Entrevista al historiador cubano Yoel Cordoví Núñez, por

Fuente: Cuba Periodistas

El diálogo con el historiador cubano Yoel Cordoví Núñez para el espacio televisivo Sin nada mediante, de Cubavisión Internacional, cristalizó en un enriquecido transitar por los más agudos vericuetos de la historia. Pero no la historia “a secas”, como sentenció en una parte de sus inventarios de argumentos. Más bien, apuntó a bocetar una ciencia que enriquece y supera la pobre mirada, asociada a la suma de datos, anécdotas o pasajes que se asientan en la memoria, sin empaques críticos o analíticos.

En poco más de una hora de plática, Cordoví, quien ostenta un doctorado en Ciencias Históricas (2007), y un segundo en Ciencias Pedagógicas (2019), más una sustantiva obra bibliográfica, se reveló ante el equipo de realización del programa con un discurso articulado, tejido con metáforas y signos bien definidos. No solo por su praxis de conferencista o profesor de cursos, que implican un buen hacer de las palabras; también, por ese juicioso examen de los derroteros que distinguen a la ciencia histórica, respaldado por las muchas lecturas que exige el oficio y el arte de historiar.

Sus reflexiones, directas, desprovistas de adjetivaciones y sustantivos grandilocuentes, las resolvió con tesis de llana envoltura que entroncan con el preclaro equilibrio de enfoques que convergen en la historia, que traza conexiones vitales con otros saberes. Mis interpelaciones, organizadas por la lógica de colocar primero lo universal para hurgar después en lo cubano, apuntaron a descorchar la historia como ciencia que impacta y reconfigura los derroteros de las sociedades, una de las claves que afloran en este tránsito de palabras.

No menos importante resultaron las líneas de ideas que desgranó el historiador sobre el mito, sobre los “héroes de mármol”, y también sobre los significados y deberes de la historia para la construcción de la nación. Estos capítulos no fueron vistos por Cordoví como conceptos que soportan pliegos de hojas sueltas; más bien, llevados a las prácticas sociales, educativas y culturales, que son parte de un mapa de mayor calado.

Las dos o tres paradas que hicimos en la grabación de la entrevista televisiva, provocadas por ajustes técnicos o la necesidad de suprimir los brillos del rostro que afloran en un entrevistado sometido a las incisivas temperaturas de una luz transversal, no fueron obstáculos para que Yoel Cordoví, “volviera sobre sus pasos”, cerrando ideas y relatos que emergieron con palabras hilvanadas y coherentes.

Quiero empezar por una cita de Edward Hallet Carr, historiador británico, conocido por su frontal oposición al imperialismo: “La historia consiste en un cuerpo de hechos verificados”. ¿Le satisface esa definición? ¿Cuál es la suya?

Más allá de esa cita, el pensamiento de Carr no era representativo del positivismo, me refiero a una escuela historiográfica que durante el siglo XIX y las primeras décadas del siglo xx, tuvo exponentes importantes que partían del presupuesto de que la historia podía y debía contarse tal como sucedió. Es decir, para acercarse a los hechos, tal como sucedieron, había que partir de un cuerpo bien documentado de fuentes de archivos, ajeno a cualquier subjetividad, incluyendo la del historiador. La filosofía de la historia, según Carr, en su libro ¿Qué es la historia? no se ocupaba del pasado en sí, ni de la opinión que de él se formaba el historiador, sino de ambas cosas relacionadas entre sí, con lo cual abría una brecha en el hermetismo objetivista.

Cuando irrumpe el positivismo era un momento en el que la historia y las ciencias sociales (cuando aquello todavía no se llamaba ciencias sociales sino ideográficas), estaban acercándose o trataban de acercarse a las ciencias naturales o nomotéticas, para obtener el canon de cientificidad. De ahí el interés y la insistencia por mostrar y demostrar la objetividad de los hechos positivos.

Generalmente esta corriente historiográfica estuvo asociada a la creación de los grandes estados nacionales ¿Qué se historiaba? A las grandes personalidades, a los jefes de estado, a los reyes, y también entraban en las agendas historiables las grandes batallas y acciones en las cuales habían participado. Excluidos quedaban los soldados, los hombres provenientes de las capas pobres; por supuesto que las mujeres no entraban a formar parte de estas narrativas. Claro, podía constatarse el itinerario vital de “los grandes hombres”: existían cartas, informes asociados a todo ese acervo, a este quehacer, porque eran hombres que dejaban sus huellas; un registro, un expediente, y en el ámbito político convenía que salieran a relucir estos relatos, en tanto engrandecían y legitimaban el devenir de los Estados nacionales y el puesto de sus representantes.

“La filosofía de la historia, según Carr, en su libro ¿Qué es la historia? no se ocupaba del pasado en sí, ni de la opinión que de él se formaba el historiador, sino de ambas cosas relacionadas entre sí, con lo cual abría una brecha en el hermetismo objetivista”.

Considero, sin embargo, que es una corriente que no hay que denostar en toda su magnitud, porque de la mano del positivismo se crea un método crítico para acercarse a las fuentes, método de crítica interna, crítica externa. Hay toda una metodología que no existía en el siglo XVIII y que se introduce justo con la corriente positivista. No estaríamos hablando ya de tratadistas, moralistas, contadores de historias, sino de portadores de un método científico en modo alguno desechable, por más que se circunscribía al develamiento de la historia política. La historia social era otro asunto. Un clásico del positivismo francés Seignobos, por ejemplo, decía en un célebre manual de 1898 que a la Historia Social le era imposible acceder por procedimientos directos (como la Sociología o la Antropología) a las expresiones reveladoras de “cantidad”, como la “medida”, la “enumeración”, la “valuación”, concebidas por él como las únicas capaces de establecer criterios científicos, y por lo tanto, los hacedores de esta historia social solían caer en la trampa de las generalizaciones.

