En junio de1964 yo tenía 19 años. Vivía en Río, en una “república” de estudiantes, todos dirigentes de la Acción Católica. En la madrugada del 5 al 6 de aquel mes, agentes de Cenimar, el servicio secreto de la Marina, invadieron nuestro apartamento armados con ametralladoras. Nos llevaron a todos al Arsenal de la Marina. Me propinaron bofetadas y puntapiés, convencidos de que era Betinho, un dirigente de Acción Popular, una organización de izquierda, y años después de Acción de la Ciudadanía contra el Hambre y la Miseria y por la Vida.
Entre la cárcel militar y la prisión domiciliaria, pasé un mes detenido. No tuve juicio ni reparación. Ni siquiera derecho a un abogado. Me di cuenta entonces de qué cosa es una dictadura.
Cinco años después me detuvieron de nuevo en Porto Alegre por ayudar a escapar de Brasil a perseguidos por el régimen militar. Llevado a São Paulo, presencié torturas y perdí a compañeros y compañeras asesinados por militares y policías. A lo largo de cuatro años transité por ocho cárceles. Estuve dos años con presos políticos y dos más en condición de preso común con narcotraficantes, asaltantes de bancos, asesinos contumaces, estafadores y violadores.
Cuando cumplía cuatro años de cárcel, el Tribunal Supremo Federal redujo mi sentencia a dos años… Pero mantuvo la privación de mis derechos políticos por 10 años. Ninguna de mis torturadores, jueces ni carceleros respondió ante la Justicia por los crímenes y abusos cometidos. Todos fueron beneficiados por la aberrante “amnistía recíproca” decretada por el general Figueiredo.
Todo lo que viví y sufrí bajo la dictadura está contado en mis libros Cartas da prisão (Companhia das Letras), Batismo de Sangue y Diário de Fernando (ambos de Rocco).
Ahora siento cierto alivio al ver a Bolsonaro y sus cómplices condenados por el Tribunal Supremo Federal por atentar contra el Estado democrático de derecho. Alivio, no por venganza, sino por reparación simbólica que le devuelve sentido a la vida. Para quien ya ha peregrinado largos años, ver que prevalece el derecho sobre la barbarie puede ser la confirmación de que el mundo no es completamente injusto.
Esperar es un ejercicio de resistencia. Cargué con el dolor en silencio y envejecí sin perder la esperanza de que, un día, vería a los militares golpistas sancionados por la Justicia. Sobrellevo cada día el vacío dejado por la pérdida de tantos compañeros y compañeras como fray Tito, mi cofrade de la Orden Dominica; Heleny Guariba, colega de teatro y de cárcel; Jeová de Asis Gomes, Carlos Eduardo Pires Fleury, Aderbal Coqueiro y tantos otros (as) con quienes me hermané en la prisión y la resistencia a la dictadura.
El escritor griego Esquilo afirmó en Agamenón que “el dolor es el maestro más verdadero”. A mí, el dolor no solo me enseñó; me moldeó décadas de sobrevivencias sostenidas por la esperanza de que un día los heraldos de la dictadura responderían por sus actos.
Muchas veces el tiempo es cruel. Paradójicamente, madura los frutos de la justicia. Miguel de Cervantes escribió en Don Quijote que la verdad adelgaza, pero no quiebra. Incluso velada por maniobras jurídicas, recursos y aplazamientos permanece viva y espera la hora de imponerse.
El filósofo romano Séneca dijo que “la justicia no consiste en ser neutral entre lo cierto y lo errado, sino en encontrar lo cierto y sostenerlo contra lo errado”. Para mí, el tribunal que ahora condena a los cabecillas de la intentona golpista de 2023 representa exactamente eso: el rechazo a ser neutral ante la barbarie.
No hay sentencia capaz de devolver las vidas perdidas en 21 años de ausencia de democracia, pero hay decisiones que les devuelven la dignidad a los que quedaron. Hannah Arendt, al reflexionar sobre el mal y la responsabilidad, recordaba que “la justicia debe estar siempre presente, aunque se acabe el mundo”. Ahora me siento amparado por el peso ético de una institución democrática que cumplió con su deber: el Tribunal Supremo Federal.
Mi tranquilidad no nace de la alegría, sino de la paz. Viktor Frankl, sobreviviente de los campos de concentración, escribió en su libro El hombre en busca de sentido: “La felicidad debe brotar como un efecto colateral de la dedicación personal a una causa mayor”.
Sancionar a Bolsonaro y a su organización criminal significa preservar la memoria de los tantos que fuimos y somos víctimas de 21 años de dictadura. Al ver a la Justicia reconocer oficialmente a los culpables de agredir la democracia advierto que el ejemplo de resistencia de Marighella, Lamarca y muchos otros que lucharon contra la arbitrariedad no ha caído en el olvido. La sentencia inmortaliza sus ausencias como presencias.
Al ver castigados a los golpistas, un anciano como yo recupera la confianza –aunque tardía— en el poder humano de distinguir lo justo de lo injusto, el bien del mal. Lo que siento no es euforia, sino reconciliación con la vida y la democracia.
Fuente: Cubadebate