Una civilización que se muestra incapaz de resolver los problemas que suscita su funcionamiento es una civilización decadente.

Una civilización que escoge cerrar los ojos ante sus problemas más cruciales es una civilización herida.

Una civilización que le hace trampas a sus principios es una civilización moribunda.

(Aimé Cesaire, Discurso sobre el colonialismo)

Así hablaba Cesaire sobre la civilización occidental en los años cincuenta. Aparentemente, el triunfo sobre el nazismo y el fascismo había liberado a Europa de los regímenes que inundaron de horror el mundo; sin embargo, visto desde los pueblos colonizados, los fascismos y la guerra apenas habían desenmascarado el verdadero rostro de la civilización occidental.

Cesaire supo ver que expansión colonial y civilización occidental van de la mano; que el nazismo pudo prosperar y expandirse por la connivencia de esa civilización que veía en él un fenómeno pasajero y no la barbarie suprema que hacía tiempo se aplicaba a los pueblos no europeos. Decía que Europa, antes de ser víctima del nazismo, había sido cómplice, había apoyado al nazismo antes de padecerlo, lo había legitimado porque se aplicaba fuera de sus fronteras.

Podemos acercar esta reflexión a lo que ocurre en estos momentos en Oriente Próximo y explicar las raíces profundas de la complicidad europea en el genocidio de los palestinos.

El conflicto colonial sionista en Palestina tuvo su origen en Europa y ni siquiera podemos decir que se inició con la autoproclamación del Estado sionista israelí en 1948. Todo empezó mucho antes. El colonialismo fue, y es, la condición necesaria del capitalismo. Y fueron las potencias europeas las que, al tiempo que ponían en práctica el expansionismo saqueador y el exterminio de las poblaciones de los territorios colonizados, necesitaron desarrollar una ideología que, ante sus propias poblaciones, justificara el genocidio y la barbarie.

El colonialismo de asentamiento, que es el que practica el ente sionista en Palestina, implica acabar con la población nativa mediante la expulsión o el exterminio, borrar todo resto de memoria y cultura del territorio y no permitir que sobrevivan ni los niños y las mujeres, porque está en ellos el futuro de Palestina.

Para ello, paradójicamente, la ilustración ha proporcionado los instrumentos racionalizadores capaces de justificar las violencias más atroces: la racionalización instrumental con arreglo a fines y el cálculo económico. En este caso, garantizar la hegemonía occidental en Oriente Próximo, un territorio del que necesita para subsistir el control de las rutas comerciales, de las fuentes energéticas y del mercado.

Esa comunidad internacional minoritaria que se autodenomina Occidente global vive en un mundo disociado. Por un lado, los principios universales que dice defender y que guían sus actos; por otro, unas prácticas antagónicas con esos principios.

Aunque lo cierto es que en este mundo posmoderno en que habitamos se han normalizado los discursos esquizofrénicos en los que se sostiene una idea y su contraria casi de forma simultánea. Se dice que los palestinos tienen derecho a resistir al colonizador, al tiempo que se les recrimina por resistirse. Se afirma que el Estado sionista israelí está violando todas las convenciones y resoluciones internacionales, al tiempo que se dice que tiene derecho a defenderse.

Los valores humanistas y civilizatorios que, en el tránsito del fundamentalismo cristiano medieval hacia la modernidad se enarbolaron como principios universales, se colocan en un plano abstracto, ideal, sin que se plantee su materialización práctica y sin que los datos objetivos (la esclavitud, el saqueo, el genocidio) destruyan su credibilidad.

Los fines, para esa racionalidad occidental anglosajona y europea serán la acumulación económica, la pervivencia del Estado y la salvaguarda del modo de vida occidental. Todo lo demás: el asesinato, el exterminio de los pueblos, la demolición de casas, las detenciones arbitrarias, el expolio de los recursos naturales…. son solo daños colaterales o consecuencias no queridas equiparables a los desastres naturales (terremotos, riadas, huracanes, etc.). Al fin y al cabo, estadísticas que serán borradas tarde o temprano de la memoria de los pueblos civilizados.

El proyecto democrático y civilizador europeo hizo necesaria la deshumanización de los pueblos nativos para sostener la gran cruzada civilizatoria, y esta deshumanización se ensartó en las corrientes supremacistas y nacionalistas que permeaban toda Europa contraponiendo la civilización europea a los “salvajes”(el jardín frente a la selva que diría Borrell). Había que llevar la civilización, la modernidad y el progreso a unas gentes que no eran conscientes del valor económico de la tierra en que vivían.