Estas polémicas enconadas entre sociólogos, geógrafos, historiadores franceses, ingleses, alemanes, llegarían a un momento de esplendor con el surgimiento de nuevas escuelas y corrientes filosóficas, como la primera generación de la escuela de los Annales en Francia a finales de los años de 1920 y las diferentes escuelas marxistas. Asistiríamos a un diapasón mucho más amplio desde el punto de vista de cómo asumir la historia, y a la definición de cuál es su objeto, su naturaleza y los métodos que se pueden identificar con la historia. La concepción de las fuentes históricas también cambiaría, en la medida en que la historia desborda los umbrales de lo político y entra en las esferas de la sociedad y de la economía. Y apenas era el inicio. En el transcurso del siglo XX el oficio del historiador y la historia, aún en sus momentos de claro reinado, no dejarían de estar bajo la lupa de quienes cuestionaban la presunta objetividad y cientificidad del conocimiento histórico. Hoy día ese legado proveniente de diferentes escuelas y corrientes, y las propias críticas a los modos de hacer historia, no han hecho más, a mi juicio, que enriquecer, complejizar y madurar nuestro oficio.

¿Cuál es su definición de historia?

La historia tiene que ver con todas las huellas que deja el ser humano, y subrayo ser humano, en el tiempo, de esto ya habló Marc Bloch y otros historiadores. Claro, no solamente las huellas de las grandes figuras, las grandes personalidades. Estamos hablando de sociedades, de civilizaciones. El historiador cubano Ramiro Guerra se refería a la historia profunda para diferenciarla de la historia externa; esta última era la asociada a las grandes personalidades, la historia profunda, en cambio, era la historia de la civilización en términos del historiador español Altamira, la cual se encuentra cruzada por múltiples vectores, donde no solamente incide la política, también la economía, la sociedad, la cultura, la psicología. Ahorita me refería a Marc Bloch, él decía que el historiador era como el ogro, se presentaba dondequiera que olfateara carne humana. O sea, se trata de estudiar al hombre más allá de sus dignidades, de sus jerarquías; lo que pasa es que hay que tener el fino olfato de saber cómo acercarse a algunas figuras o personalidades que, efectivamente, no dejan rastro en el sentido de la escritura. Porque también hay disímiles herramientas que ofrecen otras ciencias sociales: la arqueología, la antropología…

“El historiador, economista, pedagogo y profesor cubano Ramiro Guerra (1880-1970) se refería a la historia profunda para diferenciarla de la historia externa”.

La historia tiene que abrirse porosa si queremos aprehender el devenir de una sociedad. No solamente a partir de sus grandes hombres, sino a partir de todos los hombres y mujeres que contribuyen a construir esa historia, ese relato, que podrá o no ser bello en su forma, riguroso o no en su contenido, pero que siempre nos parecerá enigmático.

¿Cómo ha evolucionado en la contemporaneidad el concepto de hecho histórico, una de las terminologías más recurrentes de la historiografía universal?

A propósito de Edward H. Carr, del que estuvimos hablando al inicio, él citaba a modo de ejemplo el cruce del río Rubicón por Julio César, que es a no dudar un hecho histórico. Él se preguntaba cuántas veces, antes y después de Julio César, cruzaron este río otras figuras. ¿Qué es lo que le confiere credencial de hecho histórico a un acontecimiento? Bueno, depende del observatorio donde lo miremos. Para un historiador positivista la carta de presentación de historicidad se la otorga, no el hecho de cruzar el río, sino la valía de la gran personalidad y la trascendencia histórica de que esa augusta figura cruzara el río.

Claro, en la medida en que la historia abre este abanico de posibilidades de acercarse al quehacer —ya no solamente de las grandes figuras— también de otros grupos y capas de la sociedad, y le concede a sus actos y a sus imaginarios credenciales también de historicidad, la noción de hecho histórico se amplía. Entran también a incidir otras variables operacionales en materia de tiempo histórico, ya no medible en tiempo de corta duración como puede ser el cruce de un río, o una batalla, sino que al valorarse la influencia de un río, de un mar (estoy pensando claro está en el Mediterráneo de Fernand Braudel), dentro de una sociedad; en sus relaciones comerciales, en sus modos de vida, etc., entran al ruedo de las valoraciones otros eventos que discurren sobre franjas de tiempo histórico más extensas, bien de mediana o de larga duración. Desde esta perspectiva, ya no solo tienen cabida los relatos asociados a Julio César, por ejemplo, sino que podemos acceder, como dijera el importante intelectual cubano Juan Pérez de la Riva, a “la historia de los hombres sin historia”. Hoy día hablaríamos también de manera explícita de la historia de las mujeres sin historia.

El abanico se ha ido ampliando sobre todo desde de los años sesenta hacia la actualidad, y en la medida en que el abanico se amplía, la concepción de hecho histórico se redimensiona en su contenido.

Wilhelm Dilthey (1833-1911) decía que la subjetividad del historiador no puede verse ajena a lo que él estudia.

Otras corrientes del pensamiento historiográfico apuntan a una tesis que plantea que “antes de estudiar un hecho histórico estúdiese el historiador, el contexto de ese historiador, la circunstancia de ese historiador” ¿Cómo interpretas esa aritmética?

Son las conexiones de que hablaba Wilhelm Dilthey, filósofo alemán del siglo xix. Él decía que el historiador, la subjetividad del historiador, no puede verse ajena a lo que él estudia. Dilthey está a contracorriente del positivismo, donde el historiador es un ente ajeno, externo al acontecimiento. El acontecimiento es puro, es lo que está en la fuente, en el papel, es lo que el historiador encuentra en un archivo o en una biblioteca. Y el historiador, desde afuera, solo se acerca a ese papel que le está diciendo lo que pasó tal como fue; la famosa frase rankeana de que el historiador debía contar los hechos “tal como fueron”. Lo que está planteando Dilthey es que hay una subjetividad del historiador, del investigador, del estudioso que se acerca a la historia, y que interpreta un documento que, al mismo tiempo, forma parte también de un grupo de subjetividades. Una carta o un informe presentan una carga subjetiva importante de quienes lo hicieron en su momento. Y luego, llegamos los historiadores con nuestras propias subjetividades, y le damos una lectura a partir de las inquietudes de nuestro presente.

