El Día de la Victoria y la “tiranía disfrazada” de la democracia burguesa. Por Geraldina Colotti

El 9 de mayo, en Rusia, en cambio, ha permanecido un pilar de la identidad nacional. Una conmemoración no ritual, particularmente sentida en este nuevo año de guerra contra el avance de los nuevos fascismos al soldo de la OTAN y de la UE en las fronteras, capitaneados por Ucrania: a expensas de los tantos partisanos ucranianos, que combatieron en las filas del Ejército Rojo. Vladimir Putin no es Vladimir Lenin y Rusia no es la Unión Soviética, pero el alcance del choque pasado ha resonado en la palabras del presidente ruso, cuando definió una “tragedia inmensa” la caída de la URSS.


“Una tiranía disfrazada”. Así, Marco Rubio, secretario de Estado de EEUU, ha definido la democracia alemana, cuyo gobierno ha anunciado que quiere aumentar la vigilancia sobre Alternativa para Alemania (Afd), en cuanto partido de extrema derecha, que amenaza la democracia.
Según el gobierno alemán, que se ha expresado a través de la Oficina Federal para la Protección de la Constitución (BfV), la AfD es una formación que, por su ideología y por sus acciones, guiadas por “un concepto de pueblo xenófobo, sobre base étnica”, representa un peligro para el orden democrático alemán, fundamentalmente liberal, y para la constitución de la nación. Para Rubio, en cambio, un partido que ha obtenido el segundo puesto en las recientes elecciones no debe ser considerado un peligro de extrema derecha, y aumentar los poderes de vigilancia a la agencia de espionaje alemana despierta preocupación.
Más allá de las motivaciones políticas contingentes, que empujan a un modesto lacayo de la oligarquía norteamericana como Rubio a querer tranquilizar a los trumpistas de Maga de que es absolutamente uno de ellos, sus declaraciones permiten algunas breves reflexiones a ochenta años del Día de la Victoria, el 9 de mayo de 1945. En esa fecha, como es sabido, la Alemania nazi se rindió formalmente a la Unión Soviética y a sus aliados, marcando, con la firma de la capitulación en Berlín, el fin de la Segunda Guerra Mundial en el frente oriental.
Entonces, las contradicciones insanables del modo de producción capitalista empujaron a las burguesías europeas, presas del pánico por el avance del movimiento obrero tras la Revolución de Octubre, a confiarse al nazi-fascismo. Hoy, aun en ausencia de una fuerza organizada de las clases populares a nivel mundial, el gran capital internacional, el poder globalizado de las finanzas, transfiere ese miedo contra el diseño de un nuevo mundo multicéntrico y multipolar que va avanzando.
El impulso a nuevas guerras imperialistas y el resurgir de ideologías nacionalistas y xenófobas, en el marco de la crisis sistémica del modelo capitalista, hace entonces de aquella victoria una ocasión para retomar proyectos e ideales, pero poniéndose las lentes justas que permitan vislumbrar su alcance actual.
El hecho de que las “críticas” a la democracia burguesa hayan sido retomadas y desviadas por la extrema derecha que gobierna EEUU y que va aumentando su fuerza en Europa, debería interrogar profundamente a quien, a la “izquierda”, no ha sabido empujar esas críticas hacia un vuelco de poder a favor de las clases populares, que debería haber defendido y representado. El auge del radicalismo de la extrema derecha, la normalización de las teorías y de las acciones más nefastas que hacen eco al nazi-fascismo y al racismo, ha ido a la par con el chantaje aceptado a la “izquierda”, que ha llevado al extremo el revisionismo histórico, político y simbólico sobre la guerra de clases del siglo pasado, liquidado como el siglo de la violencia.
Se ha venido así a ensanchar esa zona gris en la que a la objetividad de la historia se ha sustituido una multiplicidad de “narrativas” que impiden comprender, tanto las especificidades contextuales, determinadas materialistamente, como el significado general.
Analizando el retorno de la extrema derecha en el continente latinoamericano, el intelectual cubano, Abel Prieto, que dirige la Casa de las Américas, observaba cómo los herederos del nazifascismo, y toda la horda de fascistas posteriores, buscan no solo lavar la imagen de Mussolini, Hitler o Franco, sino también la de Pinochet, Videla y los asesinos del Plan Cóndor, acusando, por ejemplo, a “los errores” del socialismo allendista, de haber provocado el golpe de Estado.
La lucha entre nazi-fascismo y comunismo, interpretada como choque entre dos “totalitarismos” ha progresivamente impuesto un “relato” edulcorado de la resistencia, desplazando la perspectiva del partisano combatiente hacia el “nazi bueno” que ayudó a los judíos, o hacia el fascista dubitativo, o hacia el “testigo” que ha sufrido una “violencia” ajena. La zona gris, aquella sobre la que planean nuevamente los buitres, ha sido ocupada por el paradigma de la “víctima merecedora”, en la que los “violentos” no son quienes depredan y oprimen, también con la fuerza de lo “instituido”, sino quienes se oponen: quienes reaccionan para no sucumbir. Una picadora de carne ideológica que justifica el matadero concreto, como vemos con el genocidio en Palestina.
