Aquí los testimonios de las visitas a las cárceles[1].
Cuando me preparaba para asumir la responsabilidad como jefe de la Sección de Intereses de Cuba en Estados Unidos (mediados del 2012) me acerqué al compañero José Anselmo López, quien había estado al frente de la Sección Consular de dicha oficina a finales de los años 90 del siglo XX y principios del XXI, para preguntarle por sus experiencias sobre las visitas a las cárceles estadounidenses donde mantenían prisioneros injustamente a los Cinco Héroes Cubanos. Nunca olvidaré que al resumir lo conversado, Anselmo expresó: “Cuando los visites vas a pensar que eres tú el que va a darles ánimo y apoyo, pero después te das cuenta que es a la inversa”.
Aquella frase me pareció que era resultado del respeto y de la admiración que todos sentíamos y sentimos por esos hombres, más que un reflejo cierto de la realidad. Pero apenas al completar la primera ronda de visitas a los que aún quedaban encarcelados llegué a la misma conclusión.
Había leído mucho sobre ellos, me reuní con sus familiares antes de partir, había tenido acceso a algunas de sus cartas personales, pero ninguna de esas experiencias fue superior a conocerlos personalmente e intercambiar con ellos por extensas horas.
Por encima de sus características individuales había varios puntos comunes entre ellos y el primero era la convicción plena sobre la labor que habían desempeñado para proteger al país desde Estados Unidos, no había remordimientos, ni pesares, ni dudas. El amor infinito por su Cuba y su gente era lo primero. Lo segundo era la creencia, también sin límites, de que no estaban solos y que regresarían al seno de sus familias y al cariño de sus coterráneos, a pesar de que el encierro se había extendido por largos años.
Los cuatro[2] se mantenían actualizados hasta el detalle de la situación nacional en Cuba y de la internacional y sólo preguntaban sobre pequeños datos para hacer precisiones. Hablaban sobre el resto de sus “hermanos”, como siempre se llamaron entre sí, como si no los separaran miles de millas de por medio entre los centros penitenciarios donde radicaban. Siempre que los visitábamos, daba la impresión de que habían conversado entre ellos hasta la noche anterior.
Y algo estremecedor, por muy fuerte que fuera la información que le debíamos trasladar sobre temas personales, o sobre la estrategia legal de sus casos, nunca asomó a sus ojos una lágrima, ni se vieron en sus rostros señales de abatimiento.
Por coincidencias entre la rotación de las visitas y mis obligaciones personales dio la casualidad que pude visitar primero a Fernando González Llort, compañero de estudios (años distintos) en el Instituto Superior de Relaciones Internacionales “Raúl Roa García” y hermano de armas en la misión militar que ambos cumplimos en la República Popular de Angola (1987-1989).
Me habían alertado que Fernando esperaba a los visitantes de la embajada, a sus familiares, o a los compañeros de las organizaciones de solidaridad que los visitaban, apostado en algún lugar de la instalación desde donde los veía arribar al parqueo, sin que lo pudieran observar a él. Estudiaba el estado de ánimo de cada uno, su lenguaje extra verbal en el tiempo que demoraban la apertura y entrada al recinto.
Aquella primera visita fue en pleno invierno y las autoridades del penal (cada cual tiene sus propias reglas) obligaban a los visitantes a entrar sin abrigos. Debimos esperar largos minutos antes de pasar a la instalación, en un pedazo de desierto de Arizona con fuertes vientos y bajas temperaturas. Fernando vio todas las contorsiones corporales que hicimos para poder resistir y al vernos nos espetó: “está fresquito eso allá fuera, ¿no?”. Casi sin escucharlo lo abracé y, como se hace con los hermanos entrañables, le di un beso en la mejilla. Esto bastó para que lanzara un segundo chiste: “Oye, qué van a pensar de mí, tú te vas, pero yo me quedo aquí dentro”. Después de escuchar esa segunda frase me pregunté: “Pero, ¿cómo es posible que este hombre después de todo lo que ha tenido que enfrentar todavía tiene deseos de bromear?”.
Y resulta que era un sentido del humor muy serio. No era la actitud defensiva de irrespeto hacia lo que lo rodeaba, era una ponderación perpetua de lo que lo sucedía alrededor suyo, para tratar de llegar siempre a conclusiones optimistas.
Como sucedía con el resto de los Cinco, prácticamente de cada una de las visitas a los penales se podría redactar un libro con experiencias que deben trascender, pero en el caso de Fernando, la vivencia que se ha quedado en nuestras mentes como si hubiera ocurrido ayer fue la conversación sostenida en la última visita que le hicimos.
