Hace apenas unos días, me animé a compartir en mi muro de Facebook este breve fragmento de lectura, del libro La derrota del pensamiento, del filósofo francés Alain Finkielkraut: “La barbarie ha acabado por apoderarse de la cultura. A la sombra de esa gran palabra, crece la intolerancia, al mismo tiempo que el infantilismo. Cuando no es la identidad cultural la que encierra al individuo en su ámbito cultural y, bajo pena de alta traición, le rechaza el acceso a la duda, a la ironía, a la razón —a todo lo que podría sustraerle de la matriz colectiva—, es la industria del ocio, esta creación de la era técnica que reduce a pacotilla las obras del espíritu”.[1]
Ese fenómeno de reducción de la herencia cultural y el resarcimiento espiritual que debe traernos toda creación humana, más si esta se pretende arte, se ha convertido en etiqueta de norma himlereana en este punto de guerra cultural. Es decir, la mentira repetida hasta la saciedad para que termine suplantando a la verdad. Y la suplantación de los valores estéticos, y éticos, del arte, por la refriega constante del diletantismo.
No sé ya ni cuántas canciones se han financiado, o se han beneficiado de campañas promocionales ad hoc, desde que la plattista “Patria y vida” rompiera una etapa en ese celofán de la abierta hipocresía política. Una más, peor que la mayoría de ellas, que no alcanzan ni para seducir a quienes se suman a la burda campaña propagandística, intenta sonsacar el panorama. Ni el sentimentalismo de su letra, pastiche de pastiches, ni el anodino recurso de suplantación de ámbitos de fama en que se monta el videoclip, soportan ni siquiera el beneficio de la duda. Es uno de esos tantos productos insustanciales que debían dar vergüenza ajena. Ni siquiera se preocupa por sugerir un mínimo ejercicio de demostración, en aras de lograr la manipulación prevista, predeterminada a fin de cuentas, pues se conforma con la etiqueta de campaña política para que se le otorgue la migaja de la acumulación. Entra, como si fuese normal, en ese vasto universo de la frase del filósofo francés que recién he citado, y se disuelve en su oscura multitud de ejemplos.
Lo llamativo, entonces, una vez que ni valor de sí mismo asiste al producto que la superficie muestra, es el punto de confrontación al que arribamos. Como en un exprimido del neoclasicismo, basta enunciar el tópico para que el resto de la composición se vaya completando. La propaganda contrarrevolucionaria ha dejado de lado a la cultura y ha apostado por sumarse a la barbarie que la industria del ocio y la supina ignorancia preconizan. El totalitarismo del gusto masacrado se alía a lo que considera su mejor postor: el que promete el éxito económico y la fama ligera, a como dé lugar.
“El fenómeno de reducción de la herencia cultural y el resarcimiento espiritual que debe traernos toda creación humana (…) se ha convertido en etiqueta de norma himlereana en este punto de guerra cultural”.
Ya lo ha demostrado Trump en su campaña política: cuando no tienes nada altruista que ofrecer, es mejor agenciarse una feroz propaganda negativa que llame la atención sobre tu imagen, sin que importe qué llevan de fondo tus proposiciones. Un video más, ya sea clip musical o documental de esquemas falsos, que por estos días también se han promovido, y que siguen contando con financiamiento desde similares fuentes, dará, sin remedio, paso a otros, sin cansancio emisor, aunque el agotamiento de los receptores no alcance ni para minutos. Ninguno busca ya hablarnos de cultura, sino de bombardeo propagandístico, bien pagado del concepto de Himler. El búnker del Führer no se halla, por tanto, en esa vana infantería, efímera y procaz, sino en las fuentes ideológicas que luchan por atenuar la insostenible decadencia imperial y, por entre esa vorágine de manipulación informativa, en el acoso al que somos diariamente sometidos, sin posibilidades siquiera de opinar.
Y es tan normal a estas alturas, que ni importante nos parece.
Notas:
[1] Alain Finkielkraut: “El zombie y el fanático”, en La derrota del pensamiento, Anagrama, Barcelona, 2006.
Fuente: La Jiribilla