El problema de la relación de los intelectuales con el poder político ha tenido una presencia larga y difícil en el pensamiento universal, bajo las más disímiles formas, empezando por las represalias hacia los poetas que aconsejaba Platón (un “intelectual” que diseñaba una república, es decir, que diseñaba el poder político), pues presuntamente estos en sus obras no respetaban la sacralidad de los dioses. Se conoce también del celo con que el medioevo cuidó del ámbito de lo sagrado y del ambiente represivo que rodeaba el trabajo intelectual, cuya expresión más terrible y conocida es la quema en la hoguera por propagar ideas que no encajaban en la ideología reinante, y que muchas de las veces tenían que ver con descubrimientos o conjeturas propiamente científicas.
El problema adquiere un matiz especial en la modernidad, ante el papel jugado por eminentes filósofos en la preparación espiritual del ambiente revolucionario que daría al traste en Europa con el régimen feudal. El pensamiento liberal fue más cauteloso que las herejías medievales y tuvo mejor suerte, pues con frecuencia gozó del mecenazgo de acaudalados señores. Así, las revoluciones burguesas siempre tuvieron la suerte de contar con obras que propagaron a su debido tiempo las ideas acerca de la libertad, de la igualdad, de la fraternidad, que sirvieron para edificar más tarde el Estado burgués con el que hoy tenemos aún que lidiar.[1] Como nunca antes, el papel del intelectual se manifestó; la tarea de desmontar un mundo de servidumbre se presentaba como digna de un enorme esfuerzo de pensamiento. Las revoluciones burguesas derrumbaron todas las trabas políticas que frenaban el despliegue de sus fuerzas económicas, de los intereses que las movían, y en materia subjetiva afirmaron los valores del individualismo, con el que podía identificarse cualquier persona interesada en participar en la lucha por el cambio. El régimen burgués, más que ningún otro anterior, asumió como naturales las características propias de la sociedad que erigían. Y en la formación de dichas ideas jugaron un papel indiscutible los filósofos, que luego fueron llamados “ideólogos” (y hoy, “intelectuales”).
Es cierto que se mantuvieron atentos muchos de ellos para denunciar los atropellos a la democracia, al derecho civil y a otros valores que las constituciones burguesas dejaron establecidos como generales. Y siguieron siendo fuente de respuestas radicales al régimen de turno, en lo que la masa de la población se adaptaba sumisamente o se rebelaba sin orden ni concierto y sin conciencia plena de las raíces de su malestar. El rol del intelectual, por tanto, es difícil de subestimar, aunque tampoco se debe idealizar, ignorando que se mueve, como todo, en medio de su propia contradicción: juegan tanto una función crítica como apologética, en dependencia de los intereses que defiendan concretamente.
Pero el problema actual, con la fisonomía con que aparece en nuestros días, es más propio de las revoluciones socialistas del siglo XX, impulsadas por el proletariado. Es en este tipo de procesos –que vienen dándose desde hará más de un siglo– que la relación de los intelectuales con las revoluciones (con el poder que se instaura con el triunfo de una revolución proletaria) se torna conflictiva y en ocasiones produce una tensión extraordinaria. La revolución socialista requiere más que las otras de un desarrollo intelectual muy grande para comprender la situación general contra la que tiene que enfilarse la acción revolucionaria, tendiente a volcar de raíz el estado de cosas imperante en el régimen burgués. El contenido de una revolución socialista exige que se plantee con una total comprensión del movimiento en que se hayan enrolado los sujetos del cambio. Se necesita que se comprenda correctamente qué es lo que se quiere cambiar y qué otras cosas se pretenden traer en sustitución.
