócrata. No se trata de una fantasía, estamos viendo esta posibilidad todos los días y la actitud del presidente estimula esta conducta. Más bien, esta pudiera ser la “sorpresa” que Donald Trump tiene preparada para octubre, incluso para el día mismo de las elecciones.

Tal escenario alteraría de manera contundente las reglas del juego del sistema político estadounidense y nos colocaría ante una realidad, donde los cálculos electorales actuales perderían validez. También pudiera tener consecuencias incalculables, toda vez que la idea de fraude para cualquiera de los grupos podría incendiar el país. Como ha dicho el cineasta Michael More, Donald Trump es la granada que necesitaba la derecha supremacista blanca para lanzarla contra el sistema.

Las elecciones norteamericanas nunca se han caracterizado por normas éticas muy estrictas, pero casi siempre han tratado de salvaguardar la imagen de integridad y respeto a los resultados que necesita la credibilidad y la estabilidad del sistema. Trump ha dinamitado estos presupuestos, acentuando las señales de descomposición que se observan en otros aspectos de la vida nacional.

No solo estamos en presencia de un grado de polarización social que dificulta la gobernabilidad del país, sino de una gran falta de consenso dentro de la clase dominante, lo que posibilita que Donald Trump actúe como una potala para el sistema. Él, queriendo decir otra cosa, quizás lo explica mejor yo: “Estados Unidos es un ejemplo para el mundo”. Debiéramos tenerlo en cuenta, para calcular lo que puede venir.

Fuente: Progreso Semanal

Por REDH-Cuba

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