Los Estados Unidos están atravesando un periodo que pudiera calificarse como de inicio de la desintegración de su poder como potencia. Por mucho que su clase política se niegue de forma obstinada, las señales están evidentes y ello ha sido reconocido incluso por la administración entrante que en varias ocasiones ha dicho que ya no inspiran el mismo respeto o miedo. ¿Cómo interpretar las alusiones de Trump sobre la necesidad por hacerse de territorios en el continente y el hemisferio? Desde los tiempos del Destino Manifiesto no se vieron declaraciones en ese tono y el caso amerita que se analice desde un prisma geopolítico y no emocional.
Desde finales del siglo pasado se vieron indicios de que la lógica de crecimiento y de expansión de la potencia del norte estaba llegando a un punto de culminación. Las agresiones a Irak y Afganistán terminaron en ocupaciones costosas que dieron paso a una crisis en el año 2008 casi a la par de las mayores conmociones. Y es que, amén de que la nación depende del imperio, la relación entre una y la otra no deja de ser contradictoria. Mientras que el nivel de vida de los habitantes de la primera depende de las importaciones baratas de bienes, el segundo requiere de constantes mercados y de recursos para sostenerse. Pero el choque entre ambas entidades es inevitable. La nación en su estabilidad necesita que las guerras no pongan en riesgo la seguridad de las calles, las vidas y las familias, el orden político y la sucesión en el poder. El imperio solo sobrevive creando conmociones en un mundo globalizado que traen consecuencias hacia lo interno de la nación. Eso explica un suceso como el del World Trade Center en el año 2001. Cuando un imperio comienza a caer es porque no resulta capaz de sostener sus posesiones y ello repercute en la seguridad de sus fronteras externas e internas. Así pasó con Roma y vemos que los mismos pueblos sojuzgados y vistos como bárbaros fueron los encargados de enterrar el viejo imperio.
Los analistas geopolíticos de los Estados Unidos han reconocido esto y por ello se han trazado varias rutas de acción, pero no siempre la clase política está dispuesta a seguir un ordenamiento racional en su manera de entender el manejo de la nación y del imperio. La falta de cohesión en torno a elementos de interés común, la sucesión caótica de gobiernos opuestos en sus políticas internas y externas, la contraposición de agendas culturales conservadoras y woke son algunas de las cuestiones que llevan a los Estados Unidos a estar dividido al punto de coexistir una nación dentro de otra. Las alianzas exteriores, otrora punto a favor de la hegemonía de los norteamericanos, han sido mal manejadas por uno y otro partido. En función de los intereses de mercado y de la rivalidad electoral, se cometen errores y se cancelan acuerdos con aliados y enemigos, generando fricciones que luego son imposibles de echar atrás. Así, mientras que Obama llegó a acuerdos en el Medio Oriente, Biden y Trump avivaron las llamas de las diferencias y el resultado se está viendo. Por un lado, los yemeníes no permiten un comercio del petróleo de manera regular y juegan a subirle el precio desde los ataques y la inseguridad del mar, por otro, Irán ha puesto conflictos proxys cerca de Israel y juega con un complicado sistema de aliados. Turquía, antiguo amigo de los norteamericanos, se tambalea entre el mundo que surge y sus viejos lazos. Irak, una nación otrora ocupada, retoma un papel activo en la región y no precisamente del lado de los occidentales. Afganistán fue el testigo de la retirada más bochornosa de los militares de Washington en este siglo. Y la lista puede seguir.
La llegada de Trump es el timonazo como resultado de los sonados fraudes de la anterior administración en materia interna y externa, pero eso no quiere decir que las cosas vayan a mejorar. Con los llamados a adquirir nuevos territorios se pretende ocultar una realidad interna que es cada vez un problema mayor. Las ciudades otrora industriales de los Estados Unidos están vaciándose, la economía manufacturera y productora de PIB está en picada y la economía es cada vez más de servicios e importadora, lo cual implica un descenso en cuanto a importancia mundial. Mientras China adquiere dólares y posee las reservas necesarias para una transición financiera, los Estados Unidos compran productos y los consumen. Así, aumenta la dependencia del viejo mundo hacia el nuevo mundo, con las implicaciones geopolíticas que ello significa. ¿Podrán los aranceles contra China, Canadá o México frenar la realidad del impacto de una globalización en el decrecimiento de los Estados Unidos? Para el votante medio y pobre, que fue el que de manera mayoritaria apoyó la opción conservadora, el panorama es desalentador. Los aranceles suben los precios de los bienes de consumo en el mercado interno, porque las empresas tratan de no tener pérdidas y las recuperan en el sistema de precios. Por lo cual, las promesas de bajar los valores en el mercado no serán cumplidas. Al menos inicialmente.
