Estados Unidos enfrenta, al terminar la segunda década del siglo XXI, una compleja situación interna, definida por una crisis múltiple, en la que conviven el consenso y las contradicciones políticas, junto a una clara polarización socioeconómica, sobre una base clasista, en las condiciones del imperialismo contemporáneo. Sin embargo, en el ámbito partidista e ideológico, las diferenciaciones existentes entre demócratas y republicanos, así como entre liberales y conservadores, que con frecuencia se comprenden como polarizaciones o como conflictos entre izquierda y derecha, no poseen tal envergadura. El análisis requiere de una visión teórica y dialéctica, apoyada en la economía política, la sociología y la ciencia política marxista.


Autor: Jorge Hernández Martínez

Fuente: Revista Política Internacional

INTRODUCCIÓN

La visión universalizada de Estados Unidos se define en los estudios políticos de modo específico, y pareciera paradójico –más allá de los estereotipos difundidos en el imaginario popular, como el de la Tierra Prometida, que le denota como país de las oportunidades o los que le representan cual emblema de la democracia o nación indispensable, portadora de un rol mesiánico, resumida en los mitos del Destino Manifiesto y el Excepcionalismo Norteamericano– como una sociedad con un alto grado de consenso, que convive con profundas divisiones (Hernández Martínez, 2020). Esa imagen se hace más intensa al concluir el siglo xx, cuando la divergencia en las preferencias de los votantes que evidenció el último proceso electoral de esa centuria (prolongado, irregular y fraudulento) conllevó que el presidente no fuese electo sino designado por la Corte Suprema, en medio de un cuestionamiento generalizado que fragmentó efímeramente a la opinión pública norteamericana, ya que como reacción a los atentados terroristas del 11 de septiembre de 2001 se produjo un notable cambio, que convirtió las divergencias en cohesión nacional, estimulando el consenso interno alrededor de la figura de George W. Bush, que hasta entonces no era sino un presidente sin mandato. Como es conocido, en esas circunstancias, el candidato demócrata, Al Gore, había recibido el respaldo mayoritario del voto popular, si bien los resultados de la votación del Colegio Electoral fueron considerados como dudosos. En los comicios de 2016, la candidata demócrata, Hillary Clinton, también obtuvo similar apoyo de masas, en tanto que el republicano, Donald Trump, fue favorecido por el mencionado Colegio.

Así, en la actualidad –en plena la antesala electoral de 2020– se advierten situaciones y tendencias en curso tan contrapuestas como las que se manifestaron 20 años atrás. De modo que a pesar de las marcadas diferencias contextuales, durante el período de gobierno ya cercano a su fin –dada la proximidad de las elecciones presidenciales, en las que se decidirá si se tratará del primero o del único mandato de Trump–, y estando la presente coyuntura, a diferencia de la de 2000, signada por una crisis económica y epidemiológica, que profundiza el rechazo a su figura y alimentan las posibilidades de un triunfo demócrata, se percibe algo común: el elevado nivel de conflicto, partidista e ideológico, que muestra la escena política y que atraviesa hoy, como hace 20 años, a toda la sociedad estadounidense, tiene lugar dentro de un marco de consenso que no alcanza el vigor que caracterizó, por ejemplo, las conmociones en las décadas de los años sesenta y setenta del siglo xx, que lo resquebrajaron (Hernández Martínez, 2020a).

DESARROLLO

La intensidad del activismo de los movimientos sociales y de la ofensiva contracultural fueron tales en esos decenios que, en el primer caso, les situó en la historia como símbolos de las protestas gestadas en la sociedad civil desde la izquierda (la amplia acción por la igualdad de derechos, que incluía al movimiento negro, feminista, pacifista, latino, juvenil, homosexual, el hippismo) y de su capacidad de estremecer al establishment y agrietar el consenso. Y en el segundo, la repercusión de las reacciones al interior de este último como exponente de la sociedad política –ante la crisis económica, moral, de legitimidad, de hegemonía, desplegada a raíz de la recesión, el escándalo Watergate, la derrota en Vietnam y los reveses internacionales–, alteró el curso del llamado mainstream. El impacto de esos contrapuntos fue palpable en el desplazamiento de la tradición política liberal y el auge sin precedentes de la espiral conservadora. En la década de los años setenta, como resultado de las contradicciones objetivas y subjetivas acumuladas, cristalizó una red de fuerzas de derecha que quebraron y reformularon el consenso existente, el que desde el período de 1930 había encarnado el proyecto nacional y la coalición del New Deal, que promovió Franklin D. Roossevelt y se mantuvo como eje consensual dentro del que fueron resueltos disímiles conflictos durante más de cuatro decenios.

Así, desde que con la Revolución Conservadora se estableció, a partir de la victoria electoral de Ronald Reagan, un proyecto de nación sustitutivo, Estados Unidos ha navegado, de cierto modo, como a la deriva, en el sentido de que el esperado (y necesitado) reacomodo diera lugar a un proyecto verdaderamente alternativo, lo que parecía que iba a ocurrir en las elecciones que llevaron a William Clinton y a Barack Obama a la presidencia, en medio de grandes expectativas. Ninguno de los dos, en sus dobles mandatos, redefinió el proyecto nacional. Desde entonces la sociedad norteamericana se halla envuelta en un proceso inconcluso de transición, cuyas contradicciones sucesivas encuentran solución dentro del marco de un consenso que, desde el punto de vista político-ideológico, retroalimenta y reproduce la cultura dominante y alarga la vida del sistema, cuya economía se desenvuelve entre naufragios y salidas a flote, como parte de la crisis capitalista, estructural y cíclica, restableciéndose, por encima de las conflictividades, una relación más o menos armoniosa entre el Estado y la sociedad civil. Con cada elección presidencial, resurgen expectativas de cambio, entre un período de gobierno y el siguiente se amontonan contradicciones de diversa naturaleza, pero el sistema muestra capacidad para absorber y neutralizar sus efectos. Esa es la secuencia que, a muy grandes rasgos, caracteriza a la lógica del imperialismo en Estados Unidos, cuyas estructuras y mecanismos de dominación preservan y reproducen el consenso, y con ello, el sistema.