Se plantea, entonces, la necesidad de dotarse de lo que Gramsci llamó “intelectuales orgánicos”, que puedan actuar en consonancia con la envergadura de las tareas que se plantean en una revolución socialista. No poco trabajo costó a Carlos Marx descubrir en la esencia del régimen capitalista, las contradicciones objetivas que pudieran dar al traste con el régimen, las tendencias materiales que este régimen plantea, para plantearse una sustitución inteligente que pudiera garantizar una superación del régimen anterior, y no un simple cambio. De modo que en la revolución socialista (o comunista, si se prefiere) los intelectuales son más necesarios que nunca. Se deben comprender cuestiones que escapan al sentido común. Se debe proyectar la mente a buscar soluciones que hasta el día de hoy resulten inéditas, pues la tarea de una revolución socialista no tiene parangón. Si la burguesa tenía que deshacerse de toda la opresión servil que representaban los regímenes esclavista y feudal juntos, la socialista tiene que zafarse de toda explotación como tal, incluida la sutil explotación burguesa, disfrazada con los más bellos colores. Todo un ejército de intelectuales es aún insuficiente para lograr llevar a todo explotado de la tierra las ideas de emancipación humana que ya llevan tiempo circulando por todo el planeta, pero que se invisibilizan ante el poder de la ideología conservadora y de los medios que esta posee.
Son los intelectuales, o gente cultamente formada, quienes pudieran tener la capacidad de inteligencia suficientemente desarrollada como para comprender a cabalidad el complejo entramado de contradicciones que se presenta en la sociedad burguesa; el enfrentamiento de intereses de variado tipo que desatan todas las formas posibles de la lucha de clases que puede llevar a una revolución social. El partido de los trabajadores, de los proletarios, no puede, entonces, dar la espalda a este sector, so pena de fracasar rotundamente en sus pretensiones políticas. En la medida en que logre sensibilizar a la intelectualidad en la necesidad de apoyar con todo a la clase obrera en su lucha contra el capital, en esa medida se puede tener esperanza de éxito en la perspectiva de lucha en su conjunto.
De modo que la intelectualidad viene a ser un problema para el partido proletario; un problema que exige una solución muy fina, pues cualquier torpeza en el tratamiento político de este sector puede provocar un malestar difícil de calmar. Y el problema está en buena medida planteado por las características de ese sector de la sociedad, que tiene peculiaridades muy propias, ligadas a la educación del factor subjetivo. El intelectual, por la propia naturaleza de su actividad (trabaja fundamentalmente con su propio cerebro, con ideas que elabora individualmente, aunque colabore con los demás), tiende a exacerbar el individualismo, el egoísmo, la susceptibilidad ante la primera dificultad política que aparezca. Por eso, también, del otro lado de la contradicción, la respuesta se plantea como represión o desprecio a esas características. El no intelectual, erigido en poder político, tiende a cortar las libertades de expresión, hasta de movimiento, del intelectual que ha reaccionado con el arma de la crítica ante los actos del poder revolucionario.
La contradicción está planteada y tiene sentido en los marcos de las características de las sociedades burguesas, las cuales se rigen, como anteriores sociedades de explotación del trabajo ajeno, por el principio de la división social del trabajo: el intelectual, supuestamente, está para pensar, mientras el político está para actuar en la línea que el intelectual ha trazado. Bella ecuación, pero, lamentablemente, solo refleja idealmente la verdadera relación. Así la planteó Max Weber, el tan admirado pensador político de la burguesía. Y el intelectual no tiene que pasar mucho trabajo para comprender la racionalidad que encierra dicha ecuación. Constantemente están reclamando para sí el derecho a ser escuchados, mientras el “político”, el revolucionario asume la responsabilidad por la tarea emprendida, recelando de la comodidad desde la cual le aconseja el intelectual.
Y es que el intelectual considera que su arma específica es la crítica y defiende consecuentemente su derecho a expresarse críticamente, a dar su opinión de “especialista” previo, durante y después de la acción del político. Y es cierto que tiene ese derecho, y que negárselo es fuente de agravamiento del problema. Pero lo que hace ya tiempo que se cuestiona es que sea el intelectual el que detente exclusivamente ese derecho. Y que lo detente como ocupación prácticamente única, que tenga derecho a criticar desde fuera de la actividad. La revolución socialista se plantea de manera diferente el papel que pueda desempeñar el intelectual dentro de la Revolución, como intelectual revolucionario, como intelectual “orgánico”. Más adelante volveremos sobre ello.