Por la extensión diferente de las condenas que se les había impuesto, a Fernando le correspondía salir del penal al cumplir 14 años de prisión. En preparación para ese momento debíamos preguntarle una serie de cuestiones y precisarle otras.
La primera estaba relacionada con su consideración sobre si en el momento preciso de otorgarle la libertad surgirían, o no, impedimentos legales o de otro tipo para dilatar el proceso. En Cuba se habían construido cualquier cantidad de escenarios al respecto y se quería conocer su criterio. Para nuestra total sorpresa Fernando expuso un análisis completo al respecto, con consideraciones tanto jurídicas, como políticas y tal parecía que conocía de antemano lo que le íbamos a preguntar. Concluyó diciendo “nos vamos a casa cuando ese día llegue”.
Siempre fue nuestra responsabilidad alertarlos de cualquier dificultad, no crearles falsas expectativas en ningún tema y hablarles de manera muy objetiva. Pero ante la seguridad de aquellas palabras no tuvimos comentarios y sólo dijimos, quizás de manera irresponsable, “así será”.
Habíamos memorizado todo el procedimiento que había informado la parte estadounidense sobre la hora en que saldría de la prisión, la forma en que sería trasladado al aeropuerto, el tipo de avión que lo llevaría al último destino antes de volar a La Habana, el tiempo que estaría allí y la hora exacta en que debía llegar a su querida Patria. “Los funcionarios del Servicio de Migración aseguran que será a las 11:57 de la mañana”, le dije. Fernando había escuchado toda la explicación en silencio, sin interrupciones, pero en ese momento no pudo evitar preguntar. “¿y te dijeron los segundos?”.
Al final de la exposición, con mucho pesar, tuvimos que asumir una posición objetiva y decirle: “esto es lo que nos han trasladado oficialmente, pero como no nos está permitido acompañarte, cualquiera de estos detalles puede variar y me temo que no tendremos comunicación en tiempo real como para conocer cualquier variante, e intervenir ante las autoridades”.
Fernando había escaneado nuestro pensamiento y nos animó diciendo: “no se preocupen, todo va a salir bien, vamos a estar en casa pronto, pero quizás llegue a las y 58”. Y nuevamente nos asaltó la pregunta de que de dónde estos hombres sacaban esa reserva de optimismo y humor.
Él había casi creado un código de conducta para sí mismo en la prisión, que iba desde el rigor en los ejercicios matinales, hasta la forma en que lidiaba con el resto de los prisioneros y con las autoridades del penal, en un ambiente en el que la amistad es un concepto inexistente y la falta de atención y alerta es una debilidad que se paga con la vida. Sabemos que no faltó a sus rutinas ni una sola vez y siempre durmió con un ojo abierto.
Las experiencias con Antonio Guerrero Rodríguez tenían otra proyección. Él tiene tres pasiones (además de las políticas y familiares) que definen muy bien su personalidad: la pintura, el ajedrez y la poesía. Con ellas tres creó un mundo paralelo al dilema de la prisión, con tiempos y espacios distintos, a tal extremo que sentía firmemente que su cuerpo tenía restricciones de movimiento, pero su alma era libre de forma total.
Se puede decir sin margen a dudas que Antonio (todos le decimos Tony) es un pintor autodidacta, que creció técnicamente por sí mismo, para al final convertirse en profesor de otros presos.
Por compartir la afición por el dibujo estuvimos en posibilidad de comentarle algunos detalles técnicos y de insistir en la invitación a crear sus propias imágenes, después de que se sometiera durante años al esfuerzo de crear obras a partir de fotos de flora o fauna, que le hacían llegar sus familiares y amistades.
Quizás como resultado de una de esas discusiones, él decidió trabajar en la que sería la primera exposición con imágenes propias, que se expondría en varias ciudades estadounidenses y en Cuba. En la Sección de Intereses sentíamos que custodiábamos un tesoro muy especial cuando recibimos las obras a través del correo. Mi esposa estuvo todo un día haciendo uso de sus habilidades manuales para enmarcar y preparar cada uno de los cuatros. Cuando le dije con orgullo lo que ella había hecho con tanto cariño, volví a recibir un golpe de humor: “pobre mujer, no tenía nada más importante que hacer?”, pero inmediatamente después todo su agradecimiento y aprecio por promocionar su obra, sus “pequeños bebés”, por todo el amor que ponía en cada pincelada.