En el presente, transcurridos los primeros 20 años del siglo xxi y cercanos a la conmemoración del vigésimo aniversario de los atentados terroristas del 11 de septiembre de 2001, la sociedad norteamericana entra en una nueva década en un marco electoral y de profundización de la crisis capitalista, palpable en un grueso rango de contradicciones, que incluyen los problemas económicos, en particular al desempleo, los daños provocados por la pandemia de la COVID-19, en una atmósfera de incertidumbre, debilitamiento de los partidos, descrédito de sus líderes y personalización del debate entre los candidatos a la presidencia, que no ofrecen reales opciones como proyectos futuros de nación. El disgusto y el desaliento ante la gestión de Trump, en condiciones que se reavivan las movilizaciones contra el racismo y la violencia policial, propician el descenso de su popularidad y el rechazo a su figura, al mismo tiempo que se fortalece el apoyo a Joe Biden como candidato demócrata a la presidencia –de avanzada edad, sin dotes carismáticas y sin una agenda novedosa cautivante, beneficiado por el apadrinamiento de Obama, con una estrategia que procura sumar a las minorías, captar al movimiento femenino, obrero, negro, latino y juvenil–, con la esperanza ciudadana de que sea mejor su victoria que la reelección del presidente. No obstante, si bien ha mermado la base electoral que apoyó a Trump en 2016 –muy sensible al discurso nacionalista chauvinista, machista, patriotero y xenófobo– aún se registra una sustentación no despreciable entre los sectores de población blanca, trabajadores y de clase media, adulta, protestante, de áreas semiurbanas y rurales, a quienes Trump calificó como “los olvidados”, afectados por las políticas de libre comercio y resentidos con Obama, con posturas nativistas, populistas y racistas (Hernández Martínez, 2020b).

El contexto es muy contradictorio. En las convenciones nacionales de ambos partidos, quedaba claro, una vez más, que la esencia clasista de Estados Unidos se manifiesta en la proyección elitista de demócratas y republicanos, cuyas diferencias, más que expresar polarizaciones, reflejan maneras diferentes de llegar al gobierno y ejercer el poder, en tanto estructuras que responden a una misma clase, la burguesía monopólica y su oligarquía financiera, aún y cuando contengan sectores con intereses y atributos diferenciados, por razones económicas, políticas y geográficas, pero compartiendo un imaginario consensual, basado en el federalismo, la división de poderes, el bipartidismo y los valores fundacionales que definen la identidad estadounidense. Los demócratas actuaron más bien a la defensiva, criticando a Trump, exponiendo una agenda que supere sus descalabros y ofrezca confianza, credibilidad y justicia. Los republicanos satanizaron a Biden y su partido, se apoyaron en la cultura del miedo, desconocieron la crítica realidad del país y presentaron a Trump como la salvación nacional. El objetivo era diáfano: tratar de colocarse en la Casa Blanca. Incluso, las propuestas que pudieran considerarse como las más radicales de los demócratas eran, apenas, amagos de reformas en los márgenes del sistema, que, aun de materializarse, dejarían intactas su esencia y sus bases.

En Estados Unidos existe hoy desgaste de la tradición política liberal, sin que se descarte, aunque sea bastante improbable, su eventual rearticulación, en una sociedad que es cada vez más conservadora, incluso con nichos ideológicos fascistas. Desde su nacimiento como nación en Estados Unidos se afirman ambas tendencias, conformando una unidad en el sentido dialéctico, es decir, definida mediante procesos contradictorios que expresan su identidad y diferencia.

Premisas teórico-metodológicas e históricas

Según la concepción materialista de la historia, toda sociedad constituye una cualidad en sistema, es decir, una totalidad presidida por relaciones dialécticas de unidad y diferencias. La contradicción es consustancial a toda realidad social. Es expresión de la dinámica interna de los fenómenos, procesos y sistemas sociales, constituyendo la fuente de su movimiento y desarrollo. Desde un punto de vista dialéctico, la contradicción implica la relación entre la identidad y la diferencia, como atributos que se presuponen y excluyen mutuamente. El segundo está comprendido en el primero. Como lo señalara Hegel, considerar la identidad de un fenómeno como opuesto a la diversidad “expresa solo una determinación unilateral y contiene solo la verdad formal, es decir, una verdad abstracta, incompleta. La verdad está completa solo en la unidad de la identidad con la diferencia y, por consiguiente, consiste solo en esta unidad” (Hegel, 1982: 39). Para el caso de la sociedad capitalista, Marx estableció en sus estudios que la totalidad social podía ser aprendida a partir de sus contradicciones materiales, superando el idealismo hegeliano, al descubrir que en el soporte principal del capitalismo, en la relación capital/trabajo, radicaba la contradicción esencial, y reconocer que ambos polos se condicionaban y se negaban recíprocamente. Un trabajador era libre precisamente porque estaba en posibilidad de (y se veía obligado a) vender su fuerza de trabajo. Esta contradicción es la que, para Marx, daba vida a la sociedad capitalista, era su motor oculto. La contradicción no se presentaba, desde tal perspectiva, cuando dos fenómenos se afirmaban cada uno por su lado, eso sería una mera oposición. Sino que se constituía cuando ambos elementos tenían la posibilidad de confluir en una síntesis, en una relación. Antes de eso se trataba de dos cosas diferentes, excluyentes, que permanecían ajenos, de manera autónoma. Sobre esa base, Marx sigue la pista a las oposiciones objetivas en la historia del capitalismo como totalidad sistémica –entre trabajo asalariado-capital, valor de uso-valor de cambio, fuerzas productivas-relaciones de producción, libre competencia-monopolio–, y las denota como contradicciones. Aprecia tales relaciones como entre opuestos, que se desarrollan desde su estado embrionario hasta su máxima plenitud lógico-histórica, a través de incrementos cuantitativos, hasta convertirse en polos con interacciones recíprocas, que cualitativamente dan lugar a contradicciones antagónicas (Marx, 1995).

