El problema de la identidad latinoamericana, tanto de su defensa como de su completa realización, fue una preocupación recurrente de José Martí, y forma parte de los asuntos que trata en los dos textos en cuestión[1]. Martí parte de la tesis de la incompletitud de la independencia latinoamericana debido a la persistencia de relaciones de dependencia estructural con la América del Norte y Europa, pero también por la colonialidad de la cultura. Sobre esta última condición hablemos un poco.

Colonialidad y eurocentrismo —que bien podría llamarse “noroccidente-centrismo”— son, para el caso americano, dos rostros de un mismo problema. No en balde cierto profesor cubano ironizaba diciendo que, entre norteamericanos, franceses y británicos, nos han dicho cómo tenemos que pensar a todos. Si el eurocentrismo se presenta en el europeo en la forma de una miopía que le impide ver con claridad a medida que aumentan las distancias, la colonialidad en nosotros es, en primera instancia, una acentuada incapacidad para reconocernos frente a un espejo. Si el eurocentrismo resulta una suerte de provincianismo hipertrofiado y aplaudido, la colonialidad americana emerge constantemente como un desarraigo, como una sensación de “no estar”. Si el eurocentrismo hace de un territorio el mundo entero y centra este en aquel, la colonialidad se proyecta como una realidad sin suelo alguno, como un desenfoque accidental del centro.

Martí escribió “Nuestra América” en 1891. Cien años hacía ya que los esclavizados de Haití se habían sacudido el yugo colonial y esclavista, y habían comenzado la larga marcha de la independencia en la América romántica. En cien años el problema de la colonialidad era tan evidente como el primer día. Doscientos años después, tampoco lo hemos resuelto.

La colonialidad se presenta de varias formas, y Martí maneja algunas. Una de ellas es la colonialidad de los paradigmas de la política. De espaldas a la feudalidad latinoamericana, a la rémora de la esclavitud, a la alteridad del indio, se plaga el continente, una vez expulsada España, de instituciones impostadas que fracasarían una a una en el logro de gobiernos estables y prósperos. En la contemporaneidad, la cuestión de los imaginarios políticos colonizados se hace más dramática, sobre todo en el caso de proyectos poscapitalistas como el de Cuba. El sentido común liberal coloniza de tal modo las mentes políticas que se hace tremendamente difícil imaginar un mundo más allá del capitalismo; capitalismo que es irremediablemente un fenómeno de raíz europea. No existe el capitalismo absolutamente desoccidentalizado: ser capitalista es pertenecer al mundo euro-centrado. Y quien lo dude que mire cómo a pesar de la pujanza de los capitales asiáticos, pervive la tendencia a la occidentalización de sus culturas, porque el proyecto de la modernidad capitalista presenta, y sigue presentando como modernidad, como progreso, a Europa.

De este modo la colonialidad de los paradigmas políticos se hace también una colonialidad civilizatoria. La destrucción de las viejas formas de socialidad premodernas que perviven en nuestro continente —o en cualquier otro del Sur global—, sigue apareciendo como el progreso, y estas formas como “atraso”. Obviamente en la racionalidad moderna/capitalista la propiedad comunal de la tierra indígena, o la no territorialidad de algunas comunidades, no pueden sino ser irracionales., pues pertenecen a otro mundo. El problema es que no es posible continuar con el empeño de europeización del Sur, en tanto el mismo solo implica la destrucción sistemática de toda identidad no europea y la subalternidad de las mismas.

En el marco de la búsqueda de caminos poscapitalistas/transmodernos, la colonialidad de las instituciones, llevada a su máxima expresión con el Pensamiento Único —“there is not alternative”—, dificulta la imaginación de formas políticas nuevas que no reproduzcan las mismas relaciones de subordinación hasta entonces existentes. El establecimiento de la democracia liberal como LA democracia, de las libertades burguesas como LA libertad, etc., son un silencioso gas inmovilizador. La construcción de procesos democráticos que abolan toda dominación y toda injusticia implica —para los pueblos del Sur como Latinoamérica— la descolonización de los imaginarios, en aras de producir otros referentes.

La persistencia de cuerpos ideológicos como el racismo son también expresiones de colonialidad —desde el momento en punto que sabemos que el racismo es un fenómeno producido, “inventado”, por el colonialismo—. Cuando el racismo pervive en una nación, eso implica que hay una parte de ella que se construye como alteridad, como “un otro”, como algo fuera de la nación o al menos de lo “normal” de la nación. La negritud y lo indígena no han dejado de ser percibidas como accidentales molestias por grandes capas de población blanca en América Latina. “No hay odio de razas, porque no hay razas” —más un deseo que una sentencia de Martí—. Esa otredad del no blanco implica que aún el blanco racista cree que pertenece al mundo de Europa, que aún es español, por ser tataranieto de españoles. Sin embargo, la identidad con Europa choca con un muro tan ancho como el Atlántico: el racismo europeo. Como dijo sabiamente Fernando Martínez Heredia: “para ellos, todos somos negros”. Solo en la aceptación de la mixtura, en el resarcimiento de los daños y en el levantamiento igual de todos los elementos que conforman la especificidad latinoamericana puede salvarse esta identidad frente a los embates cada vez más potentes que amenazan con destruirla, o convertirla en un objeto de feria.

El escudo de la identidad de los pueblos es la cultura. Es su escudo y es su carne. No en balde en una fecha tan tardía como 1970 todavía alguien podía atreverse a preguntar si la cultura latinoamericana existía. Esa misma pregunta es subtexto permanente de la maquinaria cultural occidental que actúa como si no existiera. Parafraseando a Retamar: ¿existimos nosotros? No hay duda de que existimos: ¿Quiénes, si no, ampliaron el canal de Panamá? ¿Quién, si no, sembraba para la United Fruit Company? ¿Quién abastece de droga California? Existimos. Pero al parecer no somos, ni creamos, ni pensamos. O eso parece en el cuadro de la “cultura universal”, en la que solo existen los países centrales. La colonialidad de la cultura, que es la colonialidad del espíritu, es el instrumento por excelencia del sometimiento.

En ocasiones cuando se plantea el problema de la segunda independencia latinoamericana, se cree que Martí habla en términos puramente geopolíticos, como si la independencia fuera únicamente un asunto de fronteras. Esto es simple vulgarización. Cuando Martí se refiere a la segunda independencia, no solo habla de/en términos geopolíticos —ni principalmente en esos términos—. Martí está manejando una cuestión civilizatoria: el proyecto, la creación, la invención de Latinoamérica, del mundo latinoamericano.


[1] Nos referimos a “Nuestra América” y “Madre América”.

Por REDH-Cuba

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