¿Dónde está el gran desafío del historiador? En interpretar y tratar de entender, juzgar comportamientos humanos, conductas de individuos que desplegaron su quehacer en otras épocas, mucho más difícil si esas figuras, hechos o procesos historiables se suscitaron en una geografía diferente a la del historiador. He ahí un gran problema, porque para estudiar una figura del siglo XVIII, XIX o de 1950, hay que entender el contexto histórico en que esta figura se desenvuelve, y no en la que transcurre la labor del que escribe la historia. He ahí el arte y la ciencia del oficio. Está claro que siempre habrá una carga subjetiva del que interpreta la historia para acercarse al acontecimiento, pero también el profesional dispone de instrumentales en mayor o menor medida afinados como para evitar reducir el conocimiento histórico a un relato de ficción, por más que se recurra a los tropos en la construcción discursiva.

Persiste un enunciado sobre el uso del lenguaje y la escritura de un texto que veta, en teoría, toda posibilidad de neutralidad. Este es un asunto muy debatido ¿Cuál es tu interpretación?

Es muy debatido, sobre todo a partir de los años sesenta, de la impronta de las corrientes posmodernas: Keith Jenkins, Hayden White, Frank Ankersmit, toda una serie de intelectuales que, desde diferentes posturas —europeas, estadounidenses— insisten en cuestionar, con grados de relativismo diversos, la posibilidad de acceder al conocimiento histórico, en tanto solo disponemos de la poética del discurso ¿Qué quiere decir esto? Digamos que el discurso histórico se justifica solo en su textualidad, y no en su referencia a una realidad pasada. Y en tanto texto, existen tantos mensajes como emisarios están prestos a interpretarlos.

En otras palabras, si el conocimiento histórico se encuentra mediado por fuentes, y estas no contienen hechos, sino tan solo construcciones ideológicas arbitrarias, el historiador se encuentra incapacitado, de inicio, para reconstruir y representar la realidad. Los enfoques relativistas y deconstruccionistas, aplicables a cualquier ciencia, concluían con el diagnóstico elaborado por el filósofo francés Jean-François Lyotard en su informe La condición posmoderna, donde decía que una ciencia que no ha encontrado su legitimidad desciende al rango más bajo; el de la ideología o el de instrumento del poder.

Aquí el tema de la crítica al estatuto de objetividad en la historia no se produce por lo general desde la propia historia, sino que proviene de la crítica literaria; de otras ramas del saber, sobre todo de la filología, con mucha influencia de la deconstrucción derridiana. Por tanto, de acuerdo con este relativismo, no hay posibilidad de acercarse y de aprehender una realidad histórica porque solo existen interpretaciones de esa realidad.

Por supuesto que es un asunto muy debatido y desde el propio gremio de los historiadores empezaron a darse voces de alerta. Aún los historiadores más arriesgados, aquellos que se adentraban en la historia de las mentalidades, de los imaginarios colectivos, los historiadores que se acercaban a la antropología y a la sociología, sintieron que “desde afuera” se le estaba dando un golpe al caparazón de su oficio y empezaron a reaccionar. No era para menos. Hasta qué punto lo que se había hecho y lo que se estaba haciendo en materia de investigación histórica, el oficio al que se dedicaban de manera profesional, tenía razón de ser, que es mucho más sensible que saber si la historia es o no una ciencia social.

Es aquí donde empezó a plantearse el problema de la narrativa historiográfica como respuestas a los abanderados del “giro lingüístico” y sostenedores del fin de la historia como disciplina académica. Y si me preguntas, te diría que el saldo de estas disputas teóricas y metodológicas en la segunda mitad del pasado siglo fue positivo. Recuerdo a un excelente historiador, que tuve la oportunidad de conocer, el estadounidense Georg Iggers, cuando decía que entre la teoría que niega cualquier llamado a la realidad en los relatos históricos se erige una historiografía que está plenamente consciente de la complejidad del conocimiento histórico, pero que de cualquier modo supone que las personas reales tienen pensamientos y sentimientos reales que los conducen a actos reales que, con limitaciones, pueden conocerse y reconstruirse.

Hablas de oficio, me parece un buen punto de partida para apuntar sobre uno de los cometidos del historiador que es estudiar la naturaleza del ser humano ¿Cómo interpretas este encargo social?

Es un gran desafío, desde luego, pero el historiador —ya a estas alturas está claro— no debe implicarse en una historia apologética en la que actúan hombres de bronce, una historiografía de bronce.

Aquí hablamos de hombres de mármol…

Los hombres de mármol son a los que se les erigen los monumentos que percibimos a diario en nuestro circuito urbanístico, pero también esa cualidad metafórica está signada por la impronta de una historiografía que los asume de manera grandilocuente, aconflictiva, aséptica.

Hombres sin ningún tipo de prejuicios, sin problemas, sin contradicciones con sus contemporáneos. Desde luego, son de mármol no porque estén en una escultura, los convertimos en mármol justo cuando contamos sus historias “sin manchas”.

Esta perspectiva está muy asociada al género biográfico y en Cuba son muchos los ejemplos de una historiografía de signo nacionalista que construye y reconstruye el relato fundacional de la nación cubana, y se construye a partir de símbolos, de referentes que provienen esencialmente de las guerras de independencia. Entendible entonces que los análisis caracterológicos que hiciera Leonardo Griñán Peralta, con influencia de la psicología, y por lo general críticos con algunas de las más excelsas personalidades de nuestro liderazgo revolucionario —Máximo Gómez, Antonio Maceo y José Martí— fueran bastante sugerentes, pero en modo alguno generalizados. En la época, lo que más importaba no era, por ejemplo, el análisis del carácter y la personalidad de Máximo Gómez, pues le confería mayor realce al relato nacional su impronta como líder militar en el combate de Palo Seco, la batalla de las Guásimas, Mal Tiempo; es decir, su papel en la épica revolucionaria.

De ahí la importancia de la obra de Griñán Peralta, y después los estudios de Jorge Ibarra Cuesta, quien ya para los años setenta incursiona en un análisis psicosocial del cubano.

Por consiguiente, el individuo no puede ser una figura que esté ajena al hecho en el que participa. Como olvidar la interrogante de Brecht: “¿Quién construyó Tebas, la de las siete puertas?” Ese soldado, por ejemplo, que se alista para un combate, arrastra con una carga emocional tremenda, tiene una familia, del mismo modo que está sujeto a contradicciones, a conflictos existenciales, dudas, temores, que también son historiables, aunque en ocasiones el acceso sea a través de diarios, memorias y apuntes de sus jefes militares. Nunca cejar ante la búsqueda de indicios, como nos enseñara el microhistoriador italiano Carlo Ginzburg.

