El segundo mandato de Donald Trump como presidente de Estados Unidos ha tenido entre sus prioridades más inmediatas en sus primeros seis meses de gobierno producir al interior del país una especie de limpieza étnica, más bien una alienación o marginación social, que comenzó marcadamente con las medidas tomadas contra los inmigrantes (legales o no) y que ha continuado con otros sectores.

A partir de la aprobación de la llamada Big and Beautiful Bill (BBB; ley grande y bonita) y de lo estipulado en sus 940 cuartillas se crea una mayor división entre ricos y pobres. Progresivamente millones de personas perderán el acceso a programas sociales, tanto vinculados a la salud como a los alimentos, que les han permitido hasta ahora amortiguar el impacto de sus bajos ingresos, o de la carencia total de los mismos.

El apoyo de amplios sectores estudiantiles estadounidenses a la causa Palestina, frente al genocidio de Israel, ha sido utilizado de forma hábil para remover directivos de universidades y reprobar matrículas de estudiantes que tienen una conducta que hasta ahora había encajado en los cánones de la llamada autonomía universitaria. Con el cuestionamiento a rectores, profesores y líderes jóvenes de paso se han vetado contenidos en asignaturas como historia, o pensamiento político, que reducen espacios a las posiciones que podrían catalogarse como de centro-izquierda.

Al mismo tiempo, se han dado pasos no sólo para cuestionar procedimientos científicos que han tributado a la salud humana o ambiental, sino para dejar sin financiamiento importantes programas en esas y otras áreas, que han supuesto el fin del empleo para miles de científicos, que ahora imaginan su futuro fuera del país.

Los supuestos ataques contra la criminalidad con el envío de tropas federales a ciudades específicas se han concentrado allí donde han sido electos políticos afrodescendientes, o donde la población de dicho origen es mayoritaria. Lo mismo sucede con las villas-miseria que alojan temporalmente al casi medio millón de personas que en aquel país no poseen o rentan una vivienda.

La elección de Trump, tanto en el 2016 como en el 2024, se produjo sobre la base de la venta de un discurso que apuntaba contra una clase política arraigada alrededor de los mecanismos de toma de decisiones en el país que, según sus propias palabras, no representaba a la mayoría. La realidad ya mostró en su primer ejercicio, y se hace más evidente ahora, que sus acciones van dirigidas a favorecer a un sector muy específico y minoritario de la población.

Han recibido perdones para el no cumplimiento de sus condenas una buena cantidad de criminales confesos, de delincuentes de cuello azul o blanco, incluso algunos que no han llegado todavía al final de sus procesos, pero que ya se anuncia que serán revertidos. Las cortes a casi todos los niveles se han ido poblando de jueces que más allá de tener una inclinación hacia las prioridades republicanas, van conformando una cofradía de protectores del trumpismo.

Desde su fundación, Estados Unidos ha sido un país que ha tenido una convivencia crítica entre minorías y grupos sociales, en un desorden social que impone la minoría más pudiente. Lo nuevo es que la polarización se ha hecho más crítica entre esos grupos y es casi una política de estado generar el caos entre ellos, para distraer atenciones de la agenda real de gobierno.

Cuando se observan los reportajes de televisoras locales que dan testimonio del ataque verbal y físico de unos vecinos contra otros en una pequeña ciudad apartada, sólo por conocer que aquellos hablan un segundo idioma, que se oponen al aborto, o que creen que hombres y mujeres nacen como iguales, se recuerdan sucesos como la desintegración de la antigua Yugoslavia.

Estados Unidos es por nacimiento un país multicultural y su vasta geografía se llenó de pobladores rápidamente gracias a masivas migraciones. Pero el rechazo actual no va dirigido contra grupos tales como los escoceses, italianos o caucásicos, sino contra aquellos más desposeídos, que no tienen garantías de seguridad o protección y que provienen de países que se consideran inferiores, en la lógica multilateral trumpista.

Esta realidad tiene disímiles reflejos en estados, ciudades, regiones, o comunidades específicas. De pronto tener un nombre de ascendencia árabe es casi un veto para ejercer un cargo electivo en ciertos destinos, a pesar de que en la propia Casa Blanca habitan burócratas que, ellos o sus antepasados, casi arribaron ayer por la tarde de diversos confines del mundo. Cualquier apellido hispano podría tener nexos con algún cartel que importa drogas, ignorando que el negocio existe por la alta demanda interna anglosajona.

