Por más tramoyas, malabarismos semánticos e intentos de blanqueo que haga el régimen colonialista de Benjamín Netanyahu, lo que ocurre desde el 7 de octubre de 2023 en la Franja de Gaza se tipifica como genocidio (del prefijo griego genos, que significa raza o tribu, y el sufijo latino cide, que significa asesinato), y está reconocido y codificado por la Organización de las Naciones Unidas como delito de lesa humanidad.

Pero a la vez, es algo más sistemático y siniestro. Es necropolítica en su forma más cruda: es un intento de borrar no solo la vida palestina, sino también las pruebas de su existencia. En un preocupante alarde de cálculo necropolítico, las autoridades israelíes han hablado abiertamente de hacer que la franja sea “inhabitable”. La brutalidad no es aleatoria, es burocrática, y como en la Alemania nazi, forma parte de una política de Estado, igual que la militarización de los desplazamientos forzosos y la ayuda humanitaria, que junto con la inanición (la muerte por hambre), forman parte de una estrategia deliberada.

Por eso, hay que terminar con el mito de “la guerra en Gaza”. Y también con las falsas equivalencias -diseminadas por las usinas de propaganda del Mossad, la CIA y el MI6- entre una potencia militar nuclear regional, que cuenta con el apoyo irrestricto y la complicidad de Estados Unidos y la OTAN, y la inclaudicable resistencia de un pueblo que lucha por su autodeterminación en los territorios palestinos ocupados por Israel desde 1967.

Según el derecho internacional, Israel es una potencia ocupante y ha estado impulsando una lógica genocida que es parte intrínseca de su proyecto colonial de asentamiento en Palestina. La naturaleza y escala abrumadoras del asalto israelí a Gaza ha superado todos los límites de lo inimaginable.

Desde su creación, Israel tipifica como un Estado canalla (rogue state o nación fuera de la ley), que no se considera obligado a actuar de acuerdo con las normas de la Carta de la ONU. Y en la actualidad, cada vez más desacreditado a nivel internacional y erosionado el falso recurso del “antisemitismo” para estigmatizar a sus críticos, el asesino serial Netanyahu sigue aferrándose a la “teoría del loco”, concepto utilizado por Richard Nixon, pero que, según Noam Chomsky, fue ideado en los años 50 del siglo pasado por el Partido Laborista de Israel, cuyos líderes “predicaban a favor de los actos de locura”, según recordó en su diario el exprimer ministro Moshe Sharett, y advertían que se volverían “locos” o potencialmente “fuera de control”, para beneficiarse y con una extraordinaria fuerza destructiva a su disposición -como en la actual coyuntura-, obligar a sus adversarios a inclinarse ante su voluntad, por temor.

Gaza se ha convertido en un caso de libro de texto. Lo que Israel enmarca como una necesidad militar es, de hecho, una arquitectura del desamparo. Los ataques contra hospitales, escuelas, templos, campos de refugiados, casas de médicos y periodistas, líneas de combustible y los llamados “corredores seguros” no son daños colaterales, sino una política diseñada en el esquema de “hacer morir y dejar vivir”, cuya característica más original para generar terror, como adelantó Achille Mbembe de manera temprana, es la concatenación del biopoder (Michel Foucault) y de los estados de excepción y de sitio. Mbembe escribió sobre los “mundos de la muerte”: espacios donde las poblaciones se convierten en desechables. Por eso, Gaza se ha convertido en un caso de manual. La colonia, es este caso la Franja de Gaza con su régimen de apartheid, representa el lugar en el que la soberanía consiste, fundamentalmente, en el ejercicio de un poder al margen de la ley (ab legibus solutus) y donde la “paz” suele tener el rostro de una “guerra sin fin” (A. Mbembe, Necropolítica, Melusina, 2006, página 37).

En ese contexto, el 20 de mayo, el líder del Partido Demócrata israelí, general (retirado) Yair Golan, denunció en la emisora pública Kan que Israel está “matando a bebés como pasatiempo” y podría convertirse en un “Estado paria” si no actúa con racionalidad y deja de cometer atrocidades contra civiles en Gaza. Y es que en el paroxismo de su perversión, Israel ha transformado Gaza en un “mundo sin civiles”; en un espacio donde toda la población es un enemigo que debe ser eliminado o desplazado por la fuerza.

A su vez, el 24 de mayo, la relatora especial de la ONU para Palestina, Francesca Albanese, denunció que el bombardeo israelí de la casa de la médico-pediatra Alaa Al-Najjar, que mató a nueve de sus diez hijos, representaba un “patrón sádico distintivo de la nueva fase del genocidio”. La doctora recibió los cuerpos de sus hijos envueltos en mortajas blancas mientras trabajaba en el hospital al-Tahrir del Complejo Médico Al-Nasser; ocho estaban carbonizados.