“Existe una tradición de influencia marxista dentro de la historiografía que es anterior a 1959, que se entronca con un movimiento de renovación historiográfica que tendrá en Ramiro Guerra, Emilio Roig de Leuchsenring y Fernando Ortiz a exponentes importantes”. En la imagen, Karl Marx (1818-1883), filósofo, economista, sociólogo, historiador, ​ periodista, y político alemán.

Marx asumía que el historiador no puede estar al margen ni de la sociedad, ni de la historia. Es una idea esencial, ¿cómo percibes esa tesis en los oficios del historiador cubano?

Esta idea se encuentra muy relacionada con lo que hablamos. El historiador tiene que estar implicado en su realidad, en su contexto, hacerse preguntas de su realidad. Claro que cuando enfrentamos un objeto de estudio no podemos trasladarnos con todo el equipaje conceptual y vivencial presente; tendríamos un gran porciento de posibilidades de equivocarnos cuando le toquemos las puertas a individuos del siglo XVII, XVIII, XIX, e incluso del siglo XX. A veces etiquetamos a figuras de siglos pasados con criterios que sugieren valores, ideas, conceptos que no eran los de aquella época, y sobrevienen entonces los adjetivos peyorativos. La historia, grosso modo, es la ciencia de la contextualización; pudiera parecer fácil rellenar decenas de cuartillas con cuantos hechos encontramos en un marco temporal determinado, pero no es tan sencillo, ni tan lineal.

Por otra parte, te diría que hay un compromiso profesional con una historia lo más holística y compleja posible; quiero decir que no está mal estudiar hechos concretos, pero la perspectiva de procesos es esencial. A veces, asumimos el devenir de una sociedad, de un sistema político, a través de las tendencias que lograron imponerse; la famosa “historia de los vencedores”, pero esta afirmación sugiere enfrentamientos, contrapunteos, entre diversas opciones, con disímiles racionalidades que, aunque en determinadas circunstancias no logran prevalecer, allí están como parte de un espectro de posibilidades siempre latentes.

Generalmente cuando el historiador selecciona un objeto de investigación, un tema determinado, no siempre lo hace por un problema de divertimento, porque le guste, también en ocasiones busca algunas coordenadas de inquietudes de su presente en el pasado. Claro que es imposible encontrar en tiempos pretéritos todas las posibilidades de interpretación de lo que pasa en el presente. Ahora bien, un enfoque procesual nos lleva a revelar ciertas coordenadas que en su devenir complejo llegan hasta el presente. Si recurrimos a un hecho histórico, y nos quedamos solamente en la investigación del acontecimiento, nos resultaría más difícil encontrar claves que permitan entender el presente.

En la medida en que el historiador, preocupado por su presente, indague en el pasado para entender el funcionamiento de una sociedad pretérita a partir de los debates de ideas, de las preocupaciones de los hombres y mujeres de otros tiempos, en mejores condiciones estará de entender cómo acontece el devenir. En mi caso particular que trabajo la historia de las ideas y del pensamiento, valoro mucho estas líneas de investigación, en modo alguno circunscritas a un tipo de historia: política, económica, social, cultural, te diría que tiene que ver con todas ellas y de manera articuladas.

Desde luego, esto tiene una carga de complejidad importante, es que la historia tiene que ser compleja, porque la vida es compleja. Entonces, ahí es donde realmente está la perspectiva de Marx, que es una perspectiva holística, integral, concatenada, dialéctica; no se trata de ver hechos por aquí, por allá, dispersos. Es tratar de entenderlos en su conjunto, en sus contradicciones, sin aferrarse a criterios esencialistas, deterministas. Apostar por entender al individuo no separado de su naturaleza ni de la naturaleza; o sea, el individuo como parte de la naturaleza, pero también imbricado en esta concepción ecológica de la historia, que tiene que ser amplia, plural, y de ahí la importancia de la transdisciplinariedad.

La historia no la concibo como retablo de hechos, de estadísticas, aunque sean necesarios. La historia, o la investigación histórica, deben hacerse a partir de problemas y conceptos, y de ahí la importancia de los préstamos conceptuales que provienen de otras ciencias, no solamente sociales, humanísticas, sino también las ciencias naturales ¿Por qué no? Tenemos que ir hacia esa mirada, y en la historiografía cubana hay exponentes importantes que, dentro de la historia social, la historia cultural, están apostando por esa apertura, por esa ampliación de las miradas a los objetos de investigación.

En la sociedad cubana se legitiman conceptos como patria, identidad, nación, que no sólo están en el imaginario social sino también en la conciencia de los cubanos. Obviamente, en ese resultado la historia y los historiadores han jugado un papel en la Revolución cubana, pero siempre quedamos insatisfechos con lo logrado. ¿Cuáles piensa que son las acciones, coordenadas o estrategias necesarias para continuar haciendo en función de ese objetivo?

Desde luego, estamos refiriéndonos a conceptos históricos-culturales. La patria no siempre fue entendida de la misma manera, como tampoco lo fue el patriotismo. Qué entendemos hoy por patria, por patriotismo, por nación, por nacionalismo, por nacionalidad, todos estos son conceptos que se vienen definiendo o expresando desde finales del siglo XVIII y con puntos de vista e ideologías diferentes. Como dijera un importante hacendado esclavista decimonónico: “En nuestro siglo, patria es propiedad”. La patria era todo aquello que significara el progreso, la modernidad, los ingenios, la producción de azúcar, la rentabilidad; noción que debió enfrentar la perspectiva inclusiva de Félix Varela. A diferencia de quienes identificaban la patria con el valor individual y utilitarista de las propiedades, Varela redimensionó el concepto al presentarlo como relaciones sociales dentro de una colectividad de individuos unidos por vínculos materiales, pero también espirituales. Así, por ejemplo, en sus Lecciones de Filosofía de 1816, aclaraba que la voz patria no significaba un pueblo, una ciudad, ni una provincia, por más que los individuos dieran preferencia a los objetos más cercanos, o más ligados con sus intereses individuales; y al efecto incitaba a reconocer el espectro amplio de intereses que la integraban, consciente de que eran pocos los que estaban dispuestos a sacrificar sus utilidades inmediatas (la patria/propiedad) por esa otra patria inclusiva.