Entre los cubanos residentes en Estados Unidos esta nueva atmósfera ha traído sus propias tempestades.

Por más de sesenta años la migración cubana desde la Isla ha tenido un tratamiento muy diferenciado respecto a otros orígenes, tanto para privar a la sociedad cubana de sus principales recursos humanos, como para dañar la imagen del proceso revolucionario. Se ha presentado como una singularidad el porciento de cubanos residentes en el exterior, en comparación con la población de la Isla, sin mirar a las estadísticas de muchos países que están listados como desarrollados y que forman parte del llamado occidente.

Decenas de políticos estaduales floridanos y otros que han alcanzado su renombre a nivel federal han atado el origen de su carrera a la fortaleza que significa “huir del comunismo”. Del mismo modo, casi toda su agenda “legislativa” ha estado centrada en ofrecer garantías a los recién llegados y a garantizar que ese flujo migratorio se pueda mantener por tiempo indeterminado. Los legisladores de origen cubano construyen sus discursos y sus ascendencias refiriéndose más al “régimen de la Isla” que al trazado urbano de las ciudades donde habitan.

Y de pronto llega Trump a cambiar todas las referencias. Si usted es republicano de pura cepa tiene que ser anti inmigrante sin tapujos ni medias tintas, no habrá grupos privilegiados (en principio) por encima de otros.

En cuestión de segundos esos personajes de origen cubano han debido dar un giro de ciento ochenta grados en sus discursos y sus acciones. La hasta ahora bendita inmigración es demonizada. Hay que inventar un nuevo discurso que permita justificar que al menos algunos de los cubanos que residen allá deben ser enviados de regreso. Y la gran pregunta, ¿cómo diferenciarlos?

La extensa bibliografía que ha estudiado el tema de la migración cubana ha descrito el arribo de cubanos a Estados Unidos después de 1959 en distintas oleadas migratoria.

Los primeros que llegaron desde el propio 1ero de enero de ese año eran personeros o simpatizantes del régimen batistiano y habían cometido varios crímenes o ilegalidades detentando el poder. Aquí algunos pondrían una marca ideológica y los disfrazaría de “luchadores contra el comunismo”, pero nos referimos a delincuentes de altos quilates que incluso los servicios estadounidenses los tenían fichados por sus vínculos con grupos mafiosos transnacionales.

A partir de ahí se sucedieron momentos tales como la “Operación Peter Pan”, el “éxodo de Camarioca”, los llamados “vuelos de la libertad”, el “puente del Mariel”, los “balseros”, la normalización de la migración y  la desnormalización de nuestros días.

¿Cómo establecer un orden de prioridad que determine que unos son bienvenidos y otros no? ¿Unos pueden permanecer y otros no?

Fraccionar la consideración migratoria hacia los cubanos fue visto de inmediato como una traición de los supuestos representantes de ese grupo social. Republicanos de pura cepa y de amplios recursos financieros pagaron por la instalación de carteles en el centro de Miami donde se les señaló como “Traidores”.

La respuesta de los “ofendidos” no se hizo esperar, utilizando la misma técnica del Trump supremo: distraer la atención.

Los tres representantes a la Cámara por la Florida de origen cubano encontraron la solución salomónica a sus crisis: atacar a aquellos que consideran “simpatizantes del régimen”, que en algún momento abandonaron sus responsabilidades oficiales en Cuba y migraron a Estados Unidos por diversas razones. Comenzaron a aparecer listados y a afilarse las guillotinas. Se habló de cientos, de miles de posibles objetivos deportables.

Se generaron interpretaciones amplias y estrechas de la categoría “simpatizante del régimen”. En un extremo cualquiera que alguna vez vistió un uniforme militar o tuvo un cargo político a nivel municipal, provincial o nacional, en el otro extremo se listaron hasta los que alguna vez usaron pañoleta escolar, o donaron sangre para el CDR.

Como parte del ataque se utilizó la mira telescópica para acentuar la puntería sobre una categoría especial: todo aquel que alguna vez abogó por el acercamiento entre las partes, o estudió el fenómeno y fundamentó que la mayoría de los cubanos residentes en Estados Unidos no apoya una política hostil contra su país de origen. Había que aprovechar el desmadre para satanizar a tales personas o instituciones.