Estados Unidos no escapa a un dinamismo como ese, en el sentido de que por un lado exhibe enormes contradicciones, por una parte se aprecia una creciente y sobresaliente polarización de la riqueza, en términos socioeconómicos, que separa diametralmente en propiedades, ingresos, condiciones de vida, acceso a los servicios y seguridad ciudadana a la población entre la ensanchada base de trabajadores, desempleados y marginados, y la muy estrecha cúspide de corporativos, magnates, millonarios y aristócratas, en una pirámide socioclasista.

Por otra, coexisten en la sociedad civil fuerzas contrapuestas, definitorias de una polarización, en este caso en el plano sociopolítico. De un lado, profundas manifestaciones masivas de inconformidad y protesta social en contra de acciones racistas de abuso y violencia policial, junto a expresiones de crítica y rechazo a políticas públicas definidas por intolerancia xenófoba, discriminación étnica, de género e incluso religiosa, respaldados por organizaciones sindicales y otras, con posiciones de izquierda, que desafían al sistema; del otro lado, movimientos de extrema derecha, nativistas y de orientación fascista, en conflicto con las anteriores. Ese conjunto de diferenciaciones, tensiones y confrontaciones posee, entre otras determinaciones, una connotación clasista, tiene resonancia en la opinión pública, en la cultura y, desde luego, en la vida política, cuyo dinamismo está dominado por los dos grandes partidos electorales, el Demócrata y el Republicano, cuyas diferencias se han acortado, en tanto se acrecienta su descrédito y las discrepancias internas. Los proyectos alternativos de nación que antaño distinguían con atractivo a las dos corrientes ideológicas principales, mantienen una presencia más bien pasiva que solamente se activa en las campañas presidenciales, cuando liberales y conservadores, dentro y fuera de ambos partidos, procuran ampliar sus espacios, ganar credibilidad e inspirar una confianza que fortalezca sus bases.

Por razones históricas, en Estados Unidos liberalismo y conservadurismo se manifiestan de modo muy diferente al de la escena europea, donde se proyectaron en el marco de las revoluciones burguesas mediante polarizaciones entre el patrón de la democracia liberal capitalista y el de la monarquía absolutista feudal (Lipset, 1979). En la sociedad norteamericana, que ha conocido esencialmente un solo tipo histórico de formación social, la capitalista, así como una única modalidad de régimen político, la de la democracia representativa burguesa, la ideología conservadora nace dentro de una matriz liberal (Hernández Martínez, 2010). De ahí que, en rigor, sus contradicciones expresen diferenciaciones, no polarizaciones. La polarización en Estados Unidos es la que tiene como base la relación capital/trabajo, la que se palpa en la esfera socioeconómica a través de la reproducción de la riqueza y la pobreza en polos contrapuestos, y que se evidencia en la esfera político-ideológica entre las demandas de las clases explotadas, oprimidas, mediante acciones de activa protesta y confrontación con el sistema, a la luz de las tendencias que impone hoy el capitalismo monopolista, o sea, el imperialismo. Por similar razón es que los términos de derecha e izquierda presentan particularidades en el acontecer estadounidense, que le diferencian del latinoamericano y el europeo. El abordaje requiere una perspectiva teórica, de análisis dialéctico.

La evolución política de cada país va configurando una determinada fisonomía histórica. En Estados Unidos tiene en cuenta la modalidad de democracia liberal presidencial que ha regido desde la aprobación de la Constitución de Filadelfia en 1787 y una progresiva despreocupación por las orientaciones ideológicas que contribuyen a imponer ese estilo político pragmático que con el tiempo se iría acentuando. Se le suma una gran estabilidad en los valores fundamentales que promueve el sistema político, que le sostienen y que son reproducidos por él, al mismo tiempo que, en una relación dialéctica, hacen posible la reproducción del sistema: individualismo, legalismo, respeto por las creencias religiosas, consagración del principio de seguridad, respeto al derecho de propiedad y repulsa a la ampliación de las tareas del Estado. Es dentro del contexto de esos principios, por lo tanto, que se debe explorar cualquier cambio de tendencias en Estados Unidos y la renovación de sus proyectos nacionales.

La ideología política allí se define con una notable ascendencia del pensamiento burgués europeo generado por figuras como Edmund Burke, Thomas Hobbes y Alexis De Tocqueville, que aportan principios conservadores, y otras como John Locke, de orientación liberal, que nutren una suerte de columna vertebral cultural, integrada por una serie de grandes temas, que han mantenido su sitio en el imaginario cultural norteamericano hasta la actualidad. Esos valores y principios, aceptados mayoritariamente por las diversas clases, grupos y capas sociales, y cuya validez comprende desde el período de formación de la nación en el siglo xviii hasta la actual etapa en la historia de Estados Unidos, en el siglo xxi, constituyen, según lo precisan autores como Gunnar Myrdal y Samuel P. Huntington, una especie de “credo norteamericano” o consenso básico que integra el universo ideológico implicado (Myrdal, 1972 y Huntington, 1981).

Desde esa perspectiva se habla de una suma de enunciados que tiene amplia aceptación entre los ciudadanos, que son más vagos y genéricos que las categorías centrales de una propuesta con base ideológica, lo cual la hace creíble, aceptable, perdurable y, sobre todo, propicia la compatibilidad de visiones que podrían estar alejadas. Así es que se define la estrechez del abanico de opciones políticas que en Estados Unidos se consideran como válidas, e incluye –solamente– a los enfoques denominados “liberal” y “conservador”, desde que a principios de la década de los años cincuenta el enorme impacto del macartismo eliminó del debate político norteamericano cualquier enfoque radical o de izquierda, en nombre de la defensa de los valores norteamericanos ante la amenaza del comunismo.

Y es que, de modo consustancial al pragmatismo que caracteriza la vida política en Estados Unidos, su cultura política sirve de puente para la coexistencia de esas dos vertientes ideológicas. Así, liberalismo y conservadurismo no se advierten en la escena política norteamericana como ideologías o cuerpos doctrinarios irreductibles, sino por el contrario, como piezas que se pueden complementar e incluso combinar (como de hecho ocurre), respecto a una gran diversidad de temas que afectan a la nación o al individuo.