En el himno La Bayamesa, luego nuestro himno nacional, esta noción de renuncia a bienes individuales vareliana para el bien del común que habita la patria, llegaría a su concreción más pura: “Morir por la patria es vivir”. Y en ese mismo escenario de luchas independentistas Carlos M. de Céspedes, que ya había liberado a sus esclavos, exhortaba a los esclavistas del occidente a que no pusieran el temor a perder sus propiedades por encima del amor a la independencia patria. Nadie como José Martí para caracterizar este tipo de renuncia con toda su carga simbólica, él se refería a aquellos “padres de casa, servidos desde la cuna por esclavos, que decidieron servir a los esclavos con su sangre, y se trocaron en padres de pueblo”. Claro que la conceptualización de pueblo y patria en Martí requeriría una entrevista aparte, pero es indudable que como hombre síntesis de su tiempo, recoge lo mejor de la tradición de su siglo.

En el himno La Bayamesa, de Perucho Figueredo, “luego nuestro himno nacional, esta noción de renuncia vareliana a bienes individuales para el bien del común que habita la patria llegaría a su concreción más pura: “Morir por la patria es vivir”.

Esta perspectiva de patria y nación inclusiva no quiere decir que desconozcamos las otras definiciones excluyentes, propias de un liberalismo conservador y que serán las que se impondrán, con sus particularidades, una vez concluido el ciclo libertador con la intervención y la posterior ocupación militar de Estados Unidos (1899-1902). Hasta qué punto la nación cuenta con los componentes de pueblo indispensable e idóneo para instituir un Estado moderno, capaz de enrumbar a la patria por los senderos del progreso, la paz y el orden. Esta sería una de las interrogantes que, con matices variables, centraría la lógica de las discusiones durante el siglo XX cubano, y en esa relación al menos hasta la Revolución del 30, el liberalismo económico y político, prevaleció en los debates sobre cualquier expresión de liberalismo social o de las emergentes corrientes marxistas y progresistas. A partir de 1933 el liberalismo social tendría un espacio mucho más importante en las agendas de intelectuales y políticos, el cual pienso que deberá ser estudiado con mayor detenimiento en sus nexos con el ideal de desarrollo, pero atendiendo al tan demandado principio de la justicia social; una enorme deuda que estará en la base ideológica, programática, de la Revolución de 1959.

Al respecto se ha escrito, pero en el ámbito de la investigación histórica considero que todavía podemos avanzar mucho más en estas polémicas económicas y sociales extraordinarias que hereda la revolución. Es decir, la Revolución hereda problemas, y muy graves en materia de desarrollo, pero también una riqueza de pensamiento de los más diversos signos ideológicos, pero que en todos los casos apuntaban a pensar y soñar una Cuba mejor. Claro, si habláramos del tratamiento de los conceptos de patria e identidad como parte de los usos públicos de la historia, por ejemplo, en escenarios escolares, tendríamos que extendernos en otras lógicas.

El escenario posible, además…

El escenario posible y crucial que es la escuela. En la escuela es importante que los maestros estén actualizados de los resultados académicos y que puedan transmitirlos a través de diferentes recursos didácticos; el arsenal es amplio. Recientemente presencié una versión para niños de Espejo de Paciencia; excelente. Es importante esa relación entre la historia y la vida en ámbitos escolares, para lo cual la pedagogía y la didáctica son cruciales, y siempre atemperadas a los adelantos tecnológicos de los nuevos tiempos. Hay muchas maneras de llevar la patria a la escuela; recuerdo el artículo de una colega mexicana que se titula “La patria colgada en las aulas”, y tiene que ver con toda la simbología: banderas, escudos, mártires, propios de la historia mexicana que se colocaban en las paredes de las instituciones escolares como parte de un circuito patriótico e identitario.

Esto no es privativo de México, por supuesto. Desde la propia ocupación militar de Estados Unidos, el cuadro con la fotografía de José Martí, la bandera cubana y el mapa de Cuba estaban en los planteles escolares, aún en las más humildes instalaciones públicas, en las más recónditas escuelitas de campo. Para no extenderme en un tema tan apasionante, te diría que en ámbitos escolares no basta con hablar de la patria y su historia, hay que sentirlas para que llegue el mensaje con toda su carga emotiva a los estudiantes, pero, al mismo tiempo, y en dependencia de los niveles de escolarización, debemos hacerla creíble; una historia viva, donde las emociones, las pasiones de hombres y mujeres, los imaginarios y culturas en sus expresiones más amplias formen parte también del relato nacional; no el de La Habana, o no solo el de La Habana, se entiende, hablamos de nuestra historia nacional.

La historia constituye un recurso esencial en la estrategia ideológica de la nación, para muchos el más relevante. ¿Le parece pertinente su confluencia con las expresiones artísticas, con las humanidades, para ser más eficaz? ¿Cómo ve el diálogo de la historia con ese cúmulo de pensamiento que habita en nuestro país?

Desde luego, el uso público de la historia es consustancial a la construcción y legitimación de los estados nacionales, justamente por toda la carga de valores, de ejemplos de la que se nutre este tipo de discurso. Este empleo de la historia es esencial, siempre ha sido así en ese sentido. Ahora bien, como bien dices, no es solo la historia, es la historia abierta en sus vasos comunicantes hacia otros saberes. En la medida en que la historia se nutra de lo que aporta la literatura y el arte, la narrativa será mucho más enriquecedora, más aportadora.

Aludimos a dos maneras de enfrentar la historia. Está el uso académico de la historia, es el oficio del que hablamos al inicio; el trabajo diario del historiador con sus instrumentos metodológicos, con los que busca darles solución a problemas de investigación y, al efecto, procesar la información a la que accede. Por otra parte, está su uso público, más orientado hacia una colectividad no necesariamente profesional, donde la escuela y los medios de comunicación desempeñan un papel importante. No todo el relato histórico, en ese sentido, se transmitirá, se comunicará; por lo general se buscan aquellos elementos que caracterizan, tipifican, legitiman, determinado estado, determinado orden; es decir, son otras las lógicas que condicionan los consensos.