Hay muchos estudiosos y activistas sociales que han explicado a los estadounidenses y a los cubanos residentes en la Isla que Miami no es Hialeah, pero tampoco es Coral Gables, o Brickwell, mucho menos la “playa”, o los “cayos”. La migración cubana es un fenómeno mucho más diverso que lo que se pretende mostrar.

Pero si se desean encontrar categorías de posibles deportables según la propia legislación estadounidense, es llamativo que estos guerrilleros de los pasillos del Capitol Hill no escogieron nombres dentro de las siguientes clasificaciones:

  • Los que han causado el terror y la muerte entre las llamadas “voces disidentes del exilio” como fue el caso de Carlos Muñiz Varela.
  • Todos los operativos de la CIA que se fueron de control y participaron en el plan de asesinato contra el presidente John F Kennedy, o subieron por las escaleras del escándalo Watergate.
  • Los que secuestraron menores para ser extraídos de Cuba sin el consentimiento de alguno de sus progenitores.
  • Todos los que participaron en extracciones ilegales de migrantes desde Cuba y dejaron parte de su “carga” en islotes inhabitables, o sencillamente los abandonaron a su suerte en altamar.
  • Los que han hecho fortuna con el tráfico de seres humanos por Centroamérica, que nunca han rendido cuentas sobre los que no culminaron el recorrido.
  • Los circulados por Interpol por tráfico de estupefacientes.
  • Los que han falsificado documentación extranjera para que ciudadanos indios o serbios sean beneficiados por la llamada “Ley de Ajuste Cubano”
  • Los que se han complotado con miles de recién llegados para defalcar al Medicare o Medicaid.
  • Los que han especulado con el sudor de la clase trabajadora cubana residente en el Sur de la Florida, para cobrar altos alquileres por habitaciones o residencias que no los justifican.
  • Los que alguna vez vendieron seguros que nunca pudieron ser cobrados.
  • Los que apoyan el corte de los vuelos regulares o el envío legal de remesas para cobrar altas sumas por el envío de paquetería entre familiares.
  • Los que han fabricado falsos currículos para acceder a puestos públicos o privados que están por encima de sus coeficientes de inteligencia.
  • Los que falsifican antecedentes para presentarse como herederos de propiedades inexistentes en Cuba y que impiden o dificultan la inversión estadounidense en la Isla.

Con justeza alguien podría agregar que existen suficientes razones para considerar a una persona “con antecedentes negativos” y candidato a deportable a aquellos que participaron en actividades terroristas contra Cuba, o contra terceros. Esta muestra es aún significativa.

Pero los ataques contra personas e instituciones de origen cubano por estos días pretenden lograr aún otra distracción.

Durante las semanas en que Elon Musk y su conocido Departamento de Eficiencia Gubernamental (DOGE) estuvieron abriendo archivos, calculando resultados y midiendo el rendimiento de los programas federales, la conga Cuban American estuvo bailando con alto frenesí.

Imagínense a un anglosajón de sexta generación educado en Princeton preguntando a un Equis Pérez que le explique el resultado concreto de la inversión de cientos (posiblemente miles) de millones de dólares del presupuesto federal estadounidense en la industria de derrocar al “régimen cubano”. No hay respuesta más allá de generar más pobreza en Cuba, que a su vez produce más flujo migratorio que, OJO, el rey Trump detesta.

Estos Cuban Americans con un olfato muy especial han dejado fuera de sus listas de posibles deportables a muchos ex miembros de la Brigada 2506, ex operativos de la CIA, ex directivos de infinidad de proyectos de “cambio de régimen” y de otras poblaciones especiales que hoy tienen una posición completamente distinta a la que asumieron entonces y que coinciden en la visión de que fueron utilizados con fines espurios sin resultados palpables.

De momento hay tensión entre cubanos en la cafetería del restaurante Versalles, en las colas para la búsqueda de empleos en agencias como Job R Us, en cualquier gasolinera de Monroe County, en los parqueos de las escuelas primarias Lincoln-Martí, en las llamadas redes sociales, o en aquellos restaurantes de Miami Beach donde van los humoristas recién llegados a ofrecer bromas incomprensibles en inglés.

Cuando pase la tempestad trumpista, la amplia mayoría del ghetto cubano volverá a percatarse que fue utilizada por una minoría que ha vivido sobre sus espaldas y aún pretende reproducirse.

Fuente: Cubadebate

Por REDH-Cuba

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