Contrainsurgencia, guerra sucia, doctrina de seguridad nacional, leyes de punto final: el camino al neoliberalismo y el neofascismo. Por Tatiana Coll

 

Hoy, la noticia que da vuelta al mundo es contundente: de los 720 diputados del Parlamento de la Unión Europea, 497 (el 69%) son de partidos conservadores y neofascistas, la llamada ultraderecha. Los votos de Marine Le Pen obligan a Macron a convocar nuevas elecciones; de Georgia Melloni que pretende renovar al viejo continente, recordando a Mussolini; en Bélgica el primer ministro de Croo renuncia, y en España Vox sigue avanzando. Toda la diversa izquierda europea alcanza a tener apenas 223 representantes. Los europeos hacen un análisis más sutil, dicen que los “partidos populares” como el de la Von der Leyen y el español, junto con los socialdemócratas, son partidarios de la Unión Europea y son la mayoría. Así disfrazan el avance contundente de la derecha y ello les permite resguardar el llamado “espacio Sengen” de la “invasión de los migrantes” afro-árabes. La defensa de la Unión pasa ahora por «construir un bastión contra los extremos de izquierda y derecha», dice  Vonder Leyen, al tiempo que financian irresponsablemente las guerras de Ukrania e Israel, vigorizando así la presencia de la OTAN.

No es extraño que el fascismo puro y duro, junto con sus 40 millones de muertos durante la II Guerra Mundial, sea una creación totalmente europea. La culta Europa siempre ha sido predominantemente conservadora, salvo grandes destellos históricos como la Comuna de París y otras inmensas luchas, generalmente apagadas a balazos. El sentido imperialista e imperial-colonial, forjó la “grandeza” europea y, sobre todo, su despegue capitalista. Para Gramsci, el fascismo asomaba irremediablemente frente a la crisis moral e ideológica de las oligarquías y las burguesías industrial y agraria. Una crisis básicamente provocada por la emergencia de las fuerzas de izquierda revolucionarias (la rusa, la primera), los procesos de ascenso de las luchas populares, revueltas y rebeliones, así como los efectos de la I Guerra Mundial. El fascismo significó el reagrupamiento y recentralización de los objetivos dominantes para reconquistar a la pequeña burguesía y al proletariado. La crisis de los sectores dominantes exigió un reposicionamiento de las fuerzas para sostener el poder. Esta reconquista requería de una fuerte y agresiva batalla ideológica, que propuso nociones como el “nacional-socialismo”, el “espacio vital”, la “nación elegida”, una desmedida xenofobia que acompañaba los actos violentos y, finalmente la guerra.

Esta delimitación general, referida centralmente a los objetivos ideológicos de la dominación europea, también está presente a lo largo de sórdidos episodios de la historia mundial, como la “guerra fría” y la posterior crisis que puso fin a los llamados estados de bienestar: los reaganomics, el neoliberalismo con su globalización y los posmodernismos, el “fin de la historia” y, sobre todo, el fin del marxismo, del socialismo, de las luchas de clases. Todos eliminados por los nuevos valores: la competitividad mundial, la meritocracia como perspectiva de éxito, la privatización y el mercantilismo libre como solución a la desigualdad social. Todo ello aderezado con intensas guerras de destrucción a lo largo y ancho del tercer mundo.

En América Latina, a lo largo del siglo XX, el impacto de la Revolución Mexicana y la formación de los gobiernos nacionalistas como los de Lázaro Cárdenas, Domingo Perón, Getulio Vargas, entre otros; así como el impacto de la Revolución Cubana sobre el surgimiento de múltiples movimientos de liberación nacional, antidictatoriales y antimperialistas, puso en crisis constante la dominación norteamericana. Los Estados Unidos entonces, echaron mano de políticas, instituciones y metodologías de dominación, como el Big Stick, el Buen Vecino, la OEA, el TIAR, del golpismo y la Operación Cóndor, para llenar el siglo XX latinoamericano de dictaduras de todo tipo. Revoluciones, golpes militares, guerras sucias, acompañados del discurso de la seguridad nacional, del “anticomunismo no, cristianismo sí”, de la modernización, intercalados con los de la soberanía nacional y la dignidad de los pueblos.

El autor latinoamericano que puso mayor atención al fenómeno del fascismo y su posible reproducción en América Latina, fue sin duda el ecuatoriano Agustín Cueva. En su primera aproximación (Fascismo y Sociedad en América Latina, 1978), comparó el fenómeno del golpismo y su guerra sucia con el fascismo y el terror que implantó. Lo definió como dictadura del terror que el capitalismo monopolista imponía y requería en situaciones de crisis para lograr transformar al capitalismo de Estado en capitalismo monopolista de Estado. A pesar de que o, porqué, no contaban con un partido de masas, ni con una ideología nacional-chauvinista, puesto que, en el caso latinoamericano, el capital monopólico era extranjero y norteamericano predominantemente, con una clara doctrina de seguridad nacional. Cueva planteó en aquel temprano momento expresiones como neofascismo, fascismo dependiente o fascismo criollo.

