A ciento veintiséis años de la muerte de José Martí en combate, se confirma cada vez más el valor de su legado. El deterioro ecológico y ético del planeta se inscribe en los males que de modo abarcador quiso él impedir o frenar con su proyecto revolucionario, centrado en la liberación de Cuba tanto del coloniaje español como del sistema de colonización que se forjaba en los Estados Unidos y él denunció tempranamente.

Lo ilustran numerosos textos suyos, entre ellos dos de las cartas fechadas el 25 de marzo de 1895, “en vísperas de un largo viaje” o “en el pórtico de un gran deber”, como se lee en las dirigidas, respectivamente, a su madre, Leonor Pérez Cabrera, y a su amigo dominicano Federico Henríquez y Carvajal. En la segunda se lee: “Las Antillas libres salvarán la independencia de nuestra América, y el honor ya dudoso y lastimado de la América inglesa, y acaso acelerarán y fijarán el equilibrio del mundo”.

Esa idea, programática, conduce a otra carta suya, la inconclusa que el día antes de morir le escribió al mexicano Manuel Mercado, también amigo suyo y su confidente por excelencia.

A este le dice: “ya estoy todos los días en peligro de dar mi vida por mi país y por mi deber—puesto que lo entiendo y tengo ánimos con que realizarlo—de impedir a tiempo con la independencia de Cuba que se extiendan por las Antillas los Estados Unidos y caigan, con esa fuerza más, sobre nuestras tierras de América”.

Por el peso misional del propósito abrazado, enfatiza: “Cuanto hice hasta hoy, y haré, es para eso”. En lo que le queda por hacer se halla la posibilidad de morir en combate, pero su afán es —le ha dicho a Henríquez y Carvajal antes de exponerle el significado que le reconoce a la emancipación de las Antillas— “servir a este único corazón de nuestras repúblicas”. Sabía urgente impedir que los Estados Unidos acumularan fuerzas que usarían contra esta región y contra todo el mundo.

El apoyo hoy de ese país al poder sionista de Israel para que le sirva como la representación más ostensible de su poderío en el Medio Oriente no es un hecho aislado, sino un capítulo más en una trayectoria larga y abominable. Que en ese contexto Israel funja como un poder tiránico en aquella zona, se corresponde con prácticas que Martí vio como representativas de los Estados Unidos.

En la citada carta a Mercado se refiere a las tácticas de esa nación para sus manejos internacionales. Tiene en cuenta el alerta que para él representó, entre 1889 y 1890 —en “aquel invierno de angustia”, como lo llamó en el preámbulo de Versos sencillos—, el Congreso Internacional celebrado en Washington. Los Estados Unidos buscaban sentar bases institucionales para controlar a toda nuestra América.

Atendiendo a señales que viene escrutando de años atrás, analiza el foro y aprecia la trama que la poderosa nación norteamericana teje en función de sus intereses. A Mercado le trasmite información que habla “de un conocido nuestro y de lo que en el Norte se le cuida, como candidato de los Estados Unidos, para cuando el actual Presidente desaparezca, a la Presidencia de México”.

Como se dirige a un hijo de ese país, solo a él se refiera, pero piensa con perspectiva abarcadora. No excluye a Cuba, que aún no se ha independizado y sobre la cual pende un plan estadounidense todavía más tenebroso, como le escribe a Gonzalo de Quesada Aróstegui a propósito del mencionado congreso: apoderarse de ella.

Ya en combate, escribe —fruto de una entrevista con el corresponsal de The New York Herald en Cuba— un mensaje dirigido al pueblo y al gobierno de los Estados Unidos. A tono con su sentido general, el texto contiene lo que debe leerse como advertencia, reto o increpación, no como indicio de confianza: “No es en los Estados Unidos ciertamente donde los hombres osarán buscar sementales para la tiranía”.

