Fuente: La Jiribilla
Se cuenta que hace diez años, o algo más, un reconocido profesor universitario de Historia, encargado de aplicar a jóvenes aspirantes a estudiar esa disciplina la entrevista de ingreso a la Facultad habanera donde se cursa, le pidió a uno de ellos que valorase el anexionismo, y el entrevistado respondió: “Tal vez deberíamos probar ese camino, porque por los otros no han venido los frutos deseados”.
Formado en una Cuba donde a la inmensa mayoría del pueblo la beneficiaron los logros de una Revolución que puso al país en el centro de miras del mundo, para el joven, probablemente sin una buena información, esa realidad parecería tan natural que no merecía ser tomada en cuenta. Pero no vería de igual modo las carencias que —en medio de expectativas sin precedentes— han dado pie a una vida cotidiana distante de la que la población merece y la dirección revolucionaria se había planteado propiciarle.
Que por diversas razones la anexión carezca de camino, no basta para menospreciar el efecto que el anexionismo tuvo, y pudiera aún hoy tener, al generar en algunos la ilusión de que valía la pena zafarse de España aunque fuera para quedar bajo el poder de los Estados Unidos. La vanguardia revolucionaria necesitó combatir de diversos modos maniobras anexionistas y autonomistas. Convencido de que Cuba debía “ser libre de España y de los Estados Unidos”, en su brega organizativa y suasoria José Martí sintetizó la experiencia precedente y puso en tensión un decir que fue parte de su hacer.
Se pronunció asiduamente contra autonomistas y anexionistas. Desconocerlo se explicaría por un conocimiento escaso o nulo de su obra, o por el deseo de que hoy no se combata lo heredado de aquellas tendencias. A manera de clímax, no aisladamente, en su discurso del 26 de noviembre de 1891 Martí sintetizó su proyecto unitario basado en el plan de fundar una república “con todos, y para el bien de todos”; pero sabía que de ese ideal se autoexcluían las fuerzas opuestas a la revolución emancipadora, y lo expuso también con claridad no solo en ese texto.
Hasta que el independentismo se afianzó como la opción representativa y guía de la patria, no tanto quizás las cúpulas de aquellas tendencias, pero sí sus seguidores de filas, podían ser honrados al resignarse con la idea de que la anexión o una relativa autonomía eran ventajas suficientes para Cuba. Al estudiante de marras había derecho a pedirle que valorase las grandes realizaciones del país y que, sin soslayar ineficiencias y errores internos, al considerar las frustraciones tuviera en cuenta los hechos militares y terroristas y el férreo bloqueo con que le ha causado a Cuba graves estragos el imperio que desde el siglo XIX ha tenido el apoyo de anexionistas y de autonomistas.
Pero, si aquel joven podía ver las realizaciones del país como naturales, el bloqueo, de tan establecido, y de tan santificado por medios dominantes, acaso no lo tendría ni presente, o no le reconocería fuerza bastante para ser tan nocivo como ha sido para Cuba. Hasta quizás creería que era un pretexto de esta para justificar sus errores.
Cabría tal vez relacionar la respuesta del joven, por descabellada que se estime o sea, con insatisfacciones que perduran tras décadas de programa revolucionario. Si a este lo ha signado el fin de construir una sociedad socialista, el capitalismo en general, más que en particular la opción anexionista —aunque sea inseparable de él—, puede en algunos generar la ilusión de que ese sistema, con siglos campeando en el planeta, tiene lecciones que dar para transformar el país, o hasta ser el camino para conseguirlo.
Con su currículo de negocios, y con poderosos medios (des)informativos a su servicio, el capitalismo ha logrado que para muchos su imagen sea la de los millonarios de Londres, París o Nueva York, ni siquiera la de los pobres del Reino Unido, Francia o los Estados Unidos. Para no hablar de Burundi, Burkina Faso o Haití.
Ha conseguido que se consideren exclusivamente suyos logros básicos de la humanidad, no digamos ya los ideales de libertad, igualdad y fraternidad, y en general los derechos humanos que la burguesía en ascenso capitalizó desconociendo a los humildes que la siguieron en la lucha. También pasan como patrimonio suyo la puntualidad, la eficiencia económica, la disciplina social y otras virtudes colectivas apetecibles, sin las cuales no habrá proyecto político ni social que pueda sostenerse con eficacia y prosperidad.
Los esclavos de cualquier época ¿podían faltar al trabajo cuando querían y desobedecer al amo sin exponerse al castigo físico? ¿Era dable a los siervos ignorar que tenían que acatar la voluntad del señor feudal o morir de hambre? El capitalismo sustituyó cepo y látigo, y señorío, por salario e hipotecas. Cuando avanzó la tecnología y tras largas luchas se generalizó la jornada de ocho horas, logró que la plusvalía se concentrara con mayor provecho para él que en jornadas más largas. Aun así, no siempre ni en todas partes se ha acatado la conquista de las ocho horas, violada incluso a golpe de leyes.