En cualquiera de los casos, se impone ampliar el observatorio de análisis, y para esto resulta importante no solo atender al valioso acervo documental y bibliográfico que atesoran los archivos y bibliotecas; sino también tener en cuenta las riquezas que ofrecen otras manifestaciones artísticas y literarias, como el cine, el teatro, la radio, la televisión, la poesía, las novelas, la pintura, bien como fuentes históricas que reflejan la espiritualidad de una época, o como plataformas actuales para comunicar saberes históricos. He tenido la oportunidad de escuchar algunos de los programas de la Universidad del Aire, proyecto pedagógico que liderara Jorge Mañach a partir de los años 30, y que se digitalizan en el Instituto de Historia de Cuba. Eran conferencias radiadas a través de la CMQ, en la cuales intervenían exponentes de una intelectualidad de primera línea dentro y fuera de Cuba; y allí se hablaba de la industria azucarera, del turismo, tanto como de las importaciones de juguetes a Cuba. El caudal de información es impresionante. Es como querer estudiar el siglo XIX sin leer la novela Cecilia Valdés, y otras tantas obras de la literatura de esa época.

Por tanto, coincidimos, es necesario acceder a otras manifestaciones; romper las enquistadas y convencionales fronteras entre disciplinas.

Nuestro país tiene el privilegio (me gusta usar esta palabra) de contar, siendo tan joven, con hombres y mujeres ilustres, también guerreros y sabios. ¿Cómo es posible que podamos tener tantas personalidades que nos enorgullecen, teniendo una historia tan corta?

Recuerdo mis tempranas lecturas de esa polémica tremenda entre José Antonio Saco y el principeño Gaspar Betancourt Cisneros, El Lugareño, en 1848. En aquel entonces el abogado bayamés buscaba defender lo que entendía por nacionalidad cubana frente a los proyectos anexionistas. Como parte de sus argumentos mostraba a su amigo un listado de nombres ilustres, procedentes de las ciencias, la cultura, que habían nacido en Cuba y que estaban contribuyendo al desarrollo de la ciencia y la cultura en países de Europa y Estados Unidos.

Desde el propio siglo XIX, existía una preocupación por el Obispo Espada, Varela, O´Gaban, Luz y Caballero, Saco, Domingo del Monte, Romay, por erigir una institucionalidad ilustrada que representara y que diera respuestas a los problemas de una sociedad que había cambiado vertiginosamente de finales del siglo xviii al siglo xix; de una sociedad tradicional hatera a una sociedad plantacionista, con sus rasgos distintivos entre sus diferentes regiones. En el occidente despuntará una colosal industria azucarera que producía para un mercado internacional capitalista, sobre la base de la mano de obra esclavizada. Pero esta industria, altamente competitiva, requería de conocimientos científicos; de verdades de ciencia que una filosofía y una pedagogía escolásticas no se los propinaba.  De ahí que como parte de un mismo proceso se asista a una institucionalización científica en la Isla que nucleará a pensadores extraordinarios, los cuales no estarán ajenos al desarrollo de la ciencia en otras latitudes y dentro del propio mundo colonial hispano se polemizaba sobre temas científicos a través de los periódicos.

Aquí es importante referir el papel del Seminario de San Carlos y San Ambrosio, institución de vanguardia en el pensamiento insular, y desde el cual se impulsan las transformaciones culturales, pedagógicas, filosóficas, con intelectuales nacidos en Cuba, más allá de los diferentes modos de asumir los modelos de desarrollo de la colonia. Era un debate de ideas por introducir el conocimiento de la química y la física, claves para la industria azucarera, y surgen así una serie de figuras asociadas a estos saberes.

A algunos de los profesionales se les costearán viajes, becas, por la Sociedad Económica de Amigos del País, y por sociedades patrióticas en otras regiones para que viajen a Estados Unidos, España y otros países, en el interés de que aprendieran técnicas productivas o métodos pedagógicos, como el pestalozziano. Había avidez por la actualización y el conocimiento, porque ahí le iba la vida o la muerte en tanto grupo social a esta oligarquía azucarera. También ese interés estaba en los que no eran esclavistas, pero apostaban por un modelo de desarrollo con base en la ilustración; el modelo de desarrollo posible dentro de un mundo colonial, que fuese diversificado, eficiente y que no se sustentara en el trabajo esclavo.

El modelo hegemónico fue el esclavista, lo sabemos, y Cuba llegó a convertirse en la azucarera del mundo. Y claro, para reducir costes y ser competitivo había que introducir adelantos tecnológicos; estar al tanto de los avances en la ciencia. De ahí que, a pesar de los “horrores del mundo moral” a los que se refería el poeta José María Heredia, esa mirada constante hacia fuera en busca de darle respuesta a los problemas de adentro, los vínculos con intelectuales y proyectos ilustrados, así como los propios flujos comerciales, fueron promoviendo una actividad científica y cultural intensa. En tertulias, conferencias, liceos, filarmónicas, sociedades, bufetes, escuelas, colegios, seminarios, convergerán generaciones de intelectuales procedentes de diferentes ramas del saber. Explicable que cuando llega a Cuba la expedición de la vacuna antivariólica, el galeno Tomás Romay ya la había experimentado en Cuba a inicios del siglo xix. Del mismo modo que hay preocupación por la instauración de cátedras de física, química y de economía política en plena colonia, cuando todavía en algunas de las jóvenes repúblicas del continente no se habían instaurado.

Fidel Castro, José Martí: Hombres síntesis de su tiempo.

Y me refiero aquí a los orígenes, para no extenderme en ámbitos de la política, la abogacía, la oratoria, en los años siguientes. Claro que es un privilegio que en esta pequeña isla en marcos temporales bastante reducidos se pueda hablar de un liderazgo excepcional; no de uno, sino de decenas de grandes estadistas y grandes intelectuales: José Martí y Fidel Castro, pudiéramos mencionarlos como los grandes hombres síntesis de su tiempo, pero la estela de grandes figuras entre las generaciones de ambos, incluso desde un enfoque intrageneracional, es bastante amplia.