La Revolución cubana del ’59 no escapó a este problema. A diferencia de otras revoluciones anteriores, no contó con importantes filósofos que alumbraran el camino con teorías específicas, con principios bien planteados que dirigieran su acción en cada etapa. Si bien es cierto que se contó desde el inicio con un liderazgo esclarecido, sin embargo, la intelectualidad de la época no estuvo en general involucrada en el proceso. De hecho, en los primeros momentos de la organización del poder revolucionario, el espíritu que se impuso en buena parte de la intelectualidad fue la sensación de que había hecho poco o nada al lado de la contribución de otros sectores, sobre todo de los “barbudos”, los jóvenes miembros del Ejército Rebelde, mayormente campesinos, que se jugaron la vida por expulsar al tirano, así como estudiantes rebeldes y empleados de diversas ramas, mientras los intelectuales (poetas, pintores, profesores, actores, periodistas, etc.) seguían su vida sin involucrarse demasiado en actividades peligrosas. Muchos de ellos en el exilio, pero sin una actividad que hostigara demasiado a la tiranía, como sí lo había hecho en su tiempo Mella con Machado.
Ni siquiera se podría decir que el propio líder máximo de la Revolución tuviese una vocación teórica como tal, sino más bien que su abundante reflexión quedó volcada oralmente en una retórica vibrante y de gran tinte pedagógico. Se comunicaba constantemente con el pueblo, para explicar los problemas más complejos de la economía, de la política, de la historia, de las relaciones internacionales y también de la teoría, sí, de la teoría marxista, pero siempre en tono didáctico, es decir, no en un sentido propiamente teórico, no para desarrollar conscientemente la teoría. El Che, en quien era más evidente la vocación teórica, sí incursionó con profundidad en las cuestiones teóricas de la construcción socialista y polemizó con otras figuras del gobierno y con intelectuales extranjeros, pero tampoco esto fue un hecho de la academia cubana y tenía el sello de la personalidad misma de su protagonista principal. Como quiera que sea, investigaciones recientes han encontrado elementos para hablar de un déficit teórico en la Revolución cubana, reconocido por sus propios dirigentes.[2]
Hubo polémica en los sesenta, sobre todo en el ámbito artístico, donde se involucraron creadores, pero no sé hasta dónde se pueda afirmar que fueran decisivas para la adopción de políticas públicas de la Revolución. El estilo de dirección de aquella época mantuvo mucho de la guerrilla que nos dio la liberación política y social, pero que en la paz entorpecía a la hora de enrumbar los procesos económicos y sociales. De todas maneras, la crítica se ejerció con mucha más libertad de lo que se practicó después. Fue una época que hoy sirve de referencia, incluso, cuando se quiere uno reafirmar en los principios de la Revolución. Y la crítica entra en esa referencia como modelo de lo que fue aquella Revolución abriéndose paso entre enemigos de todo tipo, externos e internos, viejos y nuevos, aliados incluso, y ejerciendo la crítica en los más disímiles campos: desde la programación cinematográfica, la literatura revolucionaria hasta la organización económica de la sociedad, con el estímulo al trabajo en el centro; también en la enseñanza del marxismo por manuales, etc.
¿Afectaba la unidad revolucionaria la realización de dichas polémicas? Creo que no más de lo que la afectaba la posición clasista de los distintos sectores al interior de la Revolución y su actuación política en consecuencia. Sin embargo, el lenguaje y las formas (cultas o no) en que se dieran dichas polémicas, el manejo de ofensas, de ataques al margen de los contenidos que se disputaban, sí lastraba esa unidad; y ya a mediados de la década se aprecia un cambio en el ambiente de ejercicio de la crítica por parte de los intelectuales y hasta de los dirigentes políticos (el “poder” revolucionario), hasta caer en el famoso “quinquenio gris” de los setenta, donde –no hay que ocultarlo– se llegó a reprimir ese ejercicio.