Pocas personas más allá de su familia e íntimos saben que Tony armó un taller de pintura en la prisión de Marianna, Florida, y ayudó en la formación artística de decenas de reclusos. Su pasión en ese ejercicio le significó el respeto de todos los que lo rodeaban, hasta las autoridades del penal, que se vieron beneficiadas ante sus superiores en el Buró de Prisiones, por organizar exposiciones de pinturas hechas por los prisioneros, algo poco común por aquellos parajes.
Tony estaba permanentemente ocupado con lo que llamaba sus “obligaciones”: mantener al día las respuestas al voluminoso correo que recibía cada jornada, escribir sobre ajedrez y poesía, al extremo de completar libros sobre ambas pasiones.
En la misma medida que su obra pictórica fue siendo conocida, entonces recibió también solicitudes específicas. En una oportunidad recibió fotos de los tres premios otorgados en Cuba en un concurso de fotografía subacuática. Su forma de reproducir aquellas imágenes fue tan perfecta, que nos atrevimos a pedirle permiso para sacar copias de ellas para entregarlas como presentes en su nombre a relaciones estadounidenses con una afición por el medio ambiente, lo cual aceptó sin pensarlo.
En el grupo de pinturas de su autoría que enviábamos a Cuba en aquella oportunidad había una que nos conmovió: un dibujo de sus propias manos esposadas a su espalda el día que fue detenido. También le pedimos permiso para reproducirla, pero en este caso para conservarla con nosotros, en ese caso no aceptó: “nada de copias embajador, para usted hago un original, aunque tenga que dejar de dormir”. Y así fue y cumplió en pocos días.
Pero esa imagen encerraría aún otro secreto. En una visita posterior a la cárcel, Tony nos explicó que cuando hacía ese trabajo se le acercó un oficial de seguridad del penal y por simple curiosidad le comentó: “¿qué es eso Tony, son tus manos esposadas?” y él sin pensarlo le respondió: “sí, mis manos, pero no mi alma”. Le pedimos a Tony que escribiera esa anécdota, lo cual también hizo, para conservarla en el reverso de la obra, donde permanece hasta hoy.
Ramón Labañino Salazar por su físico siempre dio la apariencia de ser un luchador, o practicante de artes marciales. Con una confianza extrema en sí mismo, quizás esa imagen externa lo acompañó a la hora de enfrentar cualquier tipo de reto. De todos ellos, él fue quien quizás estuvo más cerca de un conflicto violento con reclusos, no por defenderse a sí mismo, sino por evitar que un compañero de celda anciano fuera maltrato por otros convictos.
La misma actitud lo llevó a enfrentar de manera verbal a un oficial de una de las prisiones donde estuvo cuando, al corresponderle un tránsito a una cárcel con nivel menor de seguridad, gracias a los años de condena cumplidos y a su conducta.
Según los procedimientos, cuando ese momento llega a cada reo se le preguntan tres preferencias sobre su próximo destino. Cuando Ramón dio las suyas, el funcionario “bromeó” diciendo que posiblemente lo enviaran a una cárcel Miami, donde presumiblemente enfrentaría mayores riesgos por el predominio de población cubanoamericana. Ramón inmediatamente le aceptó el reto, agregando que no tenía nada que temer.
No sabremos nunca si por una decisión intencional, o por puro accidente, ese fue el destino momentáneo de Ramón, hasta que pudimos intervenir ante las autoridades del Departamento de Estado y del Buró Federal de Prisiones, para lograr su traslado a otro penal. Lo que tuvo de significativo aquel hecho fue que en la primera visita después del percance, Ramón nos esperó con un ejercicio autocrítico y pidiendo disculpas por haber actuado de una manera que consideró “irreflexiva”, que nos habría obligado a hacer gestiones extras de manera “innecesaria”.
No tuvimos éxito en convencer a Ramón de que no se trataba de un “error”, sino de una reacción normal en cualquier cubano patriota que siente la responsabilidad de representar a millones. El mismo nos había dicho antes: “muchos presos que están aquí lo único que conocen de Cuba es a nosotros mismos”.
Ramón era el segundo de los Cinco con más larga condena. A partir del 2013, cuando el Departamento de Estado se involucró en un ejercicio más o menos constructivo para lograr la liberación de un nacional estadounidense que estaba enjuiciado y detenido en Cuba, propusieron la libertad de aquel a cambio de la de Ramón, excluyendo al resto.