Solemos narrar a nuestros héroes como hombres y mujeres excepcionales —que lo son—, pero también como mitos, ¿Le parece pertinente esta construcción?

El mito forma parte de la construcción identitaria de los pueblos y naciones, no exento de ciertos halos de romanticismo. De ahí que considere que no debamos rechazar esa mitología. Hablamos, por ejemplo, del Grito de Yara, del Grito de Baire. Desde el siglo xx, desde los Congresos Nacionales de Historia, figuras como Fernando Portuondo y Hortensia Pichardo estaban aportando elementos de juicio para que se entendiera por qué que no debían llamarse Grito de Yara a la gesta que se iniciara el 10 de octubre de 1868, y Grito de Baire al movimiento iniciado el 24 de febrero de 1895. La función del profesional de la historia radica en explicar de manera rigurosa las realidades que echan por tierra esos imaginarios colectivos, pero, al mismo tiempo, debe entender qué papel ocupa el mito, la leyenda, dentro de la construcción de un imaginario nacionalista, dentro de un proyecto de construcción de nación.

El mito de Martí, por ejemplo, a no dudar una figura icónica dentro de los pilares fundacionales del estado nacional cubano, no se erige desde la nada, es consustancial a la propia esencia cívica, patriótica, nacionalista del Estado que debía ser. Por esa razón, cuando la república que se instauró en 1902 no respondió a las aspiraciones martianas, generaciones de revolucionarios cubanos acudieron al legado del Maestro para enfrentar entuertos y que se alcanzaran sus ideales. No todos rescataban al mismo Martí. Esto explica las razones que llevaron a que Julio Antonio Mella, en los tempranos años de 1920, elaborara su Glosario del pensamiento martiano, donde da a conocer a un Martí que trasciende al hombre cívico, fundacional, y lo muestra en toda su radicalidad revolucionaria y antiimperialista.

También el mito se construye desde las familias y la escuela. Pudiera ilustrarse con la encuesta del maestro Arturo Montori en 1914 a niños de escuelas públicas y privadas. Subrayo 1914, Mella tenía apenas 11 años y por supuesto que todavía no había escrito su Glosario. Las preguntas de la encuesta eran: ¿a quién le gustaría usted parecerse cuando sea grande?, y ¿explique por qué? Pues bien, la inmensa mayoría de los niños encuestados quería parecerse a Martí.

Ahí está la diferencia entre las prescripciones de las historias de Cuba y la de Puerto Rico en los manuales de 1901. Cuba no necesitaba buscar simbologías ajenas, cargas simbólicas de otras latitudes, las tenía, y ahí estaban: Martí, Maceo, Gómez, Céspedes, pero también José de la Luz y Caballero, Gertrudis Gómez de Avellaneda, Luisa Pérez de Zambrana. Este imaginario se enriquecerá con muchas de las familias o individuos que regresaron a Cuba desde su exilio estadounidense a inicios del siglo XX.

Esto es una cosa, y otra es mostrar a todas estas personalidades excelsas como seres halados, providenciales, sin que hablemos de sus conflictos.

También de sus contradicciones…

De sus contradicciones y conflictos, por supuesto. Por qué no discurrir sobre los disensos entre Céspedes y Agramonte, entre Antonio Maceo y Flor Crombet, entre Martí y Máximo Gómez. No hay nada más delicioso que leerle a un estudiante la carta del 20 de octubre de 1884, cuando Martí se aparta del Programa de San Pedro Sula que estaba organizando Máximo Gómez, y le dice al general veterano: “General, a un pueblo no se manda como se dirige a un campamento”, pero después termina diciendo: “Lo considero un hombre noble, pero merece que se le haga pensar” ¿Y quién era Martí en el año ‘84? Un muchachito. No era el Martí del año ‘92 cuando funda el Partido Revolucionario Cubano, ni el del ‘95 cuando desembarca con Gómez. Por supuesto, ya era conocido en los círculos de la intelectualidad, pero no era de los veteranos de la Guerra de los Diez Años, por mucho que vivió y le interesó saber de las contradicciones para evitar reproducirlas en las gestas posteriores. Era un muchachito para Máximo Gómez, y este responde en el borde inferior de la carta: “Los insultos no se contestan”. Por qué no entender esas contradicciones generacionales. Martí era un joven, ya Gómez venía con otras experiencias. De ahí la importancia de la teoría de las generaciones aplicadas al análisis histórico, así se enriquece el discurso. Lo que pasa es que después hay que entender por qué son los conflictos, ¿son de contenido o son de forma? Son maneras diferentes de ver cómo se organiza una guerra y todos sabían que sobre sus espaldas pesaba la responsabilidad histórica de organizar y llevar a feliz éxito una revolución. Por supuesto que había tensiones en aquel momento, que son las que permiten explicar una reunión como la Mejorana.

Son tensiones y presiones que existen en torno a estas figuras, que en la medida en que las podamos trasmitir —de acuerdo con los espacios y de acuerdo con las edades— con toda esta complejidad y riqueza, sin romper el mito, las vamos hacer más asequibles a las personas. A veces se piensa que por eso van a ser menos personalidades históricas, menos íntegras.

¿Acompaña el pensamiento marxista la labor del historiador cubano? ¿Cómo convergen esas dos disciplinas en la contemporaneidad?

Existe una tradición de influencia marxista dentro de la historiografía que es anterior a 1959, que se entronca con un movimiento de renovación historiográfica que tendrá en Ramiro Guerra, Emilio Roig de Leuchsenring y Fernando Ortiz a exponentes importantes. Pero, sin lugar a dudas, es a partir del triunfo de la Revolución cuando ya las corrientes marxistas mostrarán un impacto más decisivo en el quehacer profesional de hornadas de historiadores, sobre todo a partir de la creación de la licenciatura en Historia en 1962, como parte de la Reforma Universitaria, y ese mismo año la constitución del Instituto de Historia de la Academia de Ciencias.