El haitiano, Gérard Pierre Charles desarrolló este concepto para analizar el complejo fenómeno del Duvalierismo en Haití, caracterizado no solo por el terror de sus milicias populares-campesinas, los “Tontons Macoutes”, sino por el eficiente manejo ideológico de la religión, lengua africana y la idea del Gran Negro dominante. Suscribieron esa línea de análisis Pedro Vuskovic y Marcos Kaplan.

 Estos autores debatieron sus planteamientos con otros, de la Teoría de la Dependencia, como Ruy Mauro Marini quien propuso la idea de los Estados de Contrainsurgencia. Él señaló que, para establecer comparaciones entre la contrarrevolución latinoamericana y el fascismo europeo, había que partir del hecho que ambos, en su momento y especificidad, constituyeron formas de contrarrevolución desde la burguesía, y ese sería el hecho común; pero la transformación de las burguesías, a partir de la irrupción del imperialismo norteamericano, había incidido en la forma específica del desarrollo: la asimilación productiva dependiente a los mecanismos dominantes imperialistas. Así, la burguesía criolla tuvo que convertirse en una fracción dominante al interior, pero totalmente sujeta a los Estados Unidos, configurando el Estado de Contrainsurgencia.

En un segundo momento Cueva reunió a varios pensadores latinoamericanos, entre otros a Gregorio Selser y John Saxe-Fernández, para revisitar el concepto (Tiempos Conservadores: América Latina en la derechización de occidente, 1987). Resultó un extenso y profundo recorrido sobre los principales autores europeos envueltos en «el nuevo sistema de ideas conservadoras refinadamente elaboradas por las antiguas élites progresistas y de la ahora democracia sin adjetivos». Uno de los pilares de este resurgimiento neofascista-neoliberal descansó sobre la xenofobia y el racismo, frente a la creciente oleada de migrantes de las excolonias. Otra constante fue el festejo del fin del “Estado de Bienestar”, que hizo caer las tasas de ganancia a la larga y que, por lo tanto, para la oligarquía devino inútil, falso, incosteable, burocratizador y aniquilante de los individuos.

La libertad individual fue el eje de su metáfora. El triunfo del capitalismo debía volver a ser el triunfo de la emprendedora burguesía. La histeria anticomunista volvió a inundar el discurso. «Marx bajo fuego… ¿quién se acuerda todavía de él?», decía Alain Tourraine.  Selser y Saxe-Fernández analizaban, el primero, el conflicto o la guerra de baja intensidad impuesta en Centroamérica, con su consecuente guerra sicológica reaganiana; y los fundamentos históricos de esta derechización en los Estados Unidos con su “nueva derecha” elaborada por los “tanques pensantes”, el segundo. También encontramos en este libro un interesante artículo sobre la naciente La sociobiología y el ocaso del estado de bienestar, de Catherine Nelson.

Hoy día, los gritos histéricos de un Milei representan con nitidez esta línea de configuración ideológica: el lenguaje agresivo, violento, la saturación mediática, la falsa promesa democrática, las libertades individuales y grandezas a recuperar, la xenofobia y el racismo machista. Trump, Bolsonaro, Nayiv Bukele, el hijo del bananero Noboa, son destellos contemporáneos que actúan bajo las mismas premisas de reintentar una reconfiguración dominante frente a los insistentes gobiernos progresistas, nacionalistas. Incluso, a pesar de que los esfuerzos y plataformas del progresismo no han afectado las estructuras fundamentales capitalistas, sino que fundamentalmente han buscado reinstalar el estado de responsabilidad social que mitigue los efectos devastadores de la neocolonización desatada desde los 80, el combate a la corrupción y el reconocimiento a las víctimas y desaparecidos.

Las oligarquías dominantes no toleran, ni están dispuestas a tolerar este mínimo reparto social de la riqueza, ni a aceptar un límite a su depredación ecológica, ni poner un tope a las tasas de acumulación desproporcionada que los oligopolios sostienen actualmente. No toleran una reforma que matice en América Latina las privatizaciones, que llegaron a ser tan brutales y su discurso meritocrático individualizante tan arraigado, que las batallas de ideas son hoy más necesarias que nunca. Así lo planteó Fidel Castro desde inicios del siglo XXI, bajo el pensamiento martiano que sentenciaba certeramente que «trincheras de ideas valen más que trincheras de piedras».

 

Tatiana Coll, México. Socióloga de la educación, periodista e intregrante de la Red en Defensa de la Humanidad.

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