Francesca Albanese sabe de qué habla. El 1 de julio de 2024, durante el 55 periodo de sesiones del Consejo de Derechos Humanos de la Asamblea General de la ONU, presentó el Informe “Anatomía de un genocidio”, donde, en su primera línea, apenas tras cinco meses de operaciones militares y bombardeos de saturación del ejército de ocupación, consignaba que “Israel ha destruido Gaza”. El informe, que debería ser de lectura obligatoria en las escuelas y universidades del mundo, concluía, hace ya 11 meses, “que hay motivos razonables para creer que el umbral a partir del cual puede decirse que Israel ha cometido genocidio ya se ha alcanzado”. Una de las principales conclusiones del documento era que el gobierno y los militares de Israel “han distorsionado de manera intencional los principios del jus in bello (la rama del derecho sobre el uso de los medios y modos de hacer la guerra), subvirtiendo sus funciones de protección en un intento de legitimar la violencia genocida contra el pueblo palestino”. Otra conclusión clave era que “Israel ha invocado estratégicamente el marco del derecho internacional humanitario como ‘camuflaje humanitario’ para legitimar su violencia genocida en Gaza”.

Acuñado por el abogado polaco Raphäel Lemkin en 1944, e inherente a la ideología y los procesos del colonialismo de asentamiento, el genocidio, como negación del derecho de un pueblo a existir y el posterior intento (consumado o no) de aniquilarlo, es un proceso, no un acto, y conlleva diversos modos de exterminio y destrucción, que van desde la eliminación física hasta la “desintegración” forzosa de las instituciones políticas y sociales, la cultura, la lengua, los sentimientos nacionales y la religión de un pueblo.

El objetivo de los colonialistas israelíes es hacerse de las tierras y los recursos de los palestinos, y sus métodos, señala el informe, incluye la expulsión (traslado forzoso, limpieza étnica), la restricción de movimientos (segregación, carcelarización a gran escala), las matanzas masivas (asesinatos, enfermedades, inanición), la asimilación y la prevención de nacimientos. Dice: “De esos actos, la aniquilación genocida constituye la cúspide”. Agrega que “el genocidio no puede justificarse bajo ninguna circunstancia, incluida la pretendida defensa propia”. Además, “la complicidad en el genocidio está expresamente prohibida, suscitando obligaciones para terceros Estados” (lo que deberían saber los gobernantes de todos los países, incluidos quienes se ostentan como democracias plenas y los de corte humanista/progresista).

El informe exhibe como “pruebas directas” de la intención genocida, la “vitriólica retórica” deshumanizante de las autoridades de Israel, incluidos el presidente Isaac Herzog, el premier Netanyahu y el ministro de Defensa, Yoav Gallant, quienes han llamado a “extirpar el mal de raíz” en nombre de “todos los Estados y pueblos…civilizados” (sic), calificando a los palestinos como “monstruos”, “animales humanos”, “cucarachas”, así como la del portavoz de las Fuerzas de Defensa, Daniel Hagari, quien instó a “maximizar los daños”, lo que “demuestra una estrategia de violencia desproporcionada e indiscriminada”. El implacable ataque israelí, que ha provocado el colapso de la infraestructura vital esencial de los gazatíes, se compadece con las intenciones declaradas de hacer de Gaza un lugar “en el que la vida sea imposible de forma permanente” y donde “no pueda existir ningún ser humano”.

Lo peor es que para justificar el uso sistemático de la violencia letal contra los civiles palestinos como grupo, Israel utiliza términos del derecho internacional humanitario, tales como “escudos humanos” (pero atribuidos a Hamás, siendo una práctica habitual del ejército israelí según AP y La Jornada, 25/V/2025 ), “daños colaterales”, “zonas seguras” y otros, como forma de distorsionar las leyes de la guerra; como un “camuflaje humanitario”, dice el informe de Albanese, que le permita atacar “legítimamente” a toda la población civil de Gaza y sus infraestructuras vitales. Ergo, Israel ha caracterizado todo el territorio como objetivo militar, aboliendo de facto la distinción entre objetivos civiles y castrenses.

El pasado 28 de abril, Norman Finkelstein señaló que por su modus operandi, la “solución final israelí a la cuestión de Gaza” constituye un “genocidio abierto”. Israel ha transformado la Franja en un laboratorio de precariedad artificial, con la complicidad del Occidente colectivo que después de armar a la bestia hasta los dientes, tarde ha piado. La propia narrativa humanitaria se ha convertido en un teatro del horror.

Como señaló la periodista libanesa Rasha Reslan en el sitio web Al Mayadeen, lo que estamos presenciando “no es la niebla de la guerra. Es su arquitectura, meticulosamente diseñada por una entidad que ha convertido la ocupación en doctrina, el asedio en normalidad y el humanitarismo en espectáculo”. Gaza no es solo una crisis humanitaria, “es una crisis necropolítica: un lugar donde la soberanía no se expresa mediante la diplomacia, sino mediante la negación deliberada del aliento. Si el mundo sigue aceptando esta lógica, Gaza dejará de ser la excepción. Se convertirá en el modelo”.

De allí que la nueva Nakba en curso debe detenerse; es un imperativo categórico que debemos a las víctimas de esta tragedia que dura ya 77 años.

Por REDH-Cuba

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