La formación de los imperios en la era del capitalismo, siempre se vinculó al dominio sobre territorios y países. Ese proceso nació en el siglo XVI, con el mercantilismo, época que se extendió hasta el siglo XVIII. América, como continente, fue colonizada por grandes potencias europeas, a la cabeza de las cuales se colocó España, un reino unificado y centralizado precisamente en 1492 por los Reyes Católicos. El dominio colonial español permanentemente tuvo como adversarios a Inglaterra y Francia, aunque los conflictos fueron menores con Portugal y otras monarquías europeas. El mercantilismo en Europa y el coloniaje en América fueron las dos caras de la misma moneda.
La relación mercantilismo/coloniaje fue la base de lo que K. Marx denominó como acumulación originaria de capitales, que preparó el surgimiento del capitalismo como sistema consolidado a partir de la I Revolución Industrial. En esa consolidación se produjeron las Revoluciones de Francia (1789), que representó el ascenso de la burguesía y el fin del feudalismo, así como la Revolución Estadounidense (1776), que expresó el triunfo de una nación para poner fin al colonialismo y establecer un país soberano bajo la forma republicano-democrática. En el marco histórico del surgimiento de la Edad Contemporánea también se produjeron las revoluciones independentistas en América Latina, que se iniciaron en Haití (1804), continuaron con la fase de las Juntas (1809-1812) y prosiguieron con las prolongadas guerras, hasta 1824. El resultado fue el nacimiento de los diversos Estados latinoamericanos, que finalmente adoptaron la forma republicana-democrática de gobiernos presidenciales (los imperios en México y Brasil resultaron temporales), siguiendo el modelo político de los EE.UU.
Bajo el capitalismo las relaciones mundiales adquirieron nueva estructura. Durante el siglo XIX Inglaterra mantuvo la hegemonía; pero en el XX ésta giró y los EE.UU. consolidaron su expansión imperialista. América Latina, que había soñado en su propio camino soberano una vez alcanzadas las independencias, fue una región que inevitablemente afirmó los lazos de la dependencia frente a las potencias hegemónicas.
En este marco, la historiografía tradicional buscó los rasgos comunes que identificaran a Europa con los EE.UU. y, además, con América Latina, a fin de generar la idea de pertenencia de las tres regiones a un mismo mundo. El trabajo pionero de los historiadores Jacques Godechot y R.R. Palmer en Le Problème de l’Atlantique au XVIIIème siècle (1955) ya habló de una “comunidad atlántica” que vinculaba específicamente a Europa y Norteamérica, sin referirse a Latinoamérica. Bajo las condiciones de la Guerra Fría se forjó un nuevo criterio, con una maniquea división: Europa, los EE.UU. y América Latina, pertenecían al “mundo libre”, al mundo de la “democracia”, mientras la URSS, Europa del Este, China, y en nuestro continente Cuba, formaban parte de la “esclavitud comunista”. Quedó fijada la idea de una esfera civilizatoria localizada en el mundo Occidental, que debía guiar el camino histórico de todos los otros confines de la Tierra.
La conmemoración de los bicentenarios independentistas latinoamericanos fue la oportunidad para el desarrollo de una renovada historiografía que ha servido para esclarecer, entender y ampliar los conocimientos y explicaciones sobre las revoluciones anticoloniales. Pero igualmente se difundieron obras que han tratado de sostener que las revoluciones criollas fueron una especie de reflejo de los acontecimientos en Europa (idea que se remonta a Hegel) o que simplemente formaron parte de un momento especial del desarrollo de la comunidad hispánica omnipresente hasta la actualidad. En refuerzo de la hispanidad, el libro de Borja Cardelús América Hispánica (2021) exalta los legados de España en América, algo incuestionable; pero no se comprende la magnitud histórica de las independencias, que rompieron con el coloniaje en los albores del capitalismo. Y en estos contextos historiográficos ha madurado la idea de que las independencias formaron parte de los procesos de la “comunidad atlántica” e incluso de las “revoluciones atlánticas”.
Finalmente, la guerra en Ucrania ha provocado que se retome la ideología de la occidentalidad, para tratar de alinear a América Latina en el conflicto, pero a favor de Europa y los EE.UU. Incluso Zelenski busca ganar el apoyo de América Latina a su causa y trataría de plantear una cumbre con los gobernantes (https://bit.ly/3oAe2gX). Bajo el supuesto de que nuestra región pertenece a la misma esfera histórica del Atlántico, de Occidente, de la Hispanidad o del mundo libre y democrático, los imperialismos del presente no están dispuestos a comprender ni admitir que América Latina está definiendo sus propias posiciones soberanas ante el conflicto, que han sido encabezadas por los presidentes Andrés Manuel López Obrador en México e Inácio Lula da Silva en Brasil.
Debería quedar en claro que América Latina condena la guerra en Ucrania, no respalda a Rusia, tampoco a la OTAN, no tiene una posición “indefinida”, sino que reclama acciones concretas que no escalen el conflicto, sino que lo solucionen bajo la guía de la paz como principio rector de la diplomacia latinoamericana. El mismo principio de la paz como política internacional está correlacionado con el reconocimiento de la multipolaridad que avanza indetenible en el mundo y que permite que la región mantenga crecientes lazos económicos con China. La no alineación retoma, con alcances actuales, los ideales que movieron al Tercer Mundo desde la Conferencia de Bandung, en 1955.
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