Las medidas arancelarias favorecen en un primer momento a las empresas nacionales y las protegen de la competencia, pero ello no garantiza un servicio de calidad y más barato para el consumidor.
Para reconectar con la economía real, los Estados Unidos deben controlar la deuda, pero es que la única manera en que eso se logra es reimpulsando la producción industrial y la exportación de bienes, o sea siendo competitivo en el mercado mundial y conquistar espacios a partir de ese empuje. Cuestión que fue posible en el pasado y que le otorgó a los Estados Unidos la hegemonía, mientras otros imperios como el británico ya no eran capaces de sostener la cualidad de superpotencia. En cambio, la impresión de dinero por parte de la Reserva Federal, que es lo que hasta ahora se ha hecho, contribuye a crear una economía flotante que no representa una realidad de productos. Ese billete sin respaldo ni en oro ni en PIB se exporta y se intercambia por bienes y ello mantiene a salvo por el momento en buena medida la cultura consumista del país. Pero, ¿por cuánto tiempo? La aceleración de un nuevo mundo multipolar con potencias que son capaces de vivir de transacciones financieras y de intercambio comercial entre sí y sin pasar por la lógica de Occidente ha puesto en jaque el viejo orden. Por ende, es cuestión de tiempo que aparezca una divisa que se contraponga al dólar y que se acepte a cambio de bienes y de servicios, lo cual desplazará la exclusividad de ese mercado de divisas que hoy rige el valor del mundo entero. Eso iniciará el fin de la hegemonía y por ende del control que se ejerce sobre los demás pueblos y recursos.
Lo que mantiene en parte el orden del dólar es el poder del Pentágono que impone por la fuerza de su influencia exterior la divisas que favorecen los intereses. Pero desde las guerras de inicios de este siglo, Estados Unidos ha visto que resulta más costoso y que se pone en peligro todo cuando se va directamente hacia un conflicto armado, por lo cual las tácticas se han modificado. Se pasó del envío de marines al uso de combates no convencionales que combinan las redes sociales y la inteligencia, con la guerra cultural, las revoluciones de colores y los choques de tipo proxys en las fronteras. Ello conduce a alianzas peligrosas con mercenarios que luego resultan incontrolables a partir de sus propios intereses y que crean caos y traen consigo un empeoramiento de las condiciones para el propio imperio. Así, la situación con el gobierno de Ucrania es uno de los tantos ejemplos, en el cual se fue de las manos la provocación y trajo consigo un choque con Rusia en el cual el imperio occidental se halla empantanado en la imposibilidad de llegar a acuerdos, ya que no cuenta con la fuerza disuasoria ni la ventaja estratégica necesarias para lograrlo. Vemos como la torpeza y la negación a asumir el nuevo mundo meten a los Estados Unidos en problemas de los cuales no logran salir, lo que crea un caos hacia lo interno en su clase política. Todo eso se traduce en ingobernabilidad y hacia estadios de empeoramiento de sus condiciones como potencia.