De manera convencional la definición de un liberal se refería básicamente a las posiciones que defendían la libertad y la determinación de límites al poder y al control del Estado en la sociedad norteamericana, y que en el presente se identifica con el apoyo a reformas políticas y sociales. Los liberales favorecen la intervención del gobierno en la regulación de la economía, propugnan una política que beneficie a las minorías y a los pobres, articulada por la expansión de una red federal de servicios sociales, además de la defensa del medio ambiente y de los consumidores. Esgrimen temas como la igualdad de oportunidades, la protección de los derechos humanos e individuales, las libertades civiles y la acción del gobierno en función de los mismos. Durante la Guerra Fría, a ello se unía la imagen de que los liberales se distinguían desde el punto de vista de su ideología en política exterior por su temor ante la amenaza comunista.

Según una visión similar se definía como conservador a quienes asumían el uso del poder gubernamental junto a la intervención e influencia en la vida de la nación de sectores privilegiados como la aristocracia terrateniente, los grupos empresariales y los líderes religiosos. Luego se añadiría como elemento caracterizador la defensa del orden establecido, del statu quo, proclives a promover arreglos que favorezcan un gobierno limitado, la preservación de la identidad nacional, de la cultura norteamericana, la exaltación de las posibilidades de la propiedad privada y el libre mercado como medios para solucionar los problemas económicos y sociales de la nación, junto a un estilo autoritario y gobiernos fuertes. En la etapa de la Guerra Fría se asociaba ideológicamente a los conservadores en materia de política exterior –como contraste con los liberales–, con el odio ante la amenaza comunista.

Los esquemas “liberal” y “conservador” tienden, así, a desplegar en un segmento reducido el arco ideológico y a afirmar la imagen de que hay escasas diferencias entre ellos, cosa que contribuyen a destacar los diversos acuerdos bipartidistas (bipartisan approach) sobre ciertos temas (Hernández Martínez, 2015). Y esto a su vez dificulta la percepción respecto a la necesidad de asumir con vigor la búsqueda de nuevos proyectos nacionales, aunque con la llegada de Reagan a la Casa Blanca no se presentaba ese problema. El triunfo de los republicanos se había asociado a una demoledora crítica de las concepciones “liberales” que comprometían las bases mismas del proyecto impuesto por Roosevelt y tanto el presidente Reagan como muchos de sus colaboradores y asesores más inmediatos, habían destacado la necesidad de implementar un proyecto político fundado en las ideas conservadoras como el único camino que Estados Unidos tenía para superar la crisis y la declinación. Sobre esa base es que las concepciones que se fraguan bajo la Administración Reagan sirven de plataforma para la remodelación profunda del gobierno y de la sociedad estadounidense, con derivaciones, prolongaciones, permanencias, hasta el primer decenio del siglo xxi.

Desde las últimas décadas del siglo xx se advierte la persistencia de un proceso de creciente debilitamiento de los partidos políticos en Estados Unidos. Este hecho, que es tan claro desde 1980 hasta el presente, resulta casi paradójico en contraste con la historia inicial de ese país. Es conocido que allí existían partidos políticos bien organizados, incluso con anterioridad a los países europeos, donde solo se constituirían en la segunda mitad del siglo xix. En cambio, desde que George Washington asumiera la presidencia en 1789 en los nacientes Estados Unidos existía una tradición y un intenso debate político, bien estructurado, entre la corriente “federalista” y “antifederalista”, las que los historiadores suelen considerar como las primeras expresiones partidistas modernas en la historia mundial.

En la conocida polémica que a partir de 1790 mantuvieron Alexander Hamilton y Thomas Jefferson estaban presentes los temas sustantivos para el quehacer del Estado: tamaño del gobierno, programas de autoridad pública frente a los sectores más desamparados de la sociedad, proteccionismo o libre cambio en materia de comercio internacional, aislacionismo o activismo como variables frente a las definiciones de política exterior. Con el paso del tiempo, el pragmatismo desplazó a las concepciones articuladas y se verificó el fenómeno que ha destacado Maurice Duverger: la organización de los partidos políticos norteamericanos perdió significación nacional y se desplazó hacia los Estados de tal manera que “en Estados Unidos más que dos grandes partidos nacionales hay 50 partidos demócratas y 50 partidos republicanos” (Duverger, 1972: 386).

Esta descentralización ha tenido que ver, desde luego, con el empobrecimiento gradual de la discusión y la vida política norteamericana, afirmándose una notable desmotivación ante muchos asuntos relevantes de la agenda nacional, escasa militancia partidista, junto a una marcada tendencia al abstencionismo en los procesos electorales.

La evolución de los partidos políticos de Estados Unidos responde al desarrollo contradictorio del capitalismo en ese país, lo que se pone de manifiesto en el dinamismo que describe, mediante contrastes, los siglos xix y xx.

Según Gandásegui “en Estados Unidos, la clase capitalista prácticamente no ha tenido contrincante en su ejercicio del poder político y en su estrategia de subordinación sobre los productores independientes y la clase obrera. Desde la guerra civil hasta principios del siglo xxi, la agenda del Partido Republicano ha sido hegemónica. Las propuestas del Partido Demócrata, en cambio, son correctivos en la medida en que la agenda del Partido Republicano pierde contacto con la realidad. Los demócratas llegan al poder para controlar los daños (damage control) del Partido Republicano” (Gandásegui, 2010: 187).

