En un nuevo aniversario de la Revolución de Octubre, una historia sobre la Internacional Comunista y sobre las batallas de los países periféricos por discutir y zanjar la tan mentada «cuestión colonial»
En el cierre del Manifiesto Comunista, Karl Marx y Friedrich Engels escribieron su célebre convocatoria: «¡Trabajadores del mundo, uníos!». ¿Qué significaba esta frase? En 1848, los «trabajadores del mundo» no tenían ni demasiados motivos ni muchos medios para la unidad. Casi siete décadas después, Rosa Luxemburgo escribió un comentario irónico sobre aquella célebre frase. La guerra había asolado el continente europeo en 1914. Los delegados de los sindicatos y de los partidos socialdemócratas habían votado, casi por unanimidad, en favor de la guerra. Al año siguiente, en 1915, Luxemburgo escribió: «¡Proletarios de todos los países, uníos en tiempos de paz y degollaos los unos a los otros en la guerra!». Entre el optimismo del Manifiesto y el realismo de Luxemburgo se encuentra toda la gama de actitudes posibles hacia el internacionalismo. Luxemburgo, sin embargo, era tan optimista como Marx y Engels sobre la necesidad y posibilidad del internacionalismo, pero era muy consciente de sus dificultades: viejos prejuicios sembrados entre obreros y campesinos sobre sus homólogos en otras tierras, profundos resentimientos producidos entre los trabajadores por los vaivenes del comercio internacional y grandes ventajas otorgadas a algunos trabajadores como consecuencia del imperialismo, dando lugar a lo que el mismo Lenin llamaría la «aristocracia obrera».
No obstante, la necesidad patente del internacionalismo llevó a los sectores radicales a crear una serie de plataformas unitarias. Cuando una fallaba, otra venía a ocupar su lugar. La Primera Internacional —la Asociación Internacional de Trabajadores, AIT— nació en 1864 y se disolvió en 1876. Fue sucedida una década más tarde por la Segunda Internacional o Internacional Socialista, que se formó en 1889 y que traicionó sustancialmente sus ideales originarios cuando sus partidos miembros votaron a favor de financiar a sus respectivos gobiernos para luchar en la Primera Guerra Mundial. Fue este apoyo a los «créditos de guerra» por parte de los partidos de la Segunda Internacional lo que provocó el comentario mordaz de Luxemburgo sobre la unidad en tiempos de paz y las divisiones en tiempos de guerra. La Segunda Internacional permanece formalmente activa, pero no es ni la pálida sombra de lo que estaba destinada a ser cuando se fundó en París. Finalmente, de la energía radical de la Revolución de Octubre de 1917 que acabó con el Imperio zarista, surgió una Tercera Internacional —la Internacional Comunista o Komintern— que, por primera vez en la historia mundial, no solo se aferró a una política radical, sino que reunió a los pueblos del mundo en torno de su organización. A diferencia de las dos internacionales anteriores, se trató de un proyecto verdaderamente global. La Tercera Internacional operó hasta 1943. Fue víctima tanto de las tensiones y presiones propias de la Segunda Guerra Mundial, como de su reducción a un mero instrumento de la política exterior soviética, en lugar de una herramienta para la revolución mundial.
Hoy no existe esta internacional, lo que se debe en gran parte a la debilidad de la izquierda. Los llamamientos a la solidaridad global son frecuentes y su necesidad es clara. Quedan, sin embargo, asociaciones internacionales de trabajadores y campesinos, tributarias de los días de la Internacional Comunista. Hay también muchas plataformas de partidos y movimientos sociales de izquierda que a menudo brindan información y solidaridad a escala global, pero se trata, en comparación, de formas de internacionalismo mucho más acotadas. No tienen ni la audacia de la Internacional Comunista ni su capacidad de acción. Leer las memorias de las reuniones de las viejas internacionales nos da una idea aproximada de los desafíos presentados a los revolucionarios de hace un siglo, cuando luchaban contra las limitaciones de la distancia y de la cultura para concretar aquella simple línea del Manifiesto Comunista: «¡Trabajadores del mundo, uníos!». Esa frase es una exhortación, pero que requiere para concretarse de un esfuerzo inmenso, del sacrificio de millones de personas, de la inversión audaz de recursos originalmente destinados a otros fines.
