Con frecuencia solemos mencionar la expresión guerra cultural como si se tratase de un fenómeno reciente, pero la verdad es que existe desde hace mucho tiempo. A través de la historia de la humanidad han ocurrido disímiles pugnas, competencias; batallas por conquistar territorios, imponer modos de vida y lograr hegemonías. Durante siglos prevalecieron las luchas armadas, las explosiones, los disparos, las muertes…
Esas guerras solían reconfigurar el orden político y económico global. Tal vez los dos mayores ejemplos son la primera guerra mundial (1914-1918) y la segunda (1939-1945), con millones de víctimas, y transformaciones de gran alcance en todo el planeta.
Mucho antes de estos dos grandes y lamentables acontecimientos, palpitaba ya una lucha en el plano de la cultura, entendida mucho más allá del arte. Cuando un grupo de personas sometía a otra, o cuando una nación conquistaba otra, existía también el propósito de imponer su religión, sus costumbres…
El surgimiento de la imprenta, los libros, los periódicos y agencias de noticias como EFE y Reuters permitieron llegar a una mayor cantidad de personas, con las ideas, visiones e informaciones de interés para sus dueños. Con la creación de la radio, la televisión y el cine aumentaron las posibilidades de influencias en grandes mayorías.
Poco a poco se fueron creando grandes consorcios y monopolios de la comunicación, especialmente en los países con mayor poder económico, que además pretendían lograr una hegemonía en el terreno de la cultura. Pensemos, por ejemplo, en los héroes de las películas estadounidenses. ¿Qué características tienen? ¿Quiénes suelen ser los vencedores? ¿Cuál país suele salvar a la humanidad en estas obras de ficción? Pues, por supuesto, Estados Unidos.
Con el desarrollo de Internet y las nuevas tecnologías, todo eso se ha incrementado hasta límites impensables. Los conquistadores del siglo XXI saben que quienes hieren o matan la identidad, las bases culturales de un pueblo —elementos poderosos de orgullo y resistencia— también asesinan su alma, parte esencial de su fuerza e independencia.
Un considerable porciento de los servidores informáticos radican en Estados Unidos: nuestros datos pasan por ahí. Dejamos huellas de nuestra personalidad, nuestras relaciones, gustos, sueños… Y quienes dominan ese aparato tecnológico o cuentan con el dinero para pagar pueden direccionar contenidos hacia públicos específicos, ciudades y países. Sin dudas, poseen una ventaja indiscutible.
Más del 75% de los miles de millones de usuarios de Internet se conectan a diario. Me gusta imaginar este fenómeno como una especie de cancha deportiva, en la que existe una competencia constante por ser visto y posicionar contenidos; una batalla cultural e ideológica que para algunos podría ser inconsciente. Esto también se extiende a lo económico.
Según el libro La dictadura del videoclip, del profesor español Jon Illescas, siete de los diez audiovisuales (específicamente videoclips) más reproducidos en Youtube entre 2005 y 2015 son de Estados Unidos. El 61,5% de las banderas que aparecen en estos materiales corresponde también a la de ese país, multiplicando por seis la frecuencia de la segunda: la de Gran Bretaña. El 90% de ellos son cantados en inglés. A eso sumamos que en casi cuatro de cada diez videos (39,8%) hay apología a drogas legales (usualmente alcohol), y en más de uno de cada diez, ilegales (marihuana, casi siempre). El modo de vida que más se refleja es el estadounidense, como también sucede en otros materiales audiovisuales.
Hace algunos meses, en un encuentro con el periodista y catedrático Ignacio Ramonet, radicado en Francia, y con la cubana Rosa Miriam Elizalde, se utilizaba el término “colonialismo 2.0”, un vocablo (colonialismo) que a nosotros no nos parece exagerado ni desfasado, sino muy actual. Cuando uno analiza las particularidades del mundo digital y su funcionamiento, comprende la dimensión de todo eso y las batallas de diversa índole, en las cuales se pueden definir cuestiones transcendentales.
Recientemente, durante un evento realizado en la sede de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba, Ramonet aseguró que “la verdad es cada vez más emocional”, un elemento que suele ser aprovechado para socavar los cimientos ideológicos de los internautas y los pueblos en general. Las redes sociales han sido utilizadas en diferentes países como vehículos para crear descontento popular, incluso para incitar a levantamientos que se trasladen a los espacios físicos, y viceversa, pues se pretende que cualquier hecho también tenga su amplificación en las plataformas hipermediales, muchas veces de forma exagerada. Cuba es blanco permanente de todo eso.
En la actualidad, predominan las estrategias que privilegian la conjugación de sucesos en plataformas digitales y en el mundo físico, con una fuerte disputa en lo simbólico que incluye tergiversaciones de la historia e intentos de apropiación del pensamiento de sus héroes; todo ello con grandes cantidades de dinero destinadas a la subversión y el apoyo a supuestos movimientos por el “cambio”.
Tenemos la suerte enorme de que con el triunfo de la Revolución el 1ero. de enero de 1959, el arte y la cultura en general han sido consideradas prioridades, sin obviar la crítica y las situaciones complejas en el panorama nacional. En momentos muy complicados, el Líder Histórico de la Revolución Fidel Castro enarboló frases como “la cultura es lo primero que hay que salvar”, pues siempre tuvo mucha claridad sobre su importancia como alma de un pueblo; esencia que permite resistir, hacer y soñar sin perder la belleza. Miguel Díaz-Canel, presidente de la República, también es un hombre de la cultura, un amante de la música y las artes todas, un intelectual de este tiempo.
El escritor Abel Prieto, actual presidente de Casa de las Américas, en su libro Apuntes en torno a la guerra cultural nos brinda muchas luces sobre este fenómeno, y explica cómo en el caso particular de Cuba la vanguardia artística y política, la cultura y su pueblo han formado un nicho de resistencia y belleza que será siempre fundamental para el avance del proyecto revolucionario.
Si importante es estar conscientes de estas realidades, más lo es pensar y articular estrategias supranacionales en favor de la solidaridad entre nuestros pueblos y la soberanía. Debemos tener maneras más pertinentes, atractivas e inteligentes para mostrar nuestras verdades en el ciberespacio, pero también es preciso lograr una mejor formación cultural que permita identificar estos fenómenos y adoptar posiciones críticas ante las constantes tergiversaciones o bombardeos de contenidos por vías diversas, en un entramado de móviles, pantallas, tabletas electrónicas, redes, televisores, libros, medios de prensa y las complicaciones de nuestras vidas cotidianas.
En medio de todo eso resultan esenciales la inteligencia y el trabajo en equipo. Desde las organizaciones y movimientos internacionales de izquierda necesitamos una mayor articulación. En el espacio de debate Dialogar, dialogar Ramonet comentaba a varios jóvenes de la Asociación Hermanos Saíz que, en ocasiones, los movimientos de izquierda no aprovechan al máximo la producción audiovisual, aunque logren estar en el poder un tiempo considerable. A veces no queda una película, una novela o un libro de ficción que aborde los sucesos, con frecuencia muy heroicos e interesantes. Sucede que hasta vienen otros autores y lo hacen desde una posición completamente contraria y con manipulaciones.
Ojalá logremos que prevalezca un pensamiento descolonizador a nivel global que potencie la dignidad de los seres humanos, el bienestar individual y colectivo, el progreso y la soberanía de nuestros pueblos. Una pretensión noble a la cual nunca deberemos renunciar, porque las disputas en lo simbólico, en las ideologías, jamás cesarán. El futuro podría ser más complejo.