Una mirada dialéctica: entre el consenso y las contradicciones

Ya se indicaba que en los estudios sobre Estados Unidos se aprecian visiones encontradas acerca de las diferenciaciones político-ideológicas y que en tanto unas caracterizan esa sociedad a partir de un elevado nivel de consenso, minimizando las dimensiones de conflicto, otras identifican contradicciones tan marcadas que las perciben en términos de una polarización, como si se tratase de relaciones de incompatibilidad o antagonismo. El consenso supone un acuerdo social, más o menos predominante, y la polarización es un proceso que organiza a un sistema alrededor de puntos o polos situados en posiciones extremas del mismo, con respecto a preferencias y posturas políticas que se adopten ante figuras, elites, partidos, colectividades y situaciones. Se toma como referencia, justamente, un eje que cuenta con dos polos o puntos extremos, definidos en términos partidistas o ideológicos, o sea, republicanos y demócratas o conservadores y liberales (Hernández Martínez, 2008; Domínguez López, 2009).

A reserva de que se han adelantado observaciones al respecto, viene al caso reiterar que la perspectiva de la polarización gana presencia en los análisis sobre los procesos electorales, sobre todo presidenciales, efectuados en el siglo en curso, y se aplica a la confrontación personal, partidista e ideológica que se lleva a cabo en la contienda actual, entre el mandatario republicano y su rival demócrata, al punto que en ocasiones se habla, como sucedió en la puja entre W. Bush y Gore en 2000, o entre McCain y Obama en 2008, de una confrontación entre conservadores y liberales, e incluso, entre derecha e izquierda. Algo similar ocurrió en los primeros meses de 2020, cuando aún Bernie Sanders se mantenía como precandidato. Se le consideraba –como había ocurrido en las elecciones de 2016, cuando competía también como precandidato por el Partido Demócrata con Hillary Clinton–, como una figura “de izquierda”. Por momentos, ha parecido que figuras como Sanders y Biden, salvando la distancia entre ellos, podrían propiciar cambios profundos en esa nación, cuando en rigor ambos son exponentes de uno de los dos partidos que integran el sistema bipartidista en Estados Unidos, y si se retiene una experiencia cercana como la del doble gobierno de Obama –aun y cuando despertó gran expectativa en torno a la consigna basada en el cambio que enarboló en su primera campaña y obtuvo la sorprendente victoria, al llegar a la Casa Blanca un hombre de piel negra–, fue obvio que los demócratas abrieron muchas más puertas que las que cerraron. De las reformas que prometió Obama, la sanitaria quedó inconclusa, en tanto que la migratoria y la energética ni se intentaron, además de la paradoja que definió su benévolo tratamiento discursivo sobre los migrantes y la dura política real de deportaciones que promovió. El sistema norteamericano está diseñado por las reglas clasistas de la democracia burguesa representativa, que en las condiciones del imperialismo contemporáneo se ha hecho más elitista y excluyente.

El Partido Demócrata y el Partido Republicano, según se ha argumentado, responden al gran capital norteamericano, lo cual les imprime una similar identidad clasista, si bien representan a fracciones diferenciadas, con intereses específicos, económicos y políticos, determinados además por sus orígenes históricos, rasgos culturales y asentamientos geográficos. De ahí que –y conviene reiterarlo– las diferencias partidistas, así como las ideológicas, plasmadas en la orientación liberal y conservadora que les acompañan, manifiestas con especificidades al interior de ambos partidos, son reducidas y más que contrapuestas son contrastantes y complementarias.

El bipartidismo no le da cabida a un tercer partido. Por razones históricas, en Estados Unidos la izquierda, en el sentido, por ejemplo, europeo o latinoamericano, con la que se asocia erróneamente, a menudo, a demócratas y liberales, ha quedado fuera del sistema partidista electoral y su resonancia en la sociedad civil ha encontrado fuertes límites. La izquierda norteamericana se expresa, fundamentalmente, en el movimiento social, a través de organizaciones, instituciones y esfuerzos intelectuales que han alcanzado plazas en la academia, la cultura y el arte, y que ha sobrevivido en medio de luchas históricas, en las que han enfrentado brutales represiones, como parte de la lógica del imperialismo, que ha hecho lo imposible por aplastarla o silenciarla desde el siglo xix y muy notoriamente en el xx, en la década de los años cincuenta, bajo el macartismo, en los círculos sindicales y demás nichos de la sociedad civil. No se trata de que, como algunos piensan, no exista, solo que choca con una sociedad fuertemente hegemonizada por los aparatos ideológicos y otros mecanismos de control y poder del Estado burgués, donde la ideología que se impone es la de las clases dominantes (Marx y Engels, 1966).

En este marco serían oportunas, entre otras, preguntas como las siguientes cuyas respuestas tienen como asidero una visión dialéctica multidisciplinaria, proyectada desde las ciencias sociales marxistas aludidas, como la economía política, la sociología y la ciencia política: ¿Las distancias entre republicanos y demócratas, entre liberales y conservadores, expresan una polarización, como extremos contrapuestos? ¿O se trata de una diferenciación con base en intereses puntuales, con zonas de solapamiento, superposición o intersección? ¿Cuál es el proceso que organiza las contradicciones del sistema a través de su unidad y diferencias? ¿Ofrece el sistema espacios y oportunidades a candidatos “de izquierda” (emancipadores, anticapitalistas, revolucionarios) que atenten contra el sistema? (Hernández Martínez, 2020).

Una referencia visible y elocuente del consenso existente en la sociedad norteamericana radica en el modo en que se asume, al nivel de la conciencia social, de la cultura política y la opinión pública, la identidad nacional o la adhesión al conjunto de valores fundacionales que conforman el ideario patriótico de Estados Unidos. El hecho de que la sociedad norteamericana sea altamente consensual desde el punto de vista político no significa que en ella no haya existido y perviva un alto grado de conflicto. Solo que este se expresa de modo significativo y perdurable a través de contradicciones políticas que tienen lugar dentro de márgenes ideológicos muy estrechos, como se registra en los diferendos entre republicanos y demócratas o entre liberales y conservadores, que nunca trascienden el consenso a nivel sistémico. A la par se advierte que la capacidad de reto o enfrentamiento al sistema por parte de fuerzas “de izquierda”, como las que en las décadas de los años sesenta y setenta alcanzaron sus mayores expresiones, desafiando al establishment y el mainstream, entendidos respectivamente como la estable estructura institucional estatal y la corriente principal de una cultura mayoritaria, ambas exponentes del consenso, han sido efímeras e intermitentes y no han alcanzado, salvo en casos excepcionales, una convocatoria verdaderamente nacional. Pero cuando no se trata de crisis excepcionales como las aludidas, sino de contrapuntos recurrentes, como los que se manifiestan en los comicios presidenciales y los que reflejan con periodicidad las encuestas, relacionados con actitudes políticas, se prefiere en esta breve aproximación, que solo pretende motivar la reflexión sobre el tema, hablar de diferenciaciones, en lugar de concebir las relaciones implicadas como polarizaciones.