En escenarios hasta entonces de raigal presencia de una historiografía nacionalista, las relecturas del pasado de la nación desde el filtro de la metodología marxista —ideología que abraza el liderazgo de la Revolución— fue un aspecto positivo, por más que como bien apuntara el historiador Oscar Zanetti, en ocasiones los conceptos del marxismo fueran aplicados con bastante apresuramiento.

Cuando nos acercamos a las obras de Julio Le Riverend, Manuel Moreno Fraginals, Juan Pérez de la Riva, Jorge Ibarra Cuesta, por citar algunos, entre 1960 y 1970; a los debates en torno a problemas teóricos medulares como la nación, el nacionalismo, las clases sociales, el subdesarrollo, vistos bajo el prisma de una revolución naciente, apreciamos la frescura y audacia en el abordaje reflexivo de problemáticas historiográficas.

Las experiencias en el empleo del marxismo en el campo de la historiografía —y también de otras ciencias sociales— no siempre fueron las mejores, sobre todo a partir de los años de 1970, y en ocasiones prevaleció el más rancio dogmatismo reduccionista y determinista a la usanza de la manualística soviética. Insisto en esta vertiente marxista, porque el marxismo británico, por ejemplo, con Thompson, Hobsbawm y otros exponentes sobresalientes, tenían menos recepción en el país, razón por la que la historia del trabajo y los trabajadores, apenas se reducía a la historia de la clase obrera, en tanto “movimiento”, es decir, circunscrita con enfoque estructuralista a sus formas de lucha y organización. No voy a referirme al campesino y a otros sectores y grupos apenas esbozados en esos años. Eso sí, a contrapelo de todas estas influencias se dieron a conocer importantes títulos en diferentes perfiles de investigación e incluyo aquí la especialización en la historia regional y local.

La crisis de los 90, que significó la debacle del bloque de países europeos que había abrazado la ideología marxista, y sobre todo la desintegración de la URSS, no conllevó a una crisis del quehacer historiográfico marxista en nuestro país, por más que, como expuse en una de las preguntas anteriores, en el ámbito de la filosofía de la historia se venía cuestionando a nivel mundial este y otros paradigmas historiográficos. Por el contrario, el gremio en el país tuvo la posibilidad, por diferentes vías, de interactuar con otros centros académicos e historiadores extranjeros, algunos no alejados de la impronta del marxismo, y con otra literatura marxista alejada de los cánones conceptuales más vulgares, entre ellas la referida escuela británica.

Soy del criterio que el proyecto de síntesis histórica que liderara el actual Instituto de Historia de Cuba desde su surgimiento en 1987, y la publicación de sus primeros tres tomos, permitió reunir y coordinar esfuerzos, hasta ese momento dispersos, con vistas a presentar una mirada del proceso histórico cubano lo más coherente y articulada posible, no exenta todavía de omisiones, sobre presupuestos marxistas.

Palacio de Aldama, edificio donde habita el Instituto de Historia de Cuba.

Hoy día los temas muestran una mayor variedad en Cuba, con objetos de estudio y fuentes que para bien se amplían; las universidades y algunos centros de investigación contribuyen de manera decisiva en ese empeño. Claro que todavía existen fisuras en el orden metodológico, sin entrar a discurrir sobre la desproporción de proyectos entre las etapas de nuestra historia, pero nada de esto achacable al marxismo. Diría mejor que el éxito estaría en hacernos de la lógica de pensamiento de los clásicos, empezando por Marx, muy lejos de adoptar posturas inflexibles, criterios cerrados a cuantas influencias podían gravitar en su entorno. El problema no está en actualizarnos acerca del último libro sobre teoría de la historia —lo cual es importantísimo— sino en la sagacidad de aplicarla de manera coherente al objeto de estudio que el historiador seleccione. Ejemplo de ese buen proceder lo encontramos en historiadores consagrados, nuestros maestros, y también en exponentes de las generaciones más jóvenes.

Vivimos en la era del caos, donde los procesos globales se mueven a una velocidad de vértigo ¿Cómo resuelve el historiador los procesos contemporáneos, que tienen un efecto en la visión de la historia, en los hechos? Estoy hablando, por supuesto, de los historiadores cubanos.

Existen las más diversas maneras de acercarse a un hecho histórico por la historiografía contemporánea. En escenarios de galopante globalización te citaría dos proyectos cuyas racionalidades se hayan en los extremos. Una corriente historiográfica de historia global, que tiene a su más importante exponente en Immanuel Wallerstein, fundador de la perspectiva crítica de “análisis del sistema-mundo”, traza su agenda investigativa a partir de procesos y ciclos de larga duración que acompañan y marcan la historia de la modernidad y del capitalismo de los últimos 500 años. Desde otra perspectiva, encontramos los esfuerzos de los historiadores que incursionan en la historia regional y local, con mucha mayor presencia y resultados valiosos en Cuba, como acabamos de exponer, y cuyos intereses están más orientados a mostrar las formaciones geográfico-productivas, étnico-culturales, administrativas, políticas a escalas de espacios locales y regionales, bien a nivel de naciones o a escala continental.

Ante estos dos modelos, me inclino por adoptar como punto de partida de cualquier estudio las investigaciones a escala regional y local. Pienso que enriquecen y ponen en mejores condiciones de entender la globalidad del sistema-mundo de Wallerstein, incluso las denominadas historias nacionales que se afincan en generalizaciones capitalinas. No para desestimar las historias globales, que son esfuerzos de interpretación importantes, pero sí para entenderlas a partir del conocimiento de las singularidades de las historias regionales y locales. Nada es desechable. Yo diría que la magia, el arte y la ciencia, está en complementar, no en desechar, en complementar saberes y metodologías.

Entre estos observatorios ubicados en las antípodas del análisis, pudieran citarse otros diversos abordajes de la historia, en ocasiones con miradas renovadas que buscan traspasar los clásicos reduccionismos que clasifican y deslindan los conocimientos de la historia política, la económica y la social. En todos los casos, como en la denominada nueva historia política y nueva historia económica, en el interés de recuperar la esencia social de los fenómenos políticos y económicos.

(Entrevista integra, editada y ampliada, realizada al historiador cubano Yoel Cordoví, para el espacio televisivo Sin nada mediante, dirigido por el cineasta Pablo Massip, por encargo de Cubavisión Internacional).

Por REDH-Cuba

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