Cumplimos con el deber de informarle al respecto y de solicitarle su opinión, que casi podíamos anticipar. Se ofendió seriamente y sin pestañar respondió: “pero cómo van a proponerme eso a mí, Gerardo (Hernández Nordelo) es el que no tiene opción ninguna para salir libre, le han permitido ver pocas veces a sus familiares más allegados, perdió a su madre en prisión”, a lo que agregó una sentencia casi increíble: “con buena conducta me deben quedar diez añitos acá, y con 60 años saldré entero de aquí”. Y como para que no quedaran dudas y él asegurarse de que ese sería nuestro mensaje a La Habana, sentenció: “La prioridad es Gerardo”.
Por si fuera insuficiente el peso de aquellas palabras, nos las dijo mirando fijamente a los ojos como diciendo: “que no se te olvide ni una letra”.
También sucede con el caso de Ramón que el último encuentro con él, justo antes de su liberación, es el que ha dejado huellas más profundas en nuestra memoria.
Todos estábamos al margen de las negociaciones secretas que culminarían, entre otros resultados, con su salida de la cárcel. No obstante, en las semanas precedentes a aquella visita, se habían ido agrupando señales que indicarían que “algo se estaba moviendo”, que pudieran significar al menos un cambio en el estatus de los Cinco, un tratamiento diferente. No tuvimos en ningún momento la certeza de que aquellos indicios podrían significar su libertad definitiva.
Habíamos ido trasladando todas y cada una de esas “señales” públicas a La Habana, desde donde recibíamos en cada oportunidad indicaciones precisas de qué informar a cada uno de ellos en las visitas. Sin embargo, para nuestra sorpresa, para ese último encuentro con Ramón en territorio estadounidense nos llegó un escueto mensaje, que en esencia decía: “hazle un resumen con tu apreciación de la situación, dile lo que sabes”.
Ramón nos recibió con el mismo afecto de siempre y enseguida se percató que aquellas serían seis horas (duración de las visitas) muy especiales en su vida. Preparamos una exposición lo más coherente posible con todos los detalles. Ramón escuchó si preguntar, sin interrumpir, para decirnos al final con enorme convicción y capacidad de síntesis: “nos vamos, ahora sí nos vamos”.
De nuevo ante la responsabilidad de no sugerirle falsos escenarios le insistimos: “Ramón, estas son apenas un grupo de apreciaciones a partir de informaciones imprecisas, no podemos crearte esa expectativa”. Mirándonos fijamente reiteró con fuerza atlética: “nos vamos”. Al despedirse y ser conducido de vuelta a las celdas con el resto de los prisioneros que recibieron visita ese día, levantó el puño en señal de victoria, esta vez en silencio, pero trasladando una energía y firmeza contagiosas. Estaba en lo cierto.
A Gerardo Hernández Nordelo lo visitamos siempre en la cárcel de máxima seguridad en Victorville, California, donde pasó sus últimos 10 años de prisión, a pesar de que tenía derecho a acceder a un centro de rango medio. El edificio es de por sí imponente, sin ventanas, como para ofrecer una imagen de aquellos que están recluidos allí no volverán nunca al mundo exterior.
Sin embargo, vivimos la paradoja de que de la entrada principal para visitantes al sitio de encuentro había una corta distancia en la que encontrabas sólo cinco puertas (cada una con sus medidas de seguridad), que separaban del mundo exterior a alguien condenado para no disfrutar de libertad el resto de su vida. Era una paradoja física ante argumentos legales y políticos que se sintetizaba en “tan cerca como tan lejos”.
Gerardo era el que menos visitas de familiares había recibido de todos ellos, era contra uno de los Cinco con el que más se ensañaban las autoridades estadounidenses que vivían la frustración de no haber logrado arrancarle un dato, una cifra que comprometiera a los otros compañeros que había dirigido en tareas de obtener información sobre planes contrarrevolucionarios.
Gerardo fue contra quien los fiscales del juicio amañado en Miami crearon el falso cargo de conspiración para cometer asesinato, con el único propósito de justificar una “condena ejemplar” que satisficiera los deseos de venganza de aquellos cabecillas de los que estuvo muy cerca.
Por esas mismas razones, Gerardo atrajo la atención de especialistas de agencias especiales de los Estados Unidos, que más de una vez lo visitaron para poder comprender su resistencia, porque en todos los manuales de prisiones de aquel país estaba escrito que un hombre sin esperanza de salir en libertad y en las condiciones a las que lo habían sometido “se tenía que partir en algún momento”.
Recordamos la apreciación de su último abogado Martin Garbus, quien claramente conmovido por esa resistencia nos confesó “tengo experiencia con presos de largas condenas, hombres que en algún momento de la extensión de su aislamiento y ante la eventualidad de no ser libres nunca, pues se quiebran. No conozco a nadie como Gerardo. Su alma es inmensa y sus convicciones infinitas”.