Prehistoria de la Internacional Comunista
Socialistas y radicales de todo tipo reconocieron a mediados del siglo XIX que, a pesar de las dificultades, era necesario algún tipo de foro internacional. Marx y Engels estuvieron íntimamente involucrados en la creación de la Asociación Internacional de Trabajadores, que se formó en Europa en 1864 y tuvo un carácter claramente europeo y norteamericano. Marx estaba decepcionado de que la crisis del capitalismo de 1857 no hubiera producido una apertura para el irrumpir del movimiento obrero. En ese entonces quedó claro que el capitalismo no colapsaría por sí solo, a pesar de la profundidad de una crisis bancaria debida a la existencia generalizada de préstamos incobrables. También resultó evidente que la organización de los trabajadores era necesaria no solo a nivel nacional, sino también a escala mundial. Eso fue en parte lo que motivó la formación de la Asociación conocida como la Primera Internacional. Pero esta pronto se fracturaría por motivos políticos. Los comunistas —liderados por Marx— y los anarquistas —liderados por Mijaíl Bakunin— tenían opiniones diversas respecto de la organización de la Asociación y de su actitud hacia el Estado. Fue esta división entre los «rojos» —comunistas— y los «negros» —anarquistas— lo que provocó la ruptura. De hecho, la Asociación nunca fue completamente fiel al espíritu del Manifiesto. Se trató en gran parte de un movimiento europeo, sin vínculos con los movimientos radicales emergentes en África, Asia y América Latina. En el Manifiesto, por ejemplo, Marx y Engels habían escrito que el sindicato de trabajadores «se beneficia de los mejores medios de comunicación creados por la industria moderna». Pero el primer mensaje telegráfico entre Londres y la India se envió y recibió en 1870, seis años después de la primera reunión de la Asociación. La tecnología que Marx y Engels anticiparon en 1848 aún no había creado la posibilidad de la unidad y tendría que esperar décadas todavía.
La necesidad empujó a los socialistas a intentarlo una vez más en 1889, cuando partidos y sindicatos de toda Europa se reunieron en París para crear la Internacional Socialista —o Segunda Internacional—. Esta hundía sus raíces en la organización sindical que venía creciendo lentamente en toda Europa, con algunos vínculos con América Latina. Los partidos socialdemócratas de finales del siglo XIX tenían su base principal en este movimiento, por lo que la Internacional Socialista también se asentaba en ellos y sus conexiones. Pero, incluso aquí, los vínculos fuera de Europa y América del Norte fueron limitados. Los sindicatos ya se habían desarrollado en Japón y en la India, pero no había conexión con ellos ni tampoco con los partidos anticoloniales. Una vez más, los primeros años de la Internacional Socialista estuvieron atravesados por debates dentro de los partidos socialistas, así como entre los «rojos» y los «negros». Estas últimas divisiones produjeron internacionales alternativas, menos conocidas, establecidas por anarcosindicalistas y anarquistas. A lo largo de su historia, esta Segunda Internacional derivó ideológicamente en la opinión de que los sindicatos debían luchar para hacer que el sistema capitalista sea más humano y de que los socialistas debían estar circunscritos en su mundo político nacional para hacer la diferencia. Fue esta actitud anti-internacionalista la que llevó a la mayoría de los partidos socialistas en Europa a votar para financiar sus fuerzas armadas en la insensata guerra continental que comenzó en 1914 y culminó en 1918. El voto de los créditos para financiar esta guerra dañó gravemente a la Internacional Socialista; ésta nunca recuperaría su brillo.
“La tecnología que Marx y Engels anticiparon en 1848 aún no había creado la posibilidad de la unidad y tendría que esperar décadas todavía.”
Lenin y sus colaboradores vieron con consternación el colapso de esta organización. Y sin embargo lo habían anticipado. Sabían que había flaquezas en el corazón del movimiento socialista. La actitud de los líderes del movimiento socialista alemán —como Eduard Bernstein— hacia su Estado y hacia el capitalismo, sugería que no serían capaces de resistir la presión del nacionalismo de la burguesía. También estaba claro que no habían desarrollado una comprensión adecuada del imperialismo y de la autodeterminación de las naciones. Durante la Primera Guerra Mundial, Lenin y sus camaradas más cercanos se reunieron en Zimmerwald —Suiza— en 1915, para analizar el colapso del movimiento socialista en la guerra y encontrar una salida. El Manifiesto de Zimmerwald expresó conmovedoramente que «millones de cadáveres cubren los campos de batalla» y que «Europa es como un gigantesco matadero humano». ¿Por qué los europeos fueron a la guerra? La guerra, escribieron estos personajes radicales, «es el resultado del imperialismo, del intento de las clases capitalistas de cada nación de fomentar su ambición de lucro mediante la explotación del trabajo humano y de los tesoros naturales del mundo entero». Esta evaluación sería importante para Lenin a medida que desarrollaba las ideas que se volverían centrales en su texto de 1916 titulado “El imperialismo, fase superior del capitalismo”.
