En honor a los nueve años de la desaparición física de Fidel – ¡Yo soy Fidel!
«El día del golpe de Estado me encontraba en una reunión con el Presidente del Gobierno del País Vasco. Los acontecimientos se sucedieron uno tras otro. Aquella tarde fatídica, muchos de los que estaban allí, dispuestos a morir al lado de Chávez, me llamaron para despedirse. Recuerdo exactamente lo que le dije aquella noche cuando le pedí que no se hiciera volar por los aires: que Allende no tenía un solo soldado para resistir, mientras que él tenía miles. En nuestra conversación telefónica durante el evento de la Cumbre de los Pueblos, traté de añadir que morir para evitar ser hecho prisionero —como me había sucedido una vez y como estaba a punto de sucederme de nuevo antes de llegar a las montañas— era una forma de morir con dignidad. Había afirmado lo mismo que él había dicho: que Allende murió combatiendo». Así reflexionaba Fidel sobre la figura de Hugo Chávez y sobre el desenlace que se produjo con la revolución cívico-militar en Venezuela, un acontecimiento que permitió un diálogo fecundo entre las dos revoluciones latinoamericanas tanto en las ideas como en la praxis descolonizadora y emancipadora de ambos pueblos.
Al trazar el hilo rojo que une a Hugo Chávez con Fidel Castro y José Martí, nos encontramos ante un diálogo de décadas, hecho de ideas, referencias morales y visiones compartidas. No se trata sólo del encuentro entre líderes políticos, sino de la convergencia de tres tradiciones éticas que, aunque nacidas en épocas distintas, siguen hablándose y regenerándose. A nueve años de la desaparición física de Fidel, el lema “Yo soy Fidel” sigue resonando como testimonio de un legado que va más allá de la biografía personal y se convierte en patrimonio colectivo. Del mismo modo, acercarse hoy de nuevo a la figura de Chávez significa reconocer la profundidad de un recorrido humano e intelectual a menudo simplificado, pero arraigado en una tensión moral que lo vincula idealmente a los grandes maestros de la historia latinoamericana. En este entramado de influencias y herencias políticas se sitúa la reflexión sobre su ética revolucionaria: una ética que se forma en la búsqueda de modelos, se fortalece al confrontarse con la historia y encuentra en la relación con Fidel y Martí uno de sus puntos más fecundos y reveladores.
El vínculo entre la revolución cubana y la bolivariana de Venezuela es un encuentro de proyectos históricos, en el que, aun presentando cada uno características distintas, ambos representan una alternativa antiimperialista para todo el Sur Global. Fidel reconoce en Chávez a la única figura regional capaz de dar nueva vida al proyecto de unidad latinoamericana, una idea que Cuba siempre había defendido, pero que a lo largo de los años había quedado a menudo aislada. En la base del vínculo entre ambas revoluciones, además de la ideología y la retórica, existe un pacto político y económico concreto: el petróleo venezolano a cambio de la experiencia técnica, médica y organizativa cubana, una alianza que permite a Cuba respirar económicamente después de los años difíciles del Período Especial y que ofrece a Venezuela un “modelo alternativo” al cual inspirarse. Sin embargo, para Castro y Chávez la dimensión material es solo una pieza del rompecabezas. Lo que los une sobre todo es el proyecto de la “Patria Grande”, o la Nuestra América martiana: un continente más unido, más libre de presiones externas, más fiel a los valores antiguos de Martí y Bolívar. Un sueño, sí, pero también una forma de presentar al mundo una alternativa política, cultural y moral al modelo dominante.