Hay que decir que el ejercicio de la crítica no tiene por qué estar a salvo de ser a su vez criticado. Hay un trasfondo político en la experiencia revolucionaria que predispone al que asume la función directiva envuelto en la tarea constructiva contra el que asume el ejercicio de la crítica desde “fuera” del problema, sin comprometerse. La historia de la evolución política e ideológica de Carlos Marx en lucha contra los hegelianos de “izquierda” incluye como un capítulo de extrema importancia la reacción del revolucionario alemán hacia la irresponsabilidad total de aquellos “intelectuales” que solo se complacían con lanzar sus dardos indirectos al poder político prusiano, sin reparar en cuánto comprometían la acción futura y, en general, la causa revolucionaria.[3] Marx aprendió a calcular cuándo una crítica podía provocar el cierre de un periódico y con esto dejar de decir las cosas que hubieron podido ser dichas y cuándo era el momento de asestar los golpes políticos decisivos (con críticas certeras) al régimen, arriesgándose a la censura oficial.
Es que en el ejercicio de la crítica por parte de los intelectuales suele haber esa dosis de vanidad que pone al crítico en estado de gozo al contemplar las palabras hirientes que se le dirigen al adversario, al imaginar el aprieto en que se le pone cuando un término concreto puede resultar incómodo en la polémica. Cuando lo que se pretende es molestar, hostigar al adversario en una discusión, el ejercicio de la crítica pierde su carácter constructivo y revolucionario, para adoptar la irresponsable forma de la ofensa por la ofensa, cuando no la forma de la crítica destructiva del que se pone en contra del proceso, la crítica del contrarrevolucionario que busca que la masa se desaliente, se confunda y le reste apoyo. Contra esta forma de crítica es que tiene todo derecho la Revolución a defenderse; lo que reclamaba Fidel en sus palabras de junio de 1961 a los intelectuales reunidos en la Biblioteca Nacional.[4]
Es curioso ver cómo el intelectual que se posiciona fuera del proceso revolucionario ni siquiera hace consciente ese “pecado” de “no ser auténticamente revolucionario” (¿no era así como lo definía el Che?).[5] Imagino que de haber tenido valor político suficiente en aquella reunión en la Biblioteca Nacional, el intelectual no revolucionario le hubiese devuelto a Fidel la definición, precisando que: “Con la crítica todo; contra la crítica, ningún derecho, ni siquiera el de la Revolución”. Ese tipo de intelectual –no me refiero al que se alinea conscientemente contra la Revolución y trabaja, pagado o no, contra ella– no tiene el tino necesario para darse cuenta que hay críticas o comentarios que van contra la Revolución, que la afectan, la denigran, le restan apoyo de aquellas masas que aún siendo beneficiadas por las medidas revolucionarias, viven espiritualmente en el pasado, con todas las normas de vida y todas las creencias de aquella sociedad. Y al intelectual de este tipo, lo que más le importa en el mundo es que lo dejen criticar, que no le cuarten su derecho a expresarse libremente.
En aquel discurso Fidel pronunció palabras duras para aquel intelectual no revolucionario. Y, conscientemente o no, delimitó los campos con mucha precisión: “ustedes” (los intelectuales) y “nosotros” (los revolucionarios). Hoy sería políticamente incorrecto poner esa barrera en la comunicación; y es que se ha avanzado mucho en la identificación de esos campos (el del arte y el de la política). El artista formado en la Revolución entiende mejor qué es el proceso que le da garantías para su libre creación y no es raro que se compenetren bastante en el camino de los principios. En su gran mayoría, los artistas cubanos defienden la Revolución, aun con reservas, con recelos cuando ven cosas muy mal hechas. Pero se reúnen, discuten y recomiendan visiones de las cosas donde prime la mirada culta sobre los asuntos. Los congresos de la UNEAC son lo más parecido que hay a un verdadero congreso del Partido. Allí no se va a hablar de arte exclusivamente, allí las preocupaciones se meten hasta el tuétano de la sociedad y se ejerce la crítica con todo el duro filo de que es capaz de manejar un intelectual revolucionario. En esos casos, la dirección política del proceso, los directivos del gobierno escuchan atentamente y asumen la responsabilidad de enderezar lo que ande mal.