Que el periódico —con respecto al cual Martí había expresado aprensiones esenciales— mutilara y tergiversara el mensaje, corroboró las razones de la desconfianza de Martí hacia el diario, que él sabía vocero de las pretensiones imperialistas. Y entre la aparición del texto en el Herald —precisamente el 19 de mayo de 1895, día de la muerte de Martí— y la actualidad, han proliferado rotundas pruebas del modo como los Estados Unidos buscan tener en el mundo representantes locales de sus tiránicos afanes de dominación.

El mapa de la América Latina lo puntean, además de un país criminalmente cercenado, México, otros invadidos o intervenidos de distintas maneras para derrocar gobiernos legítimos o frustrar revoluciones —asesinando incluso a algunos de sus representantes mayores— e imponer o respaldar dictaduras cruentas. El Plan Cóndor no es historia antigua. Al gobierno de Colombia lo respaldan los Estados Unidos para usarlo contra la Venezuela bolivariana.

La Cuba revolucionaria, que luchó heroicamente para librarse de un dictador sanguinario apoyado por la potencia norteña y ahora sublimado por servidores de esta, conoce hasta qué nivel de criminalidad llegan las agresiones y los rejuegos por parte de los Estados Unidos, en orgánica prolongación internacional de su estructura interna.

Tan tempranamente como en 1884, Martí caracterizó al monopolio, institución representativa de la economía y la sociedad estadounidenses, “como un gigante implacable” sentado “a la puerta de todos los pobres”, y añadió: “Todo aquello en que se puede emprender está en manos de corporaciones invencibles”. Sobre esa realidad concluyó: “Este país industrial tiene un tirano industrial”.

Acerca de las consecuencias de tales hechos sostuvo: “Este problema, apuntado aquí de pasada, es uno de aquellos graves y sombríos que acaso en paz no puedan decidirse, y ha de ser decidido aquí donde se plantea, antes tal vez de que termine el siglo”.

No solo no se decidió entonces, sino que se tornaría cada vez más grave, en la medida en que, a partir de 1898 —con la intervención que privó a Cuba de la independencia que había probado merecer y era capaz de alcanzar contra la España colonial—, la nación del Norte propiciara y capitalizara, como ha hecho, el desequilibrio del mundo.

Al calor del Congreso de 1889-1890, Martí hizo observaciones medulares en torno a prácticas de poder con que aquel país sigue medrando hoy. De su rumbo el agudo observador hallaba señales básicas en la prensa, eufórica hasta la desfachatez, que mostraba a una potencia que emergía ufanándose del presunto “mesianismo” con que se aplicaría a dominar el planeta, ambición que mantiene.

En crónica acerca del foro fechada 4 de octubre de 1889, escribió Martí: “Se abre el Mail and Express, el diario vespertino de los republicanos de Nueva York, y se lee: ‘los huéspedes que vienen a seguir nuestra guía; la alianza que hemos solicitado y que vienen a ajustar nuestros huéspedes’”, mientras que el ya mencionado Herald describe de manera descarnada, o cínica, la maniobra publicitaria con que los anfitriones inauguran el foro: “Es un tanto curiosa la idea de echar a andar en ferrocarril, para que vean cómo machacamos el hierro y hacemos zapatos, a veintisiete diplomáticos, y hombres de marca, de países donde no se acaba de nacer”.

El Congreso buscaba imponer un arbitraje comercial que, basado en una falsa reciprocidad —Martí venía denunciándola de años antes—, dejara las riendas del mercado continental en poder de los Estados Unidos. No lo consiguió así entonces esa nación, pero ya empezaba a consolidar la maquinaria montada para lograrlo.

En crónica del 18 de abril de 1890, valiéndose también de lo difundido en la prensa estadounidense, Martí se refiere a valoraciones hechas desde las perspectivas de los partidos que se disputan el poder, lo que puede animar a quienes no comulgan con el secretario de Estado, republicano en ese momento, el corrupto James G. Blaine, artífice del Congreso. De ahí el criterio de que este no ha sido “un triunfo de la diplomática americana”, traducción literal de lo dicho en “el Evening Post de Nueva York, que estudia y sabe”.