En el prefacio de las ediciones francesa y alemana del libro, publicado en 1920, Lenin reflexionaba sobre la «guerra anexionista, depredadora y de saqueo» que había asolado a Europa en los años anteriores. Esta guerra, escribió, había surgido como parte del desarrollo normal del capitalismo, por el surgimiento del colonialismo y del poder financiero, destinados a saquear los recursos y dar forma a los mercados, así como para usar la deuda como instrumento de dominación de la mayoría de los países del planeta. Las naciones de Europa y América del Norte utilizaron sus ventajas capitalistas para competir entre sí por el derecho de anexionar al mundo. El antídoto para esta catástrofe global era derrotar al imperialismo en sus colonias, derrocar al capitalismo en su centro y construir un orden mundial proletario. Para Lenin, por tanto, la cuestión colonial no era una cuestión secundaria sino esencial para la estrategia revolucionaria global.
La Revolución de Octubre demostró que Lenin tenía razón. El vasto y extenso imperio de los zares se parecía al mundo de las colonias, con una pequeña élite europea emplazada en la parte noroeste del territorio, que dominaba desde allí una enorme variedad de nacionalidades desde un extremo de Europa hasta el otro extremo en Asia. La alianza obrero-campesina y la reivindicación de la autodeterminación de las naciones proporcionaron el marco político para la Revolución de 1917. Poco después de la formación de la URSS, las potencias capitalistas la rodearon e intentaron una contrarrevolución continental dirigida por los aristócratas rusos depuestos. La energía revolucionaria de Moscú irradiaba en todas direcciones, ciertamente hacia Alemania y Europa del Este, pero también hacia el Oriente. La Revolución Alemana (1918-1919) y la Revolución Húngara (1918) dieron esperanzas de la expansión de la revolución mundial en Europa, pero ambas fueron derrotadas. Fue esta derrota europea la que aisló a la URSS y fortaleció la determinación de buscar nuevos cauces para la actividad revolucionaria internacional. La URSS tuvo para eso que recurrir a las excolonias.
“Para Lenin […] la cuestión colonial no era una cuestión secundaria sino esencial para la estrategia revolucionaria global.”
La admiración de Lenin por la política anticolonial se remonta a antes de la Primera Guerra Mundial. Estaba deslumbrado por las revoluciones simultáneas de la década de 1910 en México, Persia y China. Dos años más tarde, escribió: «En todas partes de Asia, un poderoso movimiento democrático está creciendo, extendiéndose y ganando fuerza. La burguesía todavía se pone del lado del pueblo en contra de la reacción. Cientos de millones de personas están despertando a la vida, la luz y la libertad». Lenin se refirió entonces al continente asiático como «un aliado confiable para el proletariado de todos los países civilizados». Lenin utilizaba el término «civilizado» de forma irónica, para referirse a estos países cuya civilización se había reducido al colonialismo y la brutalidad capitalista. La idea de la unidad global entre los trabajadores industriales avanzados de Europa y América del Norte con los campesinos y trabajadores de Asia, África y América Latina fue fundamental para la comprensión política de Lenin. Este no solo puso sus ojos en las colonias como un lugar esencial para el trabajo político, sino que también vio el derecho a la autodeterminación como una parte central de la agenda socialista global. Estos elementos —la mayoría de ellos existentes antes de la Revolución de Octubre de 1917—, se convertirían en los principios fundacionales de la Internacional Comunista.