Pero cuando la Revolución se ve de pronto atacada por una andanada de ráfagas que tienen poca o ninguna intención de conversar; cuando se ve asediada, a la par de bloqueos, crisis económicas o pandemias, por vulgares provocaciones que intentan sacarla de sus casillas, ahí la Revolución se recuerda de la diáfana definición de Fidel: “Dentro de la Revolución, todo; contra la Revolución, ningún derecho”, y responde como se le responde a un enemigo.
Decíamos arriba que la revolución socialista se plantea muy de otra manera el papel del intelectual dentro de la Revolución; y eso porque no se tiene por valioso dentro de la visión marxista de la sociedad eternizar las funciones de los individuos en el entramado social que les tocó en suerte vivir. Si algo precisamente se plantea cambiar una revolución socialista (o comunista, que es más exacto) es eliminar esa condición que hace lógico y necesario un régimen injusto de distribución de la riqueza y, por ende, de las capacidades y oportunidades entre los hombres (y las mujeres, claro está). Eliminar lo que se entiende por división social del trabajo, eso que hace que un hombre se mantenga de por vida esclavizado con una profesión, un oficio o una simple ocupación en el panorama infinito de la actividad humana. No hay por qué vivir toda una vida pegado a un surco en condiciones de embrutecimiento, por las peculiaridades del trabajo en el campo. Menos que menos vivir sin opciones de salir de un trabajo en una mina, una siderurgia, una industria, con su particular condición de ruidos, amenazas de accidentes, etc. Tampoco tiene derecho alguien a vivir simplemente del trabajo intelectual, sobre todo a monopolizar ciertas secciones o parcelas en las que predomina solo el pensamiento y no hay que arriesgar demasiado por la calle.
La seguridad y el confort que brinda una vida intelectual, la preparación largamente orientada a conocer las intríngulis de la vida social, las trampas y negocios del mercado (incluso del mercado del espíritu), refuerzan la propensión del intelectual no “auténticamente revolucionario” a aferrarse a la crítica, desentendiéndose del objeto de su crítica. A la crítica por la crítica, que es mucho más cómodo que el ejercicio responsable de la crítica, que implica el compromiso del crítico con la actividad, no su indiferencia ante el resultado. Al “crítico crítico” (término con que se identificaban los neohegelianos y que utilizaba Marx con ironía al referirse a ellos) le agradaría más que el resultado fuera adverso, para poder tener de nuevo objeto para la crítica.
La Revolución cubana, a pesar de todos los tropiezos y de que, efectivamente, las tareas que se ha planteado no han podido llevarse a término victoriosamente, de que cuando ha venido avanzando siempre ocurre algo que la obliga a volver sobre sus pasos, a pesar de todo, repito, puede exhibir un expediente de comunicación con el pensamiento artístico de su época que puede calificarse de maduro. El “poder” sigue mostrándose nervioso ante la increpación de los intelectuales; y los intelectuales aún siguen siendo intelectuales, lo que más desarrollados en el espíritu de la implicación en la responsabilidad de sus obras. No faltará el oportunismo ante el “poder”, el intelectual “al amparo del presupuesto” (Che) incapaz de rozar al “poder” con el pétalo de una rosa, pero es cierto que el socialismo mostró todo lo que es capaz de hacer en materia de educación artística del hombre, todas las instituciones de que se dotó la sociedad para elevar la cultura del pueblo.
Por último, admitiendo abstractamente los distintos elementos separados entre sí, cosa por la que no postulamos, pero que lamentablemente hay que admitir en la realidad, tendríamos el siguiente paralelogramo de situaciones hipotéticas:
1) Una crítica revolucionaria con una recepción favorable en el poder político.
2) Una crítica reaccionaria con una recepción desfavorable en el poder político.
3) Una crítica revolucionaria con una recepción desfavorable en el poder político.
4) Una crítica reaccionaria con una recepción favorable en el poder político.
Me arriesgo a una simplificación extrema, porque cada uno de los términos empleados aquí es problemático y llevaría demasiado espacio explicar su pertinencia; de modo que apelo al sentido común para hacerme entender.