Redescubrir a Hugo Chávez significa encontrarse ante una figura profundamente arraigada en una ética revolucionaria y en una sólida moral que encontramos en todas las fases de su vida. Demasiado a menudo se lo reduce al papel desempeñado dentro del movimiento cívico-militar, y posteriormente en la revolución bolivariana de Venezuela, pero este es solo un aspecto de un recorrido humano y político mucho más complejo. Su natural inclinación hacia el conocimiento emerge en su constante búsqueda de referentes intelectuales, maestros y figuras que le permitieran comprender las grandes cuestiones históricas de Venezuela y de América Latina. No es casual que la relación con su maestro, Pérez Arcay, testimonie cómo ya en los años de la academia militar Chávez tenía conciencia de formar parte de un proyecto histórico más grande que él, heredero de la tradición bolivariana.
Un momento central de su formación es, sin duda, el juramento del Samán de Güere, en diciembre de 1982. Allí, con un grupo de compañeros y combatientes, Chávez se comprometió a liberar al país de la opresión, inspirándose en las figuras de Bolívar y Martí. De aquel episodio emergen algunos de los valores que luego definirían su pensamiento político: el sacrificio personal como elección colectiva, el fuerte sentido de identidad nacional, la defensa de los más débiles y el rechazo de cualquier forma de opresión.
Durante la detención en Yare, tras la acción del 4 de febrero de 1992, Chávez no interrumpió su compromiso político e intelectual. Aquel período se convirtió, más bien, en un espacio de estudio, discusión y planificación. En la cárcel maduró la visión que luego recogería en el Libro Azul. En su toma de posesión en el año 2000, Chávez habló abiertamente de la crisis moral que, a su juicio, afligía a Venezuela desde los años setenta. Consideraba aquella crisis más peligrosa que las dificultades económicas, porque había minado el alma colectiva del país. Sostenía que el petróleo y la riqueza material jamás resolverían el problema de fondo: el deterioro de los valores solidarios y comunitarios. Chávez, de hecho, comienza su formación en la academia de ciencias políticas y se interesa desde el inicio por la teoría militar; entra en la vieja escuela militar y se apasiona por las obras de Mao, y en esas lecturas encuentra líneas de pensamiento y acción muy importantes para su vida. Un elemento fundamental es la asimilación de la teoría de la guerra, constituida por varias componentes, es decir, por variables que deben calcularse con precisión primero desde el punto de vista político-social y luego militar, pero con un enfoque fundamental en la ética; porque —decía Chávez— la guerra no depende solo de los fusiles, de la cantidad y calidad de las armas, sino del ser humano, con su determinación en el amor revolucionario, y de la moral y la conciencia formada por la cual se está dispuesto a todo. De la patria y de la nación y de la realidad viva del pueblo hay que hacer tesoro y espíritu que va del hombre al pueblo y del pueblo al hombre.
Precisamente por ello se apasiona especialmente por el estudio de Mao cuando sostiene que el pueblo es el ejército; Chávez busca realizar este concepto desde la adolescencia con un carácter ya entonces cívico-militar. Y esto es importante porque las actuales milicias centrales del proceso revolucionario están con las fuerzas armadas y la policía, las actuales estructuras cívico-militares que retoman esa concepción de Chávez ya madura desde su juventud.
Otro elemento teórico fundamental, que se convierte en práctica revolucionaria, es la referencia a los padres de Nuestra América, de la patria grande, como José Martí, que para Chávez es tan fundamental como lo es Bolívar. Si consideramos que al inicio el proceso revolucionario venezolano no tenía una ideología bien definida —es decir, no asumía el marxismo como ideología rectora, aunque jamás adoptó posiciones anti-marxistas ni en las ideas ni en las prácticas—, apuntaba sin embargo a hacer converger en el proyecto revolucionario la gran tradición descolonizadora nacional. Por ello, las figuras de referencia e inspiración eran esencialmente cuatro: Simón Bolívar, José Martí, Simón Rodríguez y Ezequiel Zamora. Sin embargo, como ya hemos dicho, Chávez estudió intensamente también a Mao, Mariátegui, Gramsci, Guevara y Fidel Castro.
Estos grandes pensadores y gigantes revolucionarios tenían todos un objetivo común: la patria, la liberación de la patria, el rescate del propio país a través de las clases pobres y los subalternos.
