Con las riberas que bordean el mar Caribe y el océano Pacífico, sus caudalosos ríos y los altos picachos andinos, Colombia es un hermoso país de poetas. Su historia, sin embargo, ha sido dramática. Los movimientos subversivos urdidos por el Imperio condujeron al desgarramiento de una parte del antiguo virreinato de Nueva Granada para favorecer los intereses de la United Fruit.
A lo largo de más de “cien años de soledad” los conflictos internos han producido constantes derramamientos de sangre. El asesinato de Jorge Eliecer Gaitán desencadenó una sublevación en Bogotá y desde entonces, hasta ahora, el derramamiento de sangre no ha cesado. Alcanzados trabajosamente los acuerdos de paz, siguen cayendo antiguos guerrilleros y dirigentes de movimientos sociales.
Visité Colombia a comienzos de los ochenta del pasado siglo con el propósito de conocer el trabajo de la Corporación de Teatro, una alianza de grupos que, con el respaldo de los sindicatos obreros, asumía la responsabilidad de conquistar un público renovado en los sectores populares y estudiantiles.
Por aquel entonces, el aliento emancipador de la Revolución cubana, contrastante con el panorama represivo impuesto en países de América Latina, había inspirado iniciativas similares en buena parte de nuestros países. Entre todos ellos, sobresalían los colombianos por la sistematicidad de su labor y por la articulación creativa de teoría y práctica. Ajenos a tentaciones paternalistas, distaban mucho de intentar un arte de propaganda.
Aspiraban, por lo contrario, a despertar la conciencia de un espectador crítico a través de la relectura compartida de la realidad contemporánea. Mediante el empleo de prácticas de investigación, iban construyendo su propia dramaturgia, renovadora en los textos, así como en los componentes visuales y sonoros del espectáculo. Bajo la dirección de Santiago García, recientemente fallecido, el Teatro La Candelaria, de Bogotá, mostraba resultados concretos en la cristalización de un proyecto artístico y en la conquista de un público cómplice, activo y participante.
La pandemia que abate el planeta ha tenido efectos arrasadores en la vida cultural. Sometidos al necesario distanciamiento físico, los teatros han cerrado sus puertas. Privados de auspicio gubernamental, los artistas sucumben al desempleo creciente. En ese contexto, me llega la denuncia formulada por Patricia Ariza, fundadora del Teatro La Candelaria.
En un lúcido y bien fundamentado texto, cargado a la vez de pasión latente, no se limita a señalar las consecuencias de una orfandad que anula el presente y el porvenir de la auténtica creación artística. Apunta hacia un peligro mayor, hacia aquella otra pandemia, agazapada bajo la enfermedad que nos abate.
Se trata de una ideología que dimana del neoliberalismo preponderante y permea el pensamiento económico, el debate político, los conceptos que rigen el diseño de los sistemas de enseñanza, así como el arte y la cultura. El embate del capitalismo depredador tiende a convertir el arte en mercancía rentable, sujeta a los vaivenes de las modas impuestas por los rejuegos de auténticas bolsas de valores.
La subversión más profunda de la naturaleza de la creación se manifiesta en la promoción de modelos sustentados en espectáculos de mero entretenimiento, conducentes a la evasión de la realidad y al adormecimiento de las conciencias. Las vacunas −así lo esperamos todos− habrán de vencer la pandemia. Pero el pensamiento neoliberal tiene repercusiones más duraderas. Desde Bogotá, Patricia Ariza hace un llamado de alerta que trasciende las circunstancias de su país, porque la contradicción fundamental de nuestro tiempo contrapone el neoliberalismo a la ininterrumpida marcha en favor de la emancipación humana.
Las palabras de Patricia Ariza reavivan en mí el recuerdo de las intensas jornadas de aprendizaje transcurridas en el espacio íntimo de los procesos de creación del Teatro La Candelaria.
Su reclamo en favor de la necesaria implementación de políticas garantes del auspicio al quehacer artístico me remite a una memoria personal mucho más remota. En los días de mi infancia y de mi primera juventud, conocí la orfandad solitaria de quienes se empecinaban en proseguir con su obra el desarrollo de la cultura cubana, por encontrar un destinatario seguro.
La institucionalidad revolucionaria ofreció el respaldo requerido y propició la formación de un espectador avezado, seguidor atento del acontecer de la escena y fervoroso animador de los festivales del Nuevo Cine Latinoamericano, a lo cual se añade el reconocimiento público de la valía del patrimonio nacional. Vencido el paréntesis impuesto por la pandemia, el autor volverá a encontrar a su destinatario en un ámbito de reconocimiento mutuo, en el siempre renovado descubrimiento de la realidad.
Fuente: Juventud Rebelde