Si la crítica de la intelectualidad es revolucionaria, si se dirige a resolver contradicciones sociales que se plantean en condiciones de un sistema capitalista, la crítica puede y debe ser bienvenida y acogida favorablemente por un poder revolucionario que haya asumido esa línea política.
Si la crítica lleva el signo de atacar desde posiciones retrógradas, buscando restaurar formas de la sociedad burguesa ya superadas y que destruyen lo logrado por la Revolución a favor de la sociedad en su conjunto, el poder político revolucionario hace bien en rechazarla y no atenderla.
Si la crítica es revolucionaria, destacando y denunciando concretamente medidas erróneas en una dirigencia que manipula a su favor, en contra de los intereses sociales, le asiste todo el derecho del mundo de ser escuchada y atendida y la reacción adversa de un poder político que represente a la Revolución provocaría la merma de su prestigio y legitimidad en esa función.
Si la crítica no es revolucionaria ni las autoridades tampoco, todo estará perdido, y pasarán años en poder tomar conciencia del desastre que dirigencia e intelectualidad hayan provocado a una sociedad no preparada para comprender los procesos económicos y sociales que sostienen sus intereses. Aquí se aplica lo que canta Roly Berríos, trovador santaclareño de la Trovuntivitis, a propósito de una situación diferente: “¡No hay nada que hacer!”.
Santa Clara, 1º de mayo de 2021
Notas:
[1] Baste solo recordar el “Tratado teológico-político”, de Baruch Spinoza; el “Leviatán”, de Hobbes; el ensayo “Del gobierno civil” y la “Epístola sobre la tolerancia”, de Locke; “El espíritu de las leyes”, de Montesquieu y “El contrato social”, de Rousseau. En tan solo estas habría un arsenal de ideas para derribar cualquier Estado autoritario feudal.
[2] “Pero, desde luego –afirmaba el entonces Presidente Osvaldo Dorticós en un encuentro realizado en la Universidad de La Habana con profesores de filosofía, en 1964–, eso trae consigo […] un déficit inevitable, un déficit teórico de nuestra revolución; no teórico en cuanto a las directivas políticas de la Revolución, teórico en el sentido del manejo del instrumental de la teoría por todo lo largo y ancho del movimiento revolucionario en el país […]». (Cit. por: Natasha Gómez Velázquez: “El marxismo en las publicaciones periódicas cubanas en los 60”, Tesis en opción al grado de Doctor en Ciencias Filosóficas, La Habana)
[3] “Les expresé abiertamente mi opinión –contaba Marx a Ruge acerca de los filósofos berlineses que se hacían llamar “Liberados” o “Libres” y con quienes había compartido alegre amistad tiempo atrás– sobre los errores de su producción, donde la libertad encuentra su expresión en una forma licenciosa, desordenada, relajada, más que en un contenido original y profundo. Los invité a que no se contentaran con razonamientos vagos, con frases ampulosas, a que no se mostrasen demasiado complacientes consigo mismos, a que se dedicaran a analizar con exactitud las situaciones concretas y a que dieran prueba de conocimientos precisos”. (Cit. por: Augusto Cornú: Carlos Marx. Federico Engels, Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 1973, p. 293).
[4] “Contra la Revolución nada, porque la Revolución tiene también sus derechos y el primer derecho de la Revolución es el derecho a existir y frente al derecho de la Revolución de ser y de existir, nadie. Por cuanto la Revolución comprende los intereses del pueblo, por cuanto la Revolución significa los intereses de la Nación entera, nadie puede alegar con razón un derecho contra ella.” (Fidel Castro: Palabras a los intelectuales, Ediciones del Consejo Nacional de Cultura, La Habana, 1961, p. 11).
[5] “[…] la culpabilidad de muchos de nuestros intelectuales y artistas –decía el Che con mucha crudeza– reside en su pecado original; no son auténticamente revolucionarios.” (Ernesto Che Guevara: El socialismo y el hombre en Cuba, Centro de Estudios Che Guevara-Ediciones Abril, La Habana, 2007, p. 26).