La Internacional Comunista
En marzo de 1919, se reunieron delegados de todo el mundo en la URSS para crear la Internacional Comunista (Komintern). De las treinta y cinco organizaciones que llegaron a Moscú, la mayoría eran de la URSS, de Europa o Estados Unidos. Los únicos representantes por fuera de estas zonas eran los de China y Corea. No estuvo presente ningún delegado de las colonias occidentales. Pero pronto los mensajeros de la Komintern viajarían por todo el mundo, estableciendo contactos con militantes desde Australia hasta México. El más conocido fue Mikhail Borodin, quien fue a México para ayudar a fundar allí el Partido Comunista, y tuvo también una influencia duradera en China junto con Grigori Voitinsky. Egon Kisch y Fyodor Andreyevich Sergeyev, así como Sanzō Nosaka y Ōmi Komaki, fueron algunos de los mensajeros menos conocidos. Todos ellos jugaron un papel esencial al establecer conexiones con los sectores más radicales e invitarlos a formar parte del trabajo de la Internacional Comunista. En julio de 1921, en la tercera reunión de la Komintern, se estableció el Departamento de Enlace Internacional, desde donde comunistas como Ósip Piátnitsky y Berthe Zimmermann trabajaron arduamente para contactar movimientos que estaban aún fuera de la órbita comunista internacional. El trabajo era peligroso y constante, pero necesario, dado que ninguna organización de su tipo podría conformarse sin este tipo de acciones.
Fue gracias a la tarea de gente como Borodin que el segundo Congreso de la Komintern, entre julio y agosto de 1920, tuvo un debate y una representación más globales. Las delegaciones vinieron desde todo el este soviético —desde Armenia hasta Uzbekistán—, así como de México a Indonesia, de China a Persia y de India a Corea. Algunos provenían de formaciones políticas de izquierda, con vínculos estrechos con los partidos comunistas de los países coloniales, pero otros lo hacían desde agrupamientos más incipientes, con poco contacto externo previo. Muchos tenían historias interesantes y pintorescas. Abani Mukerji (1891-1937), quien más tarde se convertiría en uno de los primeros miembros del Partido Comunista de la India, participó porque había conocido al marxista holandés Sebald Justinus Rutgers en Ámsterdam, donde había sido asignado no para la lucha revolucionaria india, sino para participar de la política colonial de Holanda en las por entonces Indias Orientales Neerlandesas (hoy Indonesia). No obstante, Mukerji representó a la India. Otro caso fue el de Manabendra Nath Roy (1887-1954), quien llegó a Moscú después de largas conversaciones con Borodin y como representante del Partido Comunista Mexicano, a pesar de su larga trayectoria en los inicios del movimiento revolucionario en la India. Roy y Evelyn Trent habían estado viviendo en Estados Unidos, de donde huyeron hacia México escapando del largo brazo del imperialismo británico. Por su parte, Avetis Sultan-Zade (1889-1938) representó al Partido Comunista de Persia, aunque pasó la mayor parte de su vida revolucionaria organizando a los trabajadores persas que habían ido a trabajar a la URSS. También participaron Tan Malaka (1897-1949) de Indonesia; Sylvia Pankhurst (1882-1960) de Gran Bretaña; sin contar a V. I. Lenin (1870-1924), Alexandra Kollontai (1872-1952), León Trotsky (1879-1940) y Angélica Balabanova (1878-1965) de la URSS. En un año, la Komintern reunió a algunos de los líderes más importantes de los movimientos revolucionarios de todos los continentes.
Antes de que los delegados llegaran a Moscú, Lenin —el líder de la URSS— envió un documento con veintiún requisitos que debían cumplir las organizaciones para ser miembros de la Komintern. El punto número octavo merece ser citado en forma completa:
«Es necesaria una actitud particularmente clara y destacada sobre la cuestión de las colonias y naciones oprimidas por parte de los partidos comunistas de aquellos países cuyas burguesías poseen colonias y oprimen otras naciones. Todo partido que desee pertenecer a la Internacional Comunista tiene la obligación de sacar a la luz las artimañas de sus propios imperialistas en las colonias, de apoyar cada movimiento de liberación de las colonias, no solo con palabras, sino con hechos, de exigir que sus compatriotas imperialistas sean expulsados de las colonias, de cultivar en los corazones de los trabajadores en su propio país una relación auténticamente fraternal con la población trabajadora de las colonias y de las naciones oprimidas, y de llevar sistemáticamente la propaganda a las tropas de su propio país contra cualquier opresión de los pueblos colonizados».