Eso no debe olvidarse en parte alguna del mundo, ni siquiera en Cuba, donde hoy, en medio del crecimiento de la propiedad privada, parece que algunos dueños olvidan lo que significó aquella conquista para los trabajadores. Urge mantener la orientación justiciera, aunque algunos de estos disfruten perder sus derechos a cambio de salarios más altos que los que la administración estatal ha estado en condiciones o ha sido capaz de propiciarles a quienes, al laborar en el ámbito con que ella está centralmente responsabilizada, garantizan el predominio del modo de producción socialista.
Dar por sentado que la eficiencia y el orden son patrimonio exclusivo del capitalismo es una manera vigorosa de rendirle culto a ese sistema. Resulta cuando menos curioso que algunos se muestren más que nunca apasionados citadores de Lenin y del Che al recordar que ambos, como seres inteligentes que eran, comprendieron que los afanes socialistas debían aprender de cuantas experiencias humanas les fueran útiles, incluidas las del largo y contemporáneo capitalismo. Pero a menudo no recuerdan con igual pasión que ambos insistieron en la necesidad de que, si se trataba de edificar el socialismo, no se debía incurrir en el riesgo de perder la orientación necesaria para ello.
No estará de más recordar también que Lenin no dirigió una realidad ejemplar, idílica, sino la cruda de un territorio poco desarrollado y con no pocos rasgos de modo de producción asiático, lo que cabría asimismo decir de otros intentos de real o sedicente construcción socialista. En cuanto a poner juntos en el mismo saco de opciones a Lenin y al Che, parece impreciso, o más, desconocer las críticas del segundo a la Nueva Política Económica (NEP), diseñada con la guía del primero.
Se sabe que lo trazado por Lenin se incumplió en gran medida después de su muerte, aunque no siempre fuera por actos de mala fe y traiciones. Cuéntense también las posibilidades permitidas por la terca realidad. Pero no es necesario negarle la sal y el agua al capitalismo para considerar injusto atribuir a Lenin o al Che el olvido de que ese sistema tiene al menos un gran defecto: se sustenta sobre la injusticia social, por la que a toda costa la minoría acumula millones de millones, norma inmoral que dicho sistema cuida para seguir existiendo. Aquellos dos revolucionarios no perdieron de vista que la mayor virtud con que está responsabilizado el socialismo es la búsqueda de la equidad social sobre bases económicas y éticas democráticas, y siempre que descuida esa orientación lo paga caro. De poco suelen valer las autocríticas, y menos si son tardías.
Para Cuba el ideal de la equidad precedió al proyecto socialista, que sería irresponsable explicar como un mero saldo oportunista de la hostilidad imperial y la ayuda soviética. Ideólogo y dirigente de un frente de liberación nacional, Martí aportó una ética iluminadora incluso para el socialismo por construirse. En “Nuestra América”, ensayo de 1891, señaló como raíz de las frustraciones de la independencia latinoamericana el no haber hecho “con los oprimidos […] causa común para afianzar el sistema opuesto a los intereses y hábitos de mando de los opresores”. Ya en Versos sencillos había expresado: “Con los pobres de la tierra / Quiero yo mi suerte echar”.
Si en el artículo titulado precisamente “Los pobres de la tierra”, y publicado en Patria el 24 de octubre de 1894, sostuvo que a la república por la que se luchaba nadie podía “llevar moldes o frenos”, también elogió en primer término el aporte de los trabajadores a “la patria, ingrata acaso, que abandonan al sacrificio de los humildes los que mañana querrán, astutos, sentarse sobre ellos”. Desde su personal honradez les dijo a los pobres: “Sépanlo al menos: no trabajan para traidores”, y ya antes, previendo que la independencia podía ser insuficiente para alcanzar la equidad necesaria y justa, en “¡Vengo a darte patria!”, aparecido en el mismo periódico el 14 de marzo de 1893, había declarado: “Volverá a haber, en Cuba y en Puerto Rico, hombres que mueran puramente, sin mancha de interés, en la defensa del derecho de los demás hombres”.
Ni siquiera por la ardua búsqueda de la unidad necesaria renunció Martí a exponer los ideales con que concebía una independencia inseparable de la justicia social, ni a librar la lucha de pensamiento requerida en el seno del propio independentismo. Hoy, la Revolución que lo ha reconocido como su autor intelectual está llamada a no disimular ni ocultar el alcance limitado de determinadas medidas que necesite poner en práctica. Mucho menos aún ha de renunciar a defender el alcance justiciero mayor que debe tener como guía, lo que implica batallas cotidianas.
Ambrosio Fornet, quien ha contribuido a esclarecer qué fue la realidad calificada por él como “quinquenio gris”, y ha refutado por igual a plattistas y platistas —ya sean unos y otros los mismos o primos putativos— se ha referido al hecho de que, para salvar en las actuales circunstancias un proyecto socialista, Cuba necesitará aplicar prácticas consideradas propias del capitalismo. Pero también se ha preguntado cuántas, hasta qué punto y de qué modo le será factible asumirlas sin dejar de ser socialista. Tal es el ser o no ser de la Revolución Cubana, según el articulista le oyó a Fornet sostener en la Casa de las Américas, en un panel presenciado por el Comandante en Jefe Fidel Castro.
Fornet no propuso un cartabón teórico, dogmático, sino una tabla de sentido común y, por tanto, extraordinario. Cuba tendrá que seguir actuando en un entorno regido por el