Uno de los ejes ideológicos principales, si no el principal, que sintetiza el consenso, sea el que afirma la tradición política liberal, la democracia representativa, el concepto de libertad y de derechos humanos que acompañan al modelo republicano, como paradigma de Estados Unidos. Ese es el sedimento cultural que permite la continuidad y coherencia de una concepción del mundo que es compartida por los dos partidos que representan al sistema bipartidista –el demócrata y el republicano–, y las dos corrientes de pensamiento que nutren el mundo subjetivo o espiritual –la liberal y la conservadora–. Ambos partidos y corrientes son expresiones políticas e ideológicas diferenciadas, pero con una base clasista común, la de la burguesía monopólica, cuyo núcleo se resume en la esencia blanca, anglosajona y protestante (white, anglosaxon, protestant o WASP, según se identifica por sus siglas en inglés). Por encima de distancias y contrapuntos, las características que separan esas distinciones tienen que ver más con sus posiciones respecto de los medios que de los fines, puesto que estos últimos están definidos por la preservación del sistema. Y en tal sentido, tanto la dinámica partidista como la ideológica tributan a la reproducción del consenso y alimentan el llamado “credo” norteamericano, previamente referido. En ello, un vaso comunicante de primer orden es la citada ideología WASP –que si bien atraviesa la cultura política y permea la conciencia colectiva al punto que se plasma hasta en las historietas gráficas y comics, como se advierte en la saga de los Simpsons, pertrechando al imaginario popular con el mito de que en la sociedad norteamericana es la clase media lo fundamental– es como el cociente de una operación aritmética que distribuye realidades y aspiraciones en términos de estatus y expectativas, con base en valores como el individualismo, la competencia, el apego a la propiedad privada, la convicción de que la nación nació bajo mandato divino, con predestinación mesiánica, las ideas de superioridad racial, étnica y religiosa, la búsqueda del confort, junto a la satisfacción o el ascenso en el lugar ocupado, según el caso, en la pirámide socioclasista. Sería un desliz confundir esa presencia o influencia común, resultante de un proceso histórico complejo, en las representaciones de diferentes clases y grupos sociales, con el simplificador cliché de que Estados Unidos es una nación de clase media. Lo que sucede es que su concepción del mundo es funcional al sistema, penetra la cultura y aporta coherencia al mencionado “credo”.

A partir del referido eje del consenso, el libre mercado, el bipartidismo, el federalismo, la división de poderes y el balance de pesos y contrapesos, los derechos individuales civiles y políticos, se asocian a imágenes como la de la Estatua de la Libertad y a frases como el American Way of Life y el American Dream. Y aunque ni los libros de texto que guían la enseñanza de la historia del país en las escuelas y universidades, ni los medios de comunicación o los discursos presidenciales explican que es el modo de producción subyacente, como dirían Marx y Engels, el que determina de acuerdo con ciertas condiciones históricas el modo de vida, la cultura, la institucionalidad social y política y las formas de conciencia colectiva, es ahí donde radica la piedra angular del mencionado eje (Marx y Engels, 1966). En torno a la naturaleza de las relaciones de producción (y entre ellas las de apropiación y la correspondiente estructura de clases), que integran al mismo es que se articula el consenso político-ideológico que sostiene en la época contemporánea al sistema capitalista, monopolista-estatal, imperialista, en Estados Unidos (Lenin y Amin, 1976; Arrighi, 1977).

La polarización primigenia: entre capital y trabajo, riqueza y pobreza

Ya se ha anticipado que esas divisiones se manifiestan a lo largo y ancho de los diversos ámbitos del entramado nacional, aunque quizás donde se hagan más visibles las diferencias, sea en la estructura social y en la posición partidista e ideológica que ante las elecciones presidenciales y determinados temas de la agenda nacional adopta la población.

En el primer caso queda claro que las distantes condiciones o niveles de vida de ricos y pobres reflejan los extremos de la contradicción antagónica básica del sistema capitalista, entre capital y trabajo, la que define la naturaleza explotadora del modo de producción que sostiene a la formación social estadounidense. Se trata de una efectiva polarización socioeconómica, resultante de la desigual distribución de la riqueza entre explotadores y explotados, según lo dejaría sumamente claro una perspectiva de análisis desde la economía política (Harvey, 2013). Según se ha afirmado: “la tendencia a la polarización socioeconómica es revelada en análisis que concluyen el extremadamente alto nivel de desigualdad con la disminución creciente de la clase media a lo largo del tiempo tanto en países de ingresos bajos como de ingresos altos. El hambre en el mundo está al alza. Las dificultades económicas para atender la salud aumentan y una pandemia está poniendo en entredicho, una vez más, la capacidad del modelo neoliberal, aquel que sostiene sus posturas de libre mercado, la desideologización y la pospolítica, para garantizar el progreso económico y, en muchos casos, la posibilidad del hombre para sobrevivir” (Vázquez Ortíz, 2020).

En el segundo caso, sin embargo, es discutible la consideración de que se trate de una relación similar, o sea, de una polarización política e ideológica, entendida del modo más convencional cual proceso de estructuración de un sistema en torno a puntos extremos de su geometría (Cárdenas, 2011). En este sentido, se advierte en buena parte de la literatura especializada en sociología y ciencias políticas que la afiliación al Partido Demócrata o al Partido Republicano, palpable en el respaldo electoral a uno u otro candidato a la presidencia, junto a la orientación ideológica liberal o conservadora de los ciudadanos, apreciable en el apoyo o rechazo a medidas relacionadas con cuestiones como la migración, el homosexualismo, el presupuesto para la defensa y la política exterior, entre otros, se abordan y presentan, con frecuencia, como comportamientos que expresan polarizaciones, cuando en realidad se trata solo de posicionamientos diferentes o de distanciamientos, mas no de polos enfrentados, como si fijasen límites o fuesen posiciones extremas, incompatibles, dentro de un espectro o eje ideológico y programático (González Ferrer y Queirolo, 2013).