La importancia de unir entusiasmo militante y conciencia política fue su incansable acción de estímulo al pueblo venezolano y a sus jóvenes para convertirse en portadores del socialismo, entendido como un sistema de valores fundado en la solidaridad, el amor y el sentido comunitario. Para él, la lucha contra el capitalismo no era solo económica, sino sobre todo ética: significaba contrarrestar el individualismo, la avidez y la búsqueda obsesiva del lucro.
La lucha antiimperialista y anticolonialista se suma así a la lucha descolonial, es decir, a la lucha por la salvaguardia de las culturas indígenas ancestrales y de las tradiciones populares. Chávez era plenamente consciente de que estos revolucionarios siempre habían tenido que luchar no solo contra ejércitos e intereses económico-políticos del imperialismo, sino también contra la cultura dominante colonial; y que por tanto no basta liberarse del colonialismo, sino que es necesario descolonizar la cultura, las mentes y la conciencia de las clases subalternas. En consecuencia, el verdadero desafío para la soberanía de las naciones y para la posibilidad de un proyecto social alternativo se extiende inevitablemente al frente ideológico y cultural. De hecho, aunque las crisis del proceso de acumulación capitalista se manifiestan de forma evidente en el plano económico y comercial, es en la dimensión de la conciencia y de la identidad colectiva donde se despliega la acción más penetrante del dominio imperialista.
La colonización cultural emerge, en esta fase histórica, como el mecanismo de sometimiento más poderoso, amenazando los fundamentos mismos de conceptos cruciales como la identidad nacional y la soberanía. La infiltración cultural, definida históricamente por Ernesto “Che” Guevara como el intento de las potencias coloniales de sofocar las culturas autóctonas e imponer modelos exógenos, hoy se manifiesta con una peligrosidad acrecentada y con una sutileza casi imperceptible.
El Che, ya en 1959, advertía sobre una invasión cultural que, actuando en silencio, debilita la resistencia popular y desvía la atención de las luchas colectivas. Las plataformas digitales y las redes sociales se han transformado en instrumentos de manipulación no solo de la información, sino —de manera más insidiosa— de las emociones y los reflejos condicionados de los individuos. Esta dinámica mina la capacidad de pensamiento crítico (como observaba Fidel Castro) y favorece un fenómeno de infantilización del público (prefigurado por el Che en su crítica a la cultura-basura y al énfasis desproporcionado en los superhéroes). Para contrarrestar eficazmente el riesgo de autodestrucción interna (el peligro mayor, según Fidel Castro), es fundamental promover una estrategia de defensa cultural basada no en el aislamiento, sino en la formación descolonizada.
Los pueblos originarios de la Nuestra América indo-africana han sufrido más de 500 años de dominio, no solo económico, político y militar, sino sobre todo cultural: el sofocamiento por parte de la cultura dominante eurocéntrica, que se apropió de recursos y territorios, destruyendo culturas ancestrales e indígenas. Por ello, las poblaciones originarias han terminado por aceptar —a veces incluso inconscientemente— las reglas de los colonizadores, renunciando a sus propias tradiciones, a su religión, a su cultura, a su lengua, sustituida por el español. Chávez comprende de inmediato que, para derrotar el colonialismo y el imperialismo, es necesario reapropiarse de la propia cultura, de la propia historia y de las propias tradiciones. En este sentido, Martí se convierte en un referente importantísimo: con la lucha por la liberación de Cuba y con la batalla por la liberación de Puerto Rico, el espíritu internacionalista se transforma en expresión de la cultura nuestra-americana indo-africana.
