Miles de millones de personas luchan por mantener las estructuras básicas de la vida en un sistema de lucro que les niega los anclajes sociales necesarios. El hambre y el analfabetismo evidencian la aplastante tristeza de nuestro planeta.
El 5 de octubre, el Consejo de Derechos Humanos de las Naciones Unidas aprobó una resolución histórica no vinculante que “reconoce el derecho a un medio ambiente sin riesgos, limpio, saludable y sostenible como un derecho humano importante para el disfrute de los derechos humanos”. Este derecho debería obligar a los gobiernos que se sientan a la mesa en la Conferencia de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático COP26, que se celebrará en Glasgow, Escocia, a finales de este mes, a reflexionar sobre los graves daños que causa el contaminado sistema que moldea nuestras vidas. En 2016, la Organización Mundial de la Salud (OMS) señaló que el 92% de la población mundial respira aire de calidad tóxica; en el mundo en desarrollo, el 98% de lxs niñxs menores de cinco años padecen ese mal aire. El aire contaminado, sobre todo por las emisiones de carbono, produce 13 muertes por minuto en todo el mundo.
Estas resoluciones de la ONU pueden tener un impacto. En 2010, la Asamblea General de la ONU aprobó una resolución sobre el “derecho humano al agua y al saneamiento”. Como resultado, varios países —como México, Marruecos, Níger y Eslovenia, por nombrar algunos— añadieron este derecho al agua en sus constituciones. Aunque se trata de normativas algo limitadas —con escasa incorporación de la gestión de las aguas residuales y de los medios culturalmente apropiados para el suministro de agua—, han tenido, no obstante, un efecto positivo inmediato, con miles de hogares conectados ahora a servicios de agua potable y alcantarillado.
Uno de los grandes absurdos de nuestro tiempo lo produce el rugido del hambre que aqueja a una de cada tres personas en el planeta. Con motivo del Día Mundial de la Alimentación, siete medios de comunicación —ARG Medios, Brasil de Fato, Breakthrough News, Madaar, New Frame, NewsClick y Peoples’ Dispatch— elaboraron en conjunto un folleto titulado El hambre en el mundo, en el que se examina la situación del hambre en los diversos países, cómo ha influido en ella la pandemia del COVID-19 y qué han hecho los movimientos populares para responder a esta catastrófica realidad. El ensayo final recoge un discurso del presidente de Abahlali baseMjondolo, S’bu Zikode, en el que plantea: “Es moralmente incorrecto e injusto que la gente se muera de hambre en la economía más productiva de la historia de la humanidad”. “Hay recursos más que suficientes para alimentar, alojar y educar a todos los seres humanos. Hay recursos suficientes para abolir la pobreza. Pero estos recursos no se utilizan para satisfacer las necesidades de la gente, sino para controlar a los países, las comunidades y las familias pobres”, dijo Zikode.
En la introducción de El hambre en el mundo, escrita por Zoe Alexandra y Prasanth R. de Peoples Dispatch y por mí, analizamos el estado del hambre en la actualidad y cómo hemos llegado a él, así como una visión del futuro que están creando los movimientos populares en las brechas del presente. A continuación, un breve extracto de nuestra introducción.
En mayo de 1998, el entonces presidente de Cuba, Fidel Castro, asistió a la Asamblea Mundial de la Salud en Ginebra (Suiza). Se trata de una reunión anual celebrada por la Organización Mundial de la Salud (OMS). Castro centró su atención en el hambre y la pobreza, que según él son la causa de tanto sufrimiento. “En ningún lugar del mundo, en ningún genocidio, en ninguna guerra se matan tantas personas por minuto, por hora y por día como las que mata el hambre y la pobreza en nuestro planeta”, dijo.
Dos años después de que Castro pronunciara este discurso, el Informe Mundial de la Salud de la OMS recopiló datos sobre las muertes relacionadas con el hambre. Sumaban algo más de nueve millones de muertes al año, seis millones de ellas de niñxs menores de cinco años. Esto significaba que 25.000 personas morían de hambre y pobreza cada día. Estas cifras superaban con creces el número de muertos en el Genocidio de Ruanda de 1994, cuyo número de muertos se calcula en alrededor de medio millón de personas. Se presta atención al genocidio —como debe ser— pero no al genocidio de personas empobrecidas por muertes relacionadas con el hambre. Por eso Castro hizo esos comentarios en la asamblea.
En 2015, las Naciones Unidas adoptaron un plan para cumplir determinados Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS) para 2030. El segundo objetivo es “poner fin al hambre, lograr la seguridad alimentaria y la mejora de la nutrición y promover la agricultura sostenible”. Ese año, la Organización de las Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación (FAO) empezó a registrar un aumento del número absoluto de personas que pasan hambre en todo el mundo. Seis años más tarde, la pandemia del COVID-19 ha destrozado un planeta ya frágil, intensificando los apartheids existentes en el orden capitalista internacional. Los multimillonarios del mundo han multiplicado por diez su riqueza, mientras que la mayoría de la humanidad se ha visto obligada a sobrevivir día a día, comida a comida.