Ya se ha señalado que en el lenguaje de las ciencias sociales y de los medios de prensa norteamericanos es frecuente la consideración, por un lado, de que entre demócratas y republicanos o entre liberales y conservadores existe una polarización. Y por otro lado, en ocasiones se califica, al identificar dichas definiciones partidistas e ideológicas, a republicanos y conservadores como expresiones de derecha, en tanto que a demócratas y liberales se les clasifica como de izquierda. Tales distinciones pueden constituir una esquematización engañosa del espectro político-ideológico norteamericano. En rigor se trata de posiciones diferenciadas, más no antagónicas, a partir de las visiones que se adoptan respecto a determinados temas y problemas.

La polarización, de la manera convencional, significa la ubicación en lugares contrapuestos, con una concepción puede decirse que geométrica, como la que separa desde el punto de vista geográfico al polo Norte y al Sur o en términos de la bipolaridad geopolítica vigente durante la Guerra Fría, entre capitalismo y socialismo o entre Este y Oeste. La polarización lleva consigo contraposiciones recíprocas bilaterales. A partir de lo que se señaló, el trasfondo clasista común que distingue a las posturas aludidas, con una mirada dialéctica, conduce a su interpretación más en términos de un proceso de diferenciación entre el Partido Demócrata y el Partido Republicano o entre el pensamiento liberal y el conservador, que de polarización.

En todo caso, si se admitiera la idoneidad de un concepto como el de polarización para aproximarse al tejido social, político o ideológico mundial, aplicable a Estados Unidos, sería en los términos en que se argumentó antes y se precisó en una cita previa su expresión socioeconómica. Desde este punto de vista, como se ha puntualizado con acierto: “el nivel de polarización social global y desigualdad es ahora sin precedente. El 1  % más rico de la humanidad controla más de la mitad de la riqueza del planeta mientras el 80  % más bajo tiene que conformarse con apenas 4,5  % de esa riqueza. Mientras se extiende el descontento popular contra esta desigualdad, la movilización ultraderechista y neofascista juega un papel crítico en el esfuerzo de los grupos dominantes de canalizar dicho descontento hacia el apoyo a la agenda de la clase capitalista transnacional, disfrazada en una retórica populista” (Robinson, 2020).

Liberales y conservadores, izquierda y derecha

Desde un punto de vista parecido puede considerarse que entender esas relaciones como una contradicción entre izquierda y derecha oscurece más que aclara el asunto, sobre todo si se toma en cuenta que, de manera extendida, esa distinción nace de una suerte de enfoque espacial con referencia a una posición central en un espectro político-ideológico, que define sitios extremos a la izquierda y la derecha de un centro. Y estas ubicaciones se definen, respectivamente, por lo que representan en el primer caso en cuanto al cambio del sistema con una intención de legitimidad, liberación, mejoras económicas, justicia social y, en general, de progreso histórico, y en el segundo, por lo que significan para la perpetuación del statu quo, basado en opresión, desigualdad, estancamiento o retroceso en la historia de la humanidad.

Es bastante común la identificación de esas distinciones con las de liberalismo y conservadurismo, atribuyéndoseles identificaciones similares. A grandes rasgos, los liberales se asocian a la promoción del cambio, asumiendo este cambio como sinónimo de progreso, contrapuesto a la regresión. Los conservadores se identifican con la resistencia al cambio, con el apego a la tradición. Sobre esas bases cabe preguntarse si en una sociedad como la norteamericana, el Partido Demócrata o la ideología liberal han llevado consigo aspiraciones “de izquierda”, dirigidas a transformar el sistema, si han desarrollado acciones encaminadas a la ruptura con el capitalismo. La respuesta sería negativa. La contradicción entre liberalismo-conservadurismo en Estados Unidos es relativa. Vale la pena reiterar que no se trata de una polarización, sino de una diferenciación (Lipset y Rokkan, 1967). Y no está de más insistir también en que ella no debe interpretarse cual analogía izquierda-derecha. Liberalismo y conservadurismo no se advierten en la escena política norteamericana como ideologías o cuerpos doctrinarios irreductibles, sino por el contrario, como piezas que se pueden complementar e incluso combinar (como de hecho ocurre), respecto a una gran diversidad de temas que afectan a la nación o al individuo.

En rigor la contraposición entre izquierda y derecha en Estados Unidos refleja otro tipo de diferenciación cualitativa, vendría a ser como harina de otro costal. Con un sentido bastante convencional, la izquierda estaría encarnada por las instancias que retan al sistema, o sea, los exponentes del movimiento social, de las llamadas minorías, de los sectores excluidos del poder, de las clases explotadas y sus representaciones partidistas (Comunist Party, Socialist Workers Party) o socioeconómicas (Occupy Wall Street) contestatarias, interesadas al menos en reformas sensibles, cuando no en mutaciones más profundas. Entre sus componentes cabrían las organizaciones del movimiento negro, latino, feminista, juvenil, de defensa de los derechos de los homosexuales, junto a determinados sindicatos y grupos ambientalistas y pacifistas. Un segmento del Partido Demócrata, caracterizado por posturas cercanas a lo que se ha descrito, denominado como su ala radical, se ubica también, como regla, en la izquierda estadounidense, junto a ciertas expresiones religiosas como las de los Pastores por la Paz. La derecha, por su parte, comprende las instituciones consustanciales al sistema, comprometidas con las elites de poder, incluyendo al Partido Republicano en su conjunto, aunque pueda exceptuarse algún segmento moderado o razonable, pero a la vez, a un sector del demócrata, el que se conoce como su ala derecha, junto a entidades de la sociedad civil, como la Sociedad John Birch, la Asociación Nacional del Rifle, el Ku-Klux-Klan, el Movimiento Vigilante, el Movimiento de Identidad Cristiana y no pocas denominaciones protestantes insertadas en la conocida Derecha Evangélica .

