Una vez más la fronda oligárquica está embolinando la perdiz.
Pretende restar prestigio y autoridad moral a la Convención Constitucional. Sin embargo, ella es la última esperanza de un cambio pacífico y democrático que ponga al país en la senda de la justicia social.
Las instituciones civiles, militares y religiosas se hunden en el pantano de la corrupción. Los ciudadanos toman cada vez más distancia de ellas. Sin embargo todavía no surge la fuerza social y política que organice y oriente el cambio. A eso puede ayudar el trabajo de la Convención: a crear las condiciones para la emergencia de una fuerza conductora del nuevo Chile. Sin embargo el tiempo apremia porque la oligarquía se está jugando para salvar del naufragio el sistema que mediante terrorismo de estado edificó durante 17 años de dictadura.
Su táctica actual consiste en restar legitimidad a la Convención que ella misma se vio obligada a convocar para evitar el derrumbe del sistema. La oligarquía está consciente que de algún modo la Convención finalmente recuperará todos los poderes de una Asamblea Constituyente. Su legado para Chile será una democracia verdadera con ciudadanos libres para decidir su destino.
Para impedirlo la fronda oligárquica ha reactivado su arsenal ofensivo: los medios de comunicación, los opinólogos tarifados, los “probados alquimistas del derecho” (1), los polluelos de SQM, Penta, Corpesca, etc.
Su táctica consiste en desprestigiar la Convención y poner en primer plano las elecciones presidencial y parlamentarias. En ese terreno la oligarquía tiene experiencia e ilimitados recursos. Ha criado parásitos que bajo diversos disfraces políticos intentan salvar el sistema y sus instituciones. Ese empeño oligárquico se orienta sobre todo a los jóvenes. Atraerlos a la coyuntura político-electoral es el conducto más seguro para someterlos, restándole fuerzas al apoyo de masas que necesita la Convención para cumplir su cometido.
La juventud chilena no ha generado todavía dirigentes de la talla moral, intelectual y política de Miguel Enríquez, Raúl Pellegrin, Elmo Catalán, Carlos Lorca, Rodrigo Ambrosio y tantos otros que pusieron el pecho contra la dictadura y los privilegios sin buscar honores ni cargos burocráticos.
Desde el tiempo de la resistencia contra el terrorismo de estado las organizaciones populares y democráticas claman por una Asamblea Constituyente. Exigen una nueva Constitución Política que inspire las leyes e instituciones que regirán un Chile diferente.
La Convención ofrece una oportunidad de lograrlo sin disparar un tiro. Pero este proceso está en riesgo. La fronda oligárquica intenta sumir a la Convención en el desprestigio para aislarla y finalmente someterla a su arbitrio en medio de la indiferencia ciudadana.
No somos un pueblo de victorias, es cierto. Venimos sufriendo derrota tras derrota desde hace casi dos siglos. Hay que impedir que esto vuelva a ocurrir. Las fuerzas conservadoras despedazaron a sablazos al ejército liberal –el “progresismo” de la época- en la batalla de Lircay en 1830. La guerra civil de 1891, financiada por capitales británicos, despedazó con ferocidad bestial el empeño independentista del presidente Balmaceda. El trabajo de hormigas de comunistas y socialistas hicieron posible la frágil victoria del presidente Salvador Allende en 1970. Pero la fronda oligárquica se había blindado esta vez con el imperialismo norteamericano y no vaciló en desatar una masacre que espantó al mundo. El proceso pacífico de cambios que apuntaba al socialismo, fue perseguido, torturado y asesinado durante 17 años.
La lucha de los revolucionarios de hoy es construir una alternativa en las condiciones -y con las características- que hoy tiene el desafío del cambio social y político en América Latina.
La posibilidad de reiniciar el trabajo de construcción de una alternativa socialista para Chile, depende del éxito de la Convención Constitucional. La nueva Constitución Política, confiamos, consagrará la igualdad de derechos y deberes de los ciudadanos. La salud, educación y seguridad social dejarán de ser negocios privados. Hombres y mujeres tendrán iguales derechos. Los pueblos originarios alcanzarán el reconocimiento y autonomía que les han sido negados. Las fuerzas armadas y policiales serán servidores del pueblo y no lugartenientes de la oligarquía. Los trabajadores podrán negociar salarios dignos sin presiones ni amenazas.
En ese terreno, producto de la nueva Constitución que Chile espera de la Convención, se darán las condiciones para un avance democrático sostenido.
Para ese próximo futuro debemos prepararnos. Todo el poder a la Convención tiene que ser mucho más que una consigna. Para hacerlo realidad es necesaria la movilización organizada del pueblo hasta que la Convención cumpla su mandato.