Pero Martí señala lo que puede considerarse perspectiva esencial de tales medios y, en general, de la política del país. En el espíritu de lo difundido por quienes ven en el foro un arma útil para los fines imperialistas, el triunfo del Congreso, resume Martí, es “ofrecido a las comarcas agresivas del oeste, y a los manufactureros menesterosos, que quieren atar por la espalda, con lazos políticos, las manos de los pueblos compradores para llenarles los bolsillos indefensos de cotones a medio pintar y jabones de Colgate”.

Ojalá el periódico enemigo de Blaine hubiera acertado al decir no solo que no había habido tal triunfo estadounidense, sino al certificar “la victoria patente y completa del pensamiento hispanoamericano sobre arbitraje, marcadamente opuesto al pensamiento de los Estados Unidos”. Pero quizás tal formulación podía servir incluso para que se desmovilizara el espíritu vigilante que hubiera en nuestra América en defensa de los intereses propios.

Martí, que miraba a lo hondo y en lo hondo veía, sabía que el asunto era mucho más complejo que lo planteado en esos términos. “A lo que se ha de estar no es a la forma de las cosas, sino a su espíritu. Lo real es lo que importa, no lo aparente. En la política, lo real es lo que no se ve”, sostuvo en su crónica, publicada en el número de mayo de 1891 de la Revista Ilustrada de Nueva York, sobre la Conferencia Monetaria de las Repúblicas de América, que en ese año dio continuidad al foro de 1889-1890, y en la cual él, como representante de Uruguay, contribuyó a frenar entonces el plan de validar el dólar como moneda panamericana.

Sabía que el peligro de la dominación estaba en pie y no se debía incurrir ni en ingenuidad ni en descuidos. La maquinaria propagandística de los Estados Unidos funcionaba con engranajes de falsificación y edulcoramiento ante los cuales ninguna prevención sería excesiva. Según crecieran su poderío y su deshonor, la potencia emergente podía aplicar, fuera de sus lindes nacionales también, prácticas similares a las que usaba para manipular la opinión pública en su propio territorio.

Por encima de contradicciones entre los dos partidos que alternaban en el poder —y que Martí vio igualados en las ambiciones y en la corrupción— las fuerzas políticas y económicas interesadas en la preponderancia del gigante que estaba “sentado, como un gigante implacable, a la puerta de todos los pobres”, conservan su pujanza en general, y sus modos de actuar.

Ante eso Martí diagnostica: “se ríen a la callada de la fe que en público profesan”, porque “creen que el sufragio popular, y el pueblo que sufraga, no son corcel de raza buena, que echa abajo de un bote del dorso al jinete imprudente que le oprime, sino gran mula mansa y bellaca que no está bien sino cuando muy cargada y gorda y que deja que el arriero cabalgue a más sobre la carga”.

Se piensa en la extensión de esa realidad ante el cinismo con que, aduciendo que actúan al servicio de la democracia y los derechos humanos, promueven y apoyan cuanto poder dictatorial y corrupto sirve a sus intereses hegemónicos, y llevan a cabo actos genocidas donde se les antoja: larga es la lista. Mientras tanto, buscan manejar la opinión pública mundial como a la de su propia ciudadanía, y no faltan indicios de que lo consiguen.

Si el sentido común no estuviera tan dominado por el poderío mediático del imperio, cabría esperar que la decencia planetaria se pusiera firmemente en guardia frente a todo lo que él apoye, y por lo menos dudase de la legitimidad de los modelos que intente presentar para que sean aceptados como paradigmas. Evidencias sobran para que vea la realidad quien quiera verla.

Fuente: Cubaperiodistas

Por REDH-Cuba

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