El sionismo estructura el Estado israelí y su sociedad de la misma forma que el humanitarismo occidental define nuestras respuestas europeas ante la limpieza étnica y el genocidio de los palestinos. Respondemos ante el genocidio de los palestinos comenzando siempre nuestros discursos condenando el “terrorismo de Hamás” o la muerte de civiles sean del bando que sean. Y en ese principio está ya implícita nuestra posición, lo que estamos dispuestos a hacer y lo que no; están ya implícitos los límites de nuestro compromiso y nuestra solidaridad con el pueblo palestino.

El sionismo nació en el continente europeo y prosperó en un contexto filosófico que proclamaba la civilización europea frente al salvajismo de los pueblos a los que quería someter y saquear. La Declaración Universal de los Derechos Humanos fue adoptada el 10 de diciembre de 1948. El 14 de mayo de 1948 se había autoproclamado el Estado de Israel poniendo en marcha la limpieza étnica (Al-Nakba) de la población originaria palestina, que continúa hasta hoy, cada vez con mayor crueldad e impunidad.

El huevo de la serpiente había eclosionado en Palestina, pero fue puesto en Europa. Y la declaración de Naciones Unidas se convertía así, para el caso de Palestina, en un alegato retórico tranquilizador de conciencias pusilánimes, incapaces de poner en práctica los principios que decían defender.

Hay una conexión lógica y práctica entre el nazismo, o los fascismos, y las prácticas del Estado sionista israelí. No son descabelladas estas conexiones que establecemos intuitivamente poniendo unas al lado de otras las imágenes de los campos de concentración judíos y las de Gaza, las de los niños judíos y los niños palestinos aterrorizados. Ciertamente, los fascismos no terminaron con la guerra, pero tampoco se iniciaron con Hitler ni Mussolini ni Franco. Si los definimos como regímenes supremacistas y racistas, no cabe duda de que tanto la sociedad europea como sus instituciones han dado muestras en sus prácticas y políticas, camufladas primero bajo las consignas “igualdad, libertad y fraternidad” y después con la tolerancia y multiculturalidad, de pensarse y sentirse superiores al resto de los Estados y pueblos.

Decía W. Reich que “el fascismo es un fenómeno internacional, potencialmente presente en toda sociedad humana en la que exista el racismo”. Pues bien, se trata de un hecho, no de una posibilidad, en el caso de Europa, y sin duda aplicable a EE.UU. desde sus orígenes como Estados.

En la última década del siglo XX y lo que llevamos del siglo XXI estamos asistiendo al florecimiento de viejas y nuevas formas de fascismos lideradas por EE.UU., que adquieren distintas expresiones: guerras interpuestas en África, guerras económicas, bloqueos y sanciones en América Latina, lawfare, operaciones encubiertas como las “revoluciones de colores”, terrorismo financiero, extorsión, intervenciones humanitarias, golpes de Estado y un largo etcétera.

No se trata solo de intereses económicos y de expansión imperialista. El racismo y la ideología supremacista son consustanciales al capitalismo como sistema económico y al liberalismo como ideología, ya que sin esta ideología no pueden sobrevivir. En todos estos procesos, Europa ha reaccionado de la misma forma, acogiéndose a los principios universales, a los derechos humanos, para tolerar la injerencia estadounidense, para consentir la destitución o el asesinato de presidentes no convenientes. Tras el declinar de las potencias europeas, estas pasan de ser ejecutores directos a cómplices necesarios del colonialismo sionista en Palestina.

Los sistemas políticos a los que llamamos democracias no se han desarrollado en oposición al fascismo, sino sirviéndose de él para legitimar su expansión y controlar a sus poblaciones atemorizándolas con un mal mayor. Lo que estamos viendo desde el 7 de octubre en territorio palestino es el espejo que refleja el ser más profundo de Europa, una civilización moribunda que sabe que lo que hacen los sionistas a los palestinos es lo que llevan haciendo los europeos y anglosajones durante siglos a todos los pueblos que han colonizado. La única diferencia está en que, tras la Segunda Guerra Mundial, ha sido Estados Unidos el que ha liderado el saqueo.

El colonialismo sionista y su barbarie no son el resultado de unas pocas mentes asesinas, o de algunos gobernantes sociópatas, como quieren hacernos creer ciertos humanistas europeos.

El colonialismo, decía Sartre, es un sistema, y para que funcione como tal abarca todos los ámbitos de la vida, la economía, la psicología, la cultura, la política… Y de la misma forma que ningún pueblo puede desarrollarse y sobrevivir bajo un régimen de ocupación, ninguna nación sobrevivirá ni moral ni políticamente consintiendo las atrocidades que comete el colonialismo sionista en Palestina.

 

Por REDH-Cuba

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