Que un tétrico personaje como Marco Rubio, administrador de la Agencia de los Estados Unidos para el Desarrollo Internacional (USAID) y por lo tanto promotor de todos los planes desestabilizadores contra Cuba, Venezuela y los procesos progresistas en América Latina, se atreva a criticar el riesgo de aumentar los poderes de vigilancia a la agencia de espionaje alemana, debería al menos valerle algunas sonoras burlas por parte de la izquierda en Europa.
Debería ser ridiculizado en cuanto promotor de un nuevo “macartismo” norteamericano, que pone en la picota la libertad de pensamiento retomando la obsesión del comunismo como en los años Cuarenta-Cincuenta del siglo pasado, con el contorno de espionaje, sospecha, persecución y caza de brujas. No por casualidad, en su momento, en su discurso en Hollywood, Thomas Mann señaló los rasgos análogos del macartismo con el nazismo apenas derrotado. Y ya en 1942, el poeta revolucionario alemán, Bertolt Brecht, en su Diario de Trabajo, había preconizado que el fascismo en Estados Unidos asumiría la máscara de la democracia.
El hecho es que, una cierta “izquierda”, en Europa, ha hecho de la sociedad del control, del sistema penal como “solución” de los conflictos sociales, del uso de la magistratura para fines políticos (lawfare) un elemento cardinal de su compatibilidad con el sistema capitalista, revolcándose en la zona gris del “políticamente correcto”: otro elemento cabalgado hoy por el trumpismo, que se siente con arrogancia por encima de las reglas, incluso las de la democracia burguesa.
Sustituir la lucha de clases por la de los jueces, es otra trampa de la “zona gris” en la que, sobre todo en Italia, ha sido demonizado y eliminado el conflicto de clases de los años 70, imponendo a la sociedad todo un correlato de leyes de emergencia, prisioneros políticos y torturas.
En cambio, los pueblos, desde siempre, su batalla la han dado en las calles y no en los tribunales, recordando, con Marx, que los jueces no son figuras neutras e imparciales que aplican una ley abstracta, que sería “igual para todos”. Jueces y tribunales, decía Marx, son parte integrante de la superestructura del Estado burgués. Su papel es el de defender los intereses de la clase dominante, y perpetuar su poder económico y social mediante la defensa del orden constituido.
Mucho menos, aquella izquierda que, en Europa, se estremece por alimentar el régimen de Zelenski, poniendo al diapasón del complejo militar-industrial sus propias economías, puede encuadrar en esta clave el poderoso rearme de Alemania, en función anti-rusa y anti-china, bendecido por la Unión Europea y por las grandes instituciones internacionales. Por otro lado, después de haber considerado “nuevos Hitler” a los tantos gobernantes indeseables para el gran patrón norteamericano, el revisionismo europeo considera a Zelenski un campeón de la democracia y a Vladimir Putin el nuevo dictador, comparable al alemán de antaño.
Así, mientras Rusia y la mayoría de las ex repúblicas soviéticas celebran, también este año, el Día de la Victoria, el 9 de mayo, Zelenski y los países bálticos, miembros de la Unión Europea (Estonia, Letonia, Lituania), desde el año pasado han designado el 8 de mayo como el “Día de la Memoria y de la Victoria sobre el Nazismo en la Segunda Guerra Mundial 1939-1945”, en línea con las celebraciones occidentales del V-E Day.
El 9 de mayo, en Rusia, en cambio, ha permanecido un pilar de la identidad nacional. Una conmemoración no ritual, particularmente sentida en este nuevo año de guerra contra el avance de los nuevos fascismos al soldo de la OTAN y de la UE en las fronteras, capitaneados por Ucrania: a expensas de los tantos partisanos ucranianos, que combatieron en las filas del Ejército Rojo. Vladimir Putin no es Vladimir Lenin y Rusia no es la Unión Soviética, pero el alcance del choque pasado ha resonado en la palabras del presidente ruso, cuando definió una “tragedia inmensa” la caída de la URSS.
Para los pueblos del sur, que intentan buscar una nueva esperanza, acompañando el camino del socialismo del siglo XXI, el de Venezuela bajo el empuje indomable de Cuba, el 9 de mayo continúa siendo el símbolo de un necesario rescate de las clases populares a nivel internacional. Los jóvenes lo tienen muy claro. Visitando recientemente la Casa de las Américas, una coloridísima muestra de jóvenes artistas, daba prueba de ello. Hacer viva la resistencia comunista contra el nazi-fascismo es un poderoso antídoto para “Los que vendrán después”, como reza la poesía de Bertolt Brecht.
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