En julio de 2020, Oxfam publicó un informe titulado The Hunger Virus [El virus del hambre], en el que —utilizando datos del Programa Mundial de Alimentos— se concluía que hasta 12.000 personas al día “podrían morir de hambre debido a las repercusiones sociales y económicas de la pandemia antes de que acabe el año, tal vez más de las que, para entonces, morirán cada día a causa de la enfermedad”. En julio de 2021, la ONU anunció que el mundo está “tremendamente lejos” de cumplir sus ODS para 2030, indicando que “más de 2.300 millones de personas (o el 30% de la población mundial) carecían de acceso a alimentos adecuados durante todo el año” en 2020, lo que constituye una grave inseguridad alimentaria.
El informe de la FAO, El estado de la seguridad alimentaria y la nutrición en el mundo 2021, señala que “casi una de cada tres personas en el mundo (2.370 millones) no tuvo acceso a una alimentación adecuada en 2020, lo que supone un aumento de casi 320 millones de personas en solo un año”. El hambre es intolerable. Los disturbios por alimentos son ahora una realidad, que tiene una de sus formas más dramáticas en Sudáfrica. “Simplemente nos están matando de hambre”, dijo un residente de Gauteng que se unió a los disturbios de julio. Estas protestas, así como los nuevos datos publicados por la ONU y el Fondo Monetario Internacional, han vuelto a poner el hambre en la agenda mundial.
Numerosos organismos internacionales han publicado informes con conclusiones similares, que muestran que el impacto económico de la pandemia del COVID-19 ha consolidado la tendencia al aumento del hambre y la inseguridad alimentaria. Muchos, sin embargo, se detienen ahí, dejándonos con la sensación de que el hambre es inevitable, y que serán las instituciones internacionales con sus créditos, préstamos y programas de ayuda las que resolverán este dilema de la humanidad.
Pero el hambre no es inevitable: es, como nos recordó S’bu Zikode, una decisión del capitalismo de anteponer las ganancias por sobre las personas, permitiendo que enormes franjas de la población mundial sigan pasando hambre mientras se desperdicia un tercio de todos los alimentos producidos, todo mientras la liberalización del comercio y la especulación en la producción y distribución de alimentos crean graves distorsiones.
Miles de millones de personas luchan por mantener las estructuras básicas de la vida en un sistema de lucro que les niega los anclajes sociales necesarios. El hambre y el analfabetismo evidencian la aplastante tristeza de nuestro planeta. No es de extrañar que haya tanta gente en movimiento, refugiadxs de un tipo u otro, refugiadxs del hambre y refugiadxs de la subida de las aguas.
Según el recuento de la ONU, en la actualidad hay casi 83 millones de personas desplazadas, que —si todas vivieran en un mismo lugar— constituirían el 17º país más poblado del mundo. Esta cifra no incluye a lxs refugiadxs climáticos —cuya difícil situación no va a formar parte de los debates sobre el clima de la COP26— ni a los millones de desplazadxs internxs que huyen de los conflictos y las convulsiones económicas.
En 1971, el escritor nigeriano Chinua Achebe, conmocionado por la guerra de Biafra, publicó un poema titulado “Madre e hijo refugiados” en su libro de 1971, Beware, Soul Brother [Cuidado, hermano del alma]. La belleza de este poema perdura en nuestro desdichado mundo:
Ninguna Virgen con el Niño podría alcanzar
esa imagen de la ternura de una madre
por un hijo que pronto tendría que olvidar.
El aire estaba cargado de hedores
de diarrea de niños sin lavar
con las costillas lavadas y los traseros secos
dando pasos agotados
detrás de hinchados vientres vacíos. La mayoría
de las madres de allí habían dejado
de preocuparse, pero no esta; ella sostenía
una sonrisa fantasma entre los dientes
y en sus ojos el fantasma del orgullo de una madre
mientras peinaba los cabellos herrumbrosos
que quedaban en su cráneo y luego
cantando en sus ojos, comenzaba cuidadosamente
a separarlo… En otra vida esto
habría sido un pequeño acto cotidiano
sin importancia antes del desayuno
y la escuela; pero ahora
lo hacía como poniendo flores
en una pequeña tumba.
Los poderosos miran con repugnancia a las personas desamparadas y hambrientas del campo y las ciudades de nuestro planeta. Preferirían estar protegidos de esa visión por altos muros y guardias armados. Los sentimientos humanos más básicos —que saturan el poema de Achebe— son sofocados con gran esfuerzo. Pero las y los indigentes y hambrientos son nuestros semejantes, que en algún momento fueron sostenidos en los brazos de sus padres con ternura, amados de la manera en que necesitamos aprender a amarnos
Fuente: ALAI