Uno de los puntos más significativos de este documento es que está dirigido a los comunistas de los Estados de los colonizadores, y no a los comunistas en el mundo colonizado, lo que produjo una cierta decepción de parte de los primeros. Estos no actuarían en pos de estas directrices, ni responderían, a lo largo de los años, a las instrucciones explícitas de la Komintern de trabajar por la lucha anticolonial. La claridad de las tesis de Lenin sobre el imperialismo y la importancia del trabajo anticolonial para la revolución mundial, simplemente pareció no interpelar a muchos radicales de Europa. No obstante, aquí y allá —especialmente en las Américas— el rol de los militantes de algunos estados colonizadores tuvo un rol significativo en la actividad comunista en los países periféricos, rol que recién ahora comenzamos a ponderar.
En el último día del Primer Congreso de la Komintern, los delegados se pusieron de acuerdo en un comunicado que criticaba duramente los fracasos de los comunistas europeos y norteamericanos. El capitalismo había arrasado sociedades de un extremo a otro del planeta. Había creado un «reino de destrucción, donde no solo los medios de producción y transporte, sino también las instituciones de la democracia política están ensangrentadas y en ruinas». En este contexto, argumentó la Komintern, el proletariado debe «crear su propio aparato» y resolver los problemas del capitalismo derrocando al capitalismo. «Los viejos partidos, las viejas organizaciones sindicales se han mostrado incapaces —a través de sus líderes— no solo de resolver sino incluso de comprender las tareas que plantea la nueva época». Lo inaudito aquí fue que los «viejos partidos, las viejas organizaciones sindicales» no se habían tomado en serio la cuestión colonial, y los hábitos de las viejas organizaciones habían comenzado a desplazarse hacia las más nuevas. En el Segundo Congreso de la Komintern, en 1920, Karl Radek dijo con razón: «Si los trabajadores británicos, en lugar de oponerse a los prejuicios burgueses, apoyan al imperialismo británico o lo toleran pasivamente, entonces están trabajando por la supresión de todos los movimientos revolucionarios en la propia Gran Bretaña». La lucha anticolonial era la única forma posible de conquistar la revolución en los Estados imperialistas. No se trataba de un acto de caridad, sino de un hecho de importancia revolucionaria en el mundo entero: esa es una de las principales lecciones de la Komintern. Fue ella quien puso sobre la mesa la cuestión de las luchas anticoloniales y exigió que los comunistas de los Estados imperialistas se movieran en una dirección práctica para socavar al colonialismo.
“La claridad de las tesis de Lenin sobre el imperialismo y la importancia del trabajo anticolonial para la revolución mundial, simplemente pareció no interpelar a muchos radicales de Europa”.
La Komintern, por otro lado, no fue insensible y reconoció el trabajo que costó a los revolucionarios de los Estados colonizados llegar a Moscú para poder participar. La carta de bienvenida a la reunión de Bakú evocaba el viaje con cierto romanticismo: «Antes se viajaba a través de los desiertos para llegar a los lugares sagrados. Ahora hay que recorrer montañas y ríos, pasar a través de bosques y desiertos, para encontrarse y discutir cómo liberarse de las cadenas de la servidumbre». El viaje fue peligroso, con delegados arrestados y asesinados por el camino. Por ejemplo, un barco que transportaba a los delegados iraníes fue atacado por la fuerza aérea británica, con la consecuencia de que dos delegados fueron asesinados, mientras que un buque de guerra británico intentaba bloquear el tránsito de los delegados turcos por el Mar Negro. Cuando un joven revolucionario salvadoreño —Aquilino Martínez— salió de la URSS en 1934, fue detenido y torturado por los nazis, luego deportado a El Salvador y condenado allí a cumplir cadena perpetua en un asilo.
No obstante, los delegados pudieron llegar, ansiosos por encontrar una manera de blindar sus propias organizaciones revolucionarias. En las conferencias, sin embargo, la Secretaría de la Komintern parecía dejar a menudo muy poco tiempo para que se discutiera la «cuestión colonial». En la tercera reunión del organismo, Manabendra Nath Roy se mostraba furioso por los límites de tiempo: «Me han dado cinco minutos para mi informe —dijo—. Dado que el tema no se podría agotar ni en una hora, usaré estos cinco minutos para protestar enérgicamente». El entusiasmo de los comunistas anticoloniales se puede comprobar en su incansable intento de obtener más tiempo para deliberar sobre los temas que les importaban, de luchar para extender las sesiones para poder conocer las luchas de las otras delegaciones y construir así un análisis más adecuado de la situación mundial. Fue la lucha de aquellos, oriundos del mundo colonizado, la que obligó a tomar muy en serio la «cuestión colonial».
