Son innegables los aportes del profesorado soviético, checo o búlgaro, de los antiguos países socialistas, en el desarrollo del arte musical cubano, en zonas tan importantes como la pianística o la familia de las cuerdas frotadas.
Dentro de las profundas renovaciones conceptuales emprendidas a partir del triunfo de enero de 1959, una idea aglutinadora tuvo desde su nacimiento una preclara matriz de independencia estratégica: el acceso a la cultura.
Si bien el país contaba con un valioso grupo de intelectuales que habían sido parte de diversos procesos endógenos y foráneos anteriores, el principal reto planteado por Fidel era el de formar, de manera dinámica y paciente, a los futuros artistas. Toda esa vanguardia, que tuvo contacto directo con expresiones artísticas decisivas en la cultura cubana y universal, formaría un blindaje pedagógico que sería –y continúa siendo– referente obligatorio cuando de ello se hable.
La revitalización y el dinamitar transgresivo de la Academia, como baluarte elitista y clasista, propiciaron un profundo debate sobre la naciente realidad nacional y, por ende, en las formas en que la aprehensión del arte debía ser implementada. En la música, grandes nombres como Federico Smith, Enrique G. Mántici, Héctor Angulo, Harold Gramatges, Juan Blanco, Félix Guerrero, Argeliers León, Carlos Fariñas y muchos más, emprenderían un largo trayecto magisterial con extensas raíces actuales.
¿Pero qué significaría para una generación de jóvenes cubanos el poder acceder a la educación artística? ¿Podrían entender la riqueza de tal acervo pedagógico en las aulas?
Desde luego que sí, si tenemos en cuenta el alto nivel de analfabetismo y poco dominio del arte, en sentido general, de la mayoría de la población cubana. Tanto la creación de la Escuela Nacional de Instructores de Arte en 1961, y de la Escuela Nacional de Arte un año después, no solo fueron acontecimientos históricos sin referentes conocidos en la época republicana, sino que, a la larga, fueron la concreción del más preciado sueño revolucionario legado por Martí cuando sentenció, a finales del siglo XIX, que ser cultos es la mejor manera de ser libres.
La nueva concepción cultural enviaba señales inequívocas del rumbo firme que le acompañaría hasta hoy, al poder sumar a sus aulas no solo a jóvenes citadinos con aptitudes, sino a otros que, olvidados y perdidos en lejanos parajes rurales durante años, apenas sabían qué eran un trazo, un lienzo o un piano.
Nuestro sistema de enseñanza artística no es perfecto, pero lucha por serlo. Son innegables los aportes del profesorado soviético, checo o búlgaro, de los antiguos países socialistas, en el desarrollo del arte musical cubano, en zonas tan importantes como la pianística o la familia de las cuerdas frotadas. El empuje de la escuela de guitarra en Cuba tiene un horcón primigenio llamado Isaac Nicola, pero sin dos de sus alumnos raigales no podría hablarse del instrumento de manera tan justa: Jesús Ortega y Leo Brouwer. Maestros como Domingo Aragú, Roberto Concepción, Alicia Perea, Radosvet Boyadjiev, Alla Tarán, Marcos Urbay, Martha Cuervo, Roberto Kessel, Danilo Orozco y otros miles, son un ejemplo de esa fuerza creativa que poseemos en nuestras aulas.
Fuente: Granma