El círculo vicioso no se rompe, ya que va desde la exportación de divisas y la importación de bienes, hasta el aumento de la deuda y la imposibilidad de mantener los mercados exteriores e internos. La competencia de los Estados Unidos hoy se basa aún en la ventaja tecnológica de los complejos de Sillicon Valley en los cuales descansa también el poder cultural y la influencia global. Los gigantes informáticos han hecho que la política gire en torno a las líneas de mensajes y las predicciones y de esta manera se imponen los relatos en la escena mundial. Aún así, en el plano objetivo, ni militar, ni económicamente se ha logrado revertir la tendencia a que el imperio se repliegue sobre sus fronteras. De hecho, lo que se está poniendo de manifiesto con las amenazas de expansión hacia el sur y el norte, es que se intenta rescatar la noción de país influyente para una unión de estados que pudiera verse amenazada a partir de su bajo nivel de cohesión y de la crisis interna que no logra solventar. Las redes sociales, que pudieran ser un campo para la participación y el hallazgo de horizontes en común, se han contaminado con los intereses empresariales y expresan el choque entre los grupos de poder a partir del reflejo y de la censura de agendas culturales que en apariencia son opuestas, pero que representan una misma crisis del modelo.
Todo imperio se niega a la muerte y la primera negación sale en su propio discurso imperial. Una afirmación como Make America Great Again esconde el reconocimiento de que ese país se ha ido empequeñeciendo ante las expectativas de sus círculos de poder y que ya no responde a la necesidad de expansión y de control como antaño. Pero la voluntad de poder, parafraseando un lugar común de la política del siglo pasado, no es suficiente para lograr un resultado concreto y en la medida en que la historia con su racionalidad expresa una realidad diferente, la vieja realidad se torna irreal y muere. Es parte del ciclo vitalista de la humanidad y de la propia dialéctica. Si en el siglo XX se logró que la URSS se desvaneciera ante la avalancha liberal y del mercado, en el XXI, ese liberalismo ya no expresa una realidad de los pueblos y de las propias fuerzas productivas que se desenvuelven en otro estadio de su desarrollo. Lo saben los analistas geopolíticos que publican sus predicciones, pero lo ignoran a sabiendas los que toman las decisiones y que enseñan la oreja peluda del expansionismo en tiempos en que tal cosa no es posible y sería contraproducente.
Porque, ¿cuál sería la alternativa más loable y orgánica ante una situación de desintegración imperial?, preservar la seguridad de la nación. O sea, tomar las medidas urgentes de cooperación internacional y de sostén de las alianzas de manera tal que el golpe de la caída sea amortiguado unas décadas más mientras se buscan fuerzas en el orden interno para restaurar parte de ese poder. No es la voluntad de poder lo que crea el poder, sino la realidad histórica. No son los caprichos los que rigen los movimientos internacionales macroeconómicos, sino la propia dinámica del mercado y la lógica financiera que se apareja a los recursos. Dicho en otra forma, lo que Estados Unidos debió hacer es una economía de creación de oportunidades para atraer inversores y generar empleos, lo cual redistribuye la deuda en forma de salarios y crea impuestos necesarios para mantener el estado de bienestar. Pero en lugar de ello, se ha realizado una guerra cultural en la cual se esgrimen argumentos de la extinta confrontación con el este y ello da paso a la toma de decisiones en contra de los intereses del capital industrial, del crecimiento real y de la creación de valor. Para proteger una parte del empresariado de la competencia de nuevos inversores, se frena esa inversión y se le colocan aranceles a su entrada en forma de bienes. Pero eso va sobre la base de la creación de una economía especulativa de precios más difícil de sortear para la persona común y por ende coloca la llamarada en las condiciones de vida de la nación. Una vez más no queda de otra que acudir al imperio para sostenerse y ello deriva en un costo en prestigio, seguridad y alianzas internacionales.
Lo más seguro es que el imperio huya hacia adelante y prosiga imprimiendo moneda sin valor hasta que la deuda sea insostenible y se produzca una caída de su valor como mercancía de mercancías. Ello puede crear una conmoción aún en las economías emergentes y fuertes como China, por lo cual la creación de una organización como el BRICS también tiene que ver con el amortiguamiento de dicho crack. Cada vez que ha caído un imperio hubo una gran guerra y luego un reinicio o reseteo. Los ciclos de concentración y de expansión del capital pueden resultar perjudiciales para todos cuando los poderes fácticos se niegan a aceptar la realidad dialéctica y confunden sus deseos con lo que es posible en materia política. Lo hemos visto en las dos guerras mundiales anteriores.
Fuente: CubaSi