Falleció, víctima de coronavirus, Fernando «Pino» Solanas, a los 84 años de edad, tras haber dejado constancia de una realidad cultural extraviada en la frivolidad del espectáculo: El arte y la política pueden hermanarse y resultar artísticamente trascendentes.
Al morir en París, donde se desempeñaba como representante de Argentina ante la Unesco, Solanas tenía por estrenar el documental Tres en la deriva del caos (2020), lo que reafirma que su impulso artístico se acopló durante una vida a la militancia del político; responsabilidad asumida desde muy joven y que, con La hora de los hornos (1968, junto a Octavio Getino), descorrió las cortinas de un cine comprometido con los pueblos subyugados de América Latina.
Recuerdo perfectamente, hace unos 15 años, mientras esperábamos el momento de participar en el programa Mesa Redonda, cómo hablaba con entusiasmo juvenil de aquel documental en cuatro partes, cuyo mayor mérito –decía él– había sido avivar la conciencia de los espectadores. Un público que, reunido de forma clandestina en la Argentina pisoteada por la bota del general Onganía, aprovechaba los cambios de bobinas para enriquecer el filme con discusiones interminables.
Cincuenta años después de aquella realización, bien lo sabía Solanas antes de morir, La hora de los hornos es considerado un clásico de la cinematografía latinoamericana y mundial, y un testimonio sin igual de la teoría de la liberación, predominante en esos tiempos, como única forma de alcanzar la segunda independencia de un continente; independencia que, ya en el campo de la creación, el cineasta tuvo muy clara al negar los modelos narrativos impuestos por las cinematografías dominantes, en especial la de Hollywood. Una teoría –Tercer cine– que desarrollaría poco después junto a Getino, y cuya esencia se afincaba en una nueva forma de comunicación con los espectadores latinoamericanos, lo que puede apreciarse tanto en su extensa obra documental, como en su cine de ficción, donde aparecen dos títulos cumbres: Tangos, el exilio de Gardel (1985) y Sur (1988), ambas recibidas con aclamaciones en el Festival del Nuevo Cine de La Habana.
Las propuestas estéticas de esas dos historias, vinculadas estrechamente con la obsesión eterna del cineasta –su Argentina– significaron renovaciones para un cine nacional demasiado apegado aún a formas provenientes de sus «años dorados», al tiempo que demostraron que en los apartados técnicos, Solanas –con una maduración profesional en los spot publicitarios («para poder comer») no era segundo de nadie.
Fue premiado en diversos festivales, entre ellos Cannes, Venecia, Berlín y La Habana. Para él, las formas no tuvieron fronteras, una pluralidad que combinaba las diversas manifestaciones del arte –música, ballet, pintura– tratando de frenar el desborde sentimental de ciertas películas argentinas, sin renunciar a una sensibilidad finamente elaborada y con toques de humor, para evitar el imperio de la lágrima. Un estilo que denominó tanguedia (tango y comedia en un solo tiro de dados).
Muy argentino, muy latinoamericano este artista que asumió la política como arma de combate, que fue tiroteado por defender sus ideas de justicia, y que, a los acordes de un bandoneón, convirtió el exilio impuesto por los militares en su mejor arte.
Fuente: Granma