Así, Chávez mira a la vida de Martí como una lección para todos aquellos que quieran aprender aquellas características no estrictamente militaristas, sino propias de un partido revolucionario nacional y de patria, capaces sin embargo de provocar los cambios necesarios para una lucha revolucionaria internacionalista, al menos para nuestra América. Y así Chávez se da cuenta junto a Martí de que la lucha no debe circunscribirse a un solo continente sino dirigirse hacia lo que hoy llamamos el Sur Global, porque —decía— todo el llamado tercer mundo está estrangulado y en las garras del imperialismo y del colonialismo; Martí se vuelve también importante para Chávez porque es precisamente Martí quien comprende el papel que tendrían también los Estados Unidos después de los europeos, porque había vivido en el vientre del monstruo y así había podido estudiar lo que ese monstruo era y podía llegar a ser.
A través del ejemplo de Martí, Chávez asume como central la necesidad política de la organización y la necesidad de actualizar y aplicar las ideas martianas antes incluso que las de Simón Bolívar, para la acción política, tanto en los errores como en los aciertos, manteniendo en el centro la batalla de Patria o muerte y Libertad.
Por ello ahora, como para la mayoría de los venezolanos, la figura de Bolívar es fundamental, porque el Libertador vive en los ojos, en el espíritu y en el corazón de los venezolanos, desde los niños, hasta los indígenas, los obreros, los estudiantes, y toda la esperanza de una nación venezolana socialista y una bandera ideológica para la Libertad. En este sentido, las reflexiones de José Martí adquieren una actualidad excepcional.
Tanto su precoz crítica al eurocentrismo como su propuesta de una educación revolucionaria orientada a la emancipación del pensamiento revelan que la lucha por la soberanía no puede limitarse al terreno económico o político: debe, ante todo, conquistar la independencia espiritual e intelectual de los pueblos. Martí comprendió que el dominio imperial comienza en la mente —en la aceptación inconsciente de los valores, modelos y saberes del colonizador— y que solo una cultura crítica, arraigada en la propia realidad histórica, puede romper ese yugo.
Pero en Chávez la exigencia de reunificación de América, como la llamaba Guevara, era la creación de instituciones de asistencia mutua y colaboración que comienzan inmediatamente con el vínculo con Fidel Castro y con la Cuba socialista. Entre los mensajes más significativos de su pensamiento destaca la invitación a «desprenderse de ustedes mismos», es decir, a liberarse del ego y de la ambición personal para poner en el centro el bien común.
Por lo tanto, recorrer hoy la herencia de Hugo Chávez y el diálogo ideal que supo tejer con Fidel Castro y José Martí significa reconocer la continuidad de un proyecto histórico que no pertenece solo al pasado, sino que sigue interrogando al presente. Su visión —la de la Patria Grande, de la emancipación de los pueblos y de una ética revolucionaria fundada en la solidaridad, la cultura y la dignidad— no vive en las celebraciones, sino en los procesos históricos que aún luchan por afirmarse.
Chávez, en su incansable búsqueda de una moralidad política que uniera militancia, conocimiento y sentido del deber, dejó herramientas, ideas y un método para interpretar nuestro tiempo con mirada crítica y espíritu constructivo.
Para concluir, la relación entre Fidel Castro y Hugo Chávez —hecha de solidaridad, ideales compartidos y profunda amistad— sigue siendo un ejemplo del poder que une visiones políticas y destinos personales. Fidel no dudó en definir a Chávez como «el mejor amigo que el pueblo cubano haya tenido jamás en su historia». Tal como él mismo escribió, «en lucha por la justicia entre los seres humanos, sin temer los años, los meses, los días ni las horas» —un compromiso que, incluso en la pérdida, invita a continuar el camino de solidaridad y esperanza juntos.
Y quizá este sea el legado más profundo: la idea de que la revolución nunca es un gesto concluido, sino un camino colectivo, hecho de estudio, coraje y memoria viva. En el vínculo con Fidel y Martí, Chávez encuentra sus raíces; en los pueblos de Nuestra América, encuentra su futuro. Y corresponde a estos últimos, hoy, recoger ese testigo y transformarlo, descolonizarlo, una vez más, en proyecto y en posibilidad.
Luciano Vasapollo, Rita Martufi y Mirella Madafferi