Tal vez contribuya a clarificar lo señalado, en el sentido de que, en las condiciones de Estados Unidos, lo que se puede considerar como polarización política y clasificar como izquierda es lo que se manifiesta en el posicionamiento clasista de “los de abajo”, cuando se enfrentan a “los de arriba”. Como ejemplo es válida la adecuada caracterización del asunto que se reproduce a continuación, referida a la actualidad en ese país: “La cada vez mayor crisis del capitalismo ha acarreado una rápida polarización política en la sociedad global entre una izquierda insurgente y fuerzas ultraderechistas y neofascistas que han logrado adeptos en muchos países. Ambas fuerzas recurren a la base social de los millones que han sido devastados por la austeridad neoliberal, el empobrecimiento, el empleo precario y relegación a las filas de la humanidad superflua” (Robinson, 2020).

CONCLUSIONES

En Estados Unidos, el sistema capitalista en general y el político en particular, se organiza y desarrolla a través de una contradicción clasista que se manifiesta con claridad en una real y primigenia polarización, la socioeconómica, y en una lucha de clases que suele perderse de vista, amortiguada por un entramado de dominación múltiple, de influencia, manipulación, cooptación y represión, que entre otras cosas ha condicionado el lugar subordinado y asimilado de una izquierda, en el sentido aludido. En la sociedad norteamericana, burguesa por definición y signada hoy por las condiciones del imperialismo contemporáneo, la vida social la organiza y proyecta, comenzando por el proceso básico que sostiene a toda nación (la producción) y abarcando el resto de las relaciones sociales (la política y la cultura incluidas): el capital.

No debe perderse de vista que el contradictorio y diferenciado entramado político-ideológico norteamericano es bastante complejo y contiene muchas matizaciones, lo que no puede ignorarse. Como tampoco procede el sobredimensionamiento de ciertas contradicciones o diferenciaciones. Con estas prevenciones debe entenderse lo común y lo diferente entre demócratas y republicanos, entre liberales y conservadores, cuyos caminos, destinos, medios y conceptos difieren dentro del común horizonte capitalista.

En el marco de los procesos electorales que han tenido lugar durante los últimos 40 años, si bien se han dado condiciones objetivas y subjetivas para la formulación de un nuevo proyecto nacional, que resuelva los problemas acumulados e insolubles desde que en la década de los años ochenta el proyecto del New Deal fue sustituido por el que impuso la Revolución Conservadora, ni los programas partidistas ni las propuestas ideológicas han conducido a ello. Lo que ha venido registrando la historia es que la puja entre demócratas y republicanos, entre liberales y conservadores, han debatido agendas políticas en procura de intereses estrechos, que no se han estructurado como opciones viables, conducentes a un nuevo, vigoroso, proyecto de nación. La crisis del sistema –crisis capitalista, estructural y cíclica–, palpable hasta hoy, profundizada por la pandemia de la COVID-19, refleja agotamiento de la tradición política liberal, ascenso de una espiral conservadora y expresiones culturales de fascismo, aunque el régimen político mantenga los atributos formales del modelo de la democracia representativa. En ese marco, el bipartidismo y la acompañante dicotomía ideológica muestran una crisis, que no quiebra un sistema cuyas capacidades de sobrevivencia y superación de sus conmociones intrínsecas siguen alargando la vida del capitalismo, sin que se articule un movimiento social ni un partido “de izquierda”, que desborde la subordinación histórica a estructuras de dominación funcionales y múltiples, capaz de convertir las diferenciaciones político-ideológicas en auténticas polarizaciones.

Con independencia de los resultados de las elecciones de 2020, la sociedad norteamericana seguirá definida por las tendencias en curso, en un escenario de crisis cuya solución no depende de los programas de uno u otro partido ni de sus proyecciones ideológicas. Desde luego, no será lo mismo con una continuidad republicana que con un relevo demócrata, considerando además el papel de la personalidad de quién ocupe la presidencia. Pero la naturaleza del sistema será la misma y el marco nacional e internacional coloca problemas y límites objetivos. Como se ha señalado, las elecciones en ese país no pretenden cambiar el statu quo, sino reproducir la lógica del imperialismo. Las pautas conservadoras que se han establecido no terminarían con un presumible fin del gobierno de Trump. Es decir, podría proseguir, a nivel cultural, una suerte de “trumpismo” sin su liderazgo presidencial, y, de otra parte, un regreso demócrata a la Casa Blanca no augura, necesariamente, un retorno o una renovación de la vieja tradición liberal.

Un análisis del consenso y la diferenciación político-ideológica en Estados Unidos y de sus especificidades en los procesos eleccionarios y más allá de ellos, requiere una mirada dialéctica capaz de objetivizar lo que tiene de nuevo la situación actual, valorando, aplicando o descartando, con sentido ecuménico y sin exclusiones, las perspectivas que desde diferentes corrientes de pensamiento, latitudes y aportes disciplinarios, como los de la economía política, la sociología, la historiografía y la politología, coexisten en el acervo de las ciencias sociales, que nunca son imparciales.

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1* Las ideas expuestas en este ensayo surgen de las contribuciones del autor a un proyecto institucional del Centro de Estudios Hemisféricos y sobre Estados Unidos y a otro, insertado en el Programa Nacional de Ciencia y Tecnología sobre Relaciones Internacionales, que coordina el Centro de Investigaciones de Política Internacional, en los cuales aborda los procesos político-ideológicos en los Estados Unidos entre 2000 y 2020, en términos de su continuidad y cambios. El trabajo se nutre también de resultados anteriores, obtenidos por el autor en el desarrollo de su línea investigativa, referida al tema mencionado, publicados en Cuba y en el extranjero, que son reseñados.

Por REDH-Cuba

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