Gerardo en ninguna visita hizo preguntas sobre los tiempos, nunca tuvo ansiedad sobre las cosas futuras, pero tampoco dijo una frase sobre la eternidad de su condena, nunca habló de no tener opciones y jamás pasó por su cabeza, al menos en presencia nuestra, la imagen de que un día podría quedarse solo en Estados Unidos, cuando el resto de sus compañeros fueran liberados.
Compartía con sus visitantes sin el menor sonrojo su amor por Adriana, historia que puede hacer palidecer las narraciones que conocemos sobre Ulises y Penélope. Muchas veces nos pareció que Adriana era físicamente parte de las visitas, ella estaba allí, él la veía y sonreía con sus recuerdos. Debemos recordar que sólo le pudo dar un leve beso en tres ocasiones durante 16 años, el resto del amor que los conectaba viajaba por teléfono o cartas.
Durante el 2014, a escasas semanas de su liberación, se decidió que la compañera Josefina Vidal, entonces directora general para Estados Unidos en el MINREX, visitara a los tres que aún estaban encarcelados para presentarles un informe sobre todas las gestiones políticas, diplomáticas y jurídicas que se hacían para lograr su liberación. Era un informe extenso que Gerardo leyó al detalle y que sólo interrumpió la lectura para preguntar un dato que faltaba, o para relacionar un hecho con algo que había conocido por otra fuente.
Sin embargo, aquel ejercicio tan serio comenzó con una anécdota que ni Josefina, ni el cónsul Bencomo, ni yo podremos olvidar en nuestras vidas.
La directora general había viajado desde La Habana con un conocimiento parcial sobre el procedimiento de fertilización in vitro que se había realizado, para lograr que Adriana pudiera concebir un hijo de Gerardo. Gracias al senador Patrick Leahy se hicieron gestiones excepcionales, que permitieron la extracción del semen de Gerardo para hacerlo llegar a Cuba, pues en las cárceles estadounidenses están prohibidas las visitas conyugales desde 1952.
Josefina tenía entendido, pero no contaba con la certeza, de que los óvulos inseminados finalmente (se había producido un intento anterior) habían sido retenidos por Adriana y que comenzaría así un feliz embarazo.
Los tres visitantes entramos al local del encuentro pensando en la posibilidad de que todo hubiera fracasado y nos preparábamos con argumentos insuficientes para intentar darle ánimo a alguien que luchaba por su paternidad. Gerardo apareció con la cabeza baja, la mirada esquiva y lanzó una frase que nos congeló el estómago: “Adriana no quiere”. Mantuvo la cabeza inclinada y fue nuestra oportunidad para intercambiar miradas y tratar de asistirnos para interpretar el momento.
Se mantuvo en silencio durante largos segundos, para finalmente lanzarnos una sonrisa y decirnos: “Adriana no le quiere poner mi nombre!” Con aquella frase nos enteramos de la existencia de quien después fuera la bella Gema. Nos abrazamos brevemente, lo felicitamos y comenzamos a hablar del futuro como si el acero, los cristales blindados y las paredes amuralladas que nos rodeaban fueran irreales.
Al poco tiempo nos percatamos de la forma en que nos miraban aquellos que estaban allí para vigilar y hacer cumplir los reglamentos. Asombro y perplejidad. ¿Qué celebraban aquellos cubanos en aquel “agujero oscuro” en el fin del mundo?
Semanas después de aquella visita Gerardo, con su permanente observación y habilidad para orientarse fue quien primero ofreció una señal de que la libertad le quedaba más cerca. Al ser trasladado de Victorville a una cárcel de tránsito en el centro de la geografía estadounidense, apenas diez días antes del viaje definitivo a La Habana.
En aquel lugar, donde no conocía a nadie, ni había tiempo para hacer nuevas amistades, pudo acceder a un teléfono y llamar a un cónsul para decirle escuetamente “me han trasladado sin previo aviso y no me han permitido recoger mis pertenencias”. Él sabía que aquella información llevaba consigo el dato de que el movimiento parecía definitivo en el camino hacia la libertad y nos ayudaba a ir completando un escenario que después se confirmó. A los pocos días se reuniría con Tony y Ramón en otra instalación, desde donde viajarían juntos a La Habana el 17 de diciembre del 2014.
[1] El texto forma parte de un proyecto de publicación más amplio junto a otros testimonios.
[2] A nuestra llegada ya René González Sehwerert estaba en libertad condicional.