En el Segundo Congreso de la Komintern, en 1920, Lenin señaló que el trabajo que debían llevar adelante los comunistas no debía subestimarse, sobre todo en los países «atrasados» y colonizados. El término «atrasados» ocupa un papel importante en estos textos y refiere a países donde el capitalismo no se ha desarrollado plenamente, y también a países donde los beneficios sociales de la riqueza (la alfabetización, cierto bienestar) han sido negados a la población. No había desdén alguno en el uso del término, ni ninguna indicación de que la gente estuviera atrasada debido a algún tipo de déficit cultural. El «atraso» relativo era una forma de medir los rigores del dominio colonial, que negaba a las personas los frutos de la propia riqueza que habían producido. Trabajar en condiciones de extendido analfabetismo, por ejemplo, planteaba desafíos «realmente enormes». «Sin embargo —aseguraba Lenin—, los resultados prácticos de nuestro trabajo han demostrado que, a pesar de estas dificultades, es posible despertar el pensamiento político independiente y la actividad política independiente incluso donde casi no existe el proletariado».
Una cosa era admitir que el trabajo revolucionario era posible en las colonias, y de hecho necesario, y otra era precisar la estrategia y la táctica de esas luchas. Nadie dudaba de que la tarea principal era la derrota del poder colonial. Las tesis suplementarias de Roy señalaban, por ejemplo: «La dominación extranjera obstruye constantemente el libre desarrollo de la vida social; por tanto, su eliminación debe ser el primer paso de la revolución». ¿Deberían las fuerzas radicales dedicar su energía solamente a la derrota del poder colonial o deberían luchar tanto para derrotar al poder colonial como para desarrollar un proceso revolucionario que diera pie a un Estado comunista? Lenin y Roy mantuvieron un célebre debate en la reunión de la Komintern de 1920 sobre este tema. No había una manera fácil de resolver esta disputa, dado sobre todo la naturaleza desigual de las luchas políticas en las diferentes colonias. Una fórmula única era imposible, y eso es lo que paralizó las discusiones de la Komintern a lo largo de los años. Maring, de las Indias Orientales Holandesas, señaló por ejemplo que no veía «ninguna diferencia entre las tesis del camarada Lenin y las del camarada Roy». Más bien, Maring (su nombre real era Henk Sneevliet, comunista holandés que trabajó en Indonesia y China) buscó calibrar la «actitud correcta hacia las relaciones entre los nacionalistas revolucionarios y los movimientos socialistas en los países atrasados y las colonias».
¿Cuál era entonces el rol de la Komintern? ¿Dirigir los movimientos alrededor del mundo o brindarles una asistencia internacionalista? Estaba claro que el organismo a menudo haría oídos sordos cuando se tratase de los dilemas de los movimientos revolucionarios en diferentes partes del mundo. El hecho de que solo pudiese celebrar una reunión importante de los partidos comunistas latinoamericanos en el año 1929 —y luego abandonase el proceso— es una señal de las dificultades inequívocas que enfrentó Moscú cuando intentó impulsar su agenda en lugares tan lejanos como la Argentina. Al respecto, el comunista holandés David Wijnkoop intervino en una discusión de la Komintern para afirmar: «Debemos crear las condiciones previas necesarias para que cada país colonial pueda desarrollar su propio movimiento revolucionario». Esta idea de crear las condiciones de posibilidad iba mucho más allá de la noción de que Moscú debería dar a los revolucionarios órdenes de cómo y hacia dónde dirigirse. Desde 1919 hasta su disolución en 1943, la Komintern luchó por definir su rol, y los comunistas de todo el mundo lucharon dentro de ella para asegurarse de que fuera un instrumento útil para su trabajo revolucionario y no un obstáculo. Es importante tener una actitud equilibrada hacia la historia de la Komintern, para ver el valor de las relaciones que permitió establecer entre revolucionarios de todo el mundo, así como el espíritu internacionalista que creó dentro de los movimientos comunistas. Al mismo tiempo, es imperativo que no pasemos por alto los problemas que plantearon las actitudes del tipo «Moscú es la Meca de la revolución», las que derivaron en que la oficina central de la Komintern se volviera, aparentemente, más importante que los propios movimientos comunistas de todo el mundo.
Este texto fue publicado originalmente en el libro «Internacionalistas» (Batalla de Ideas, Instituto Tricontinental; 2022), bajo el título “¡Trabajadores del mundo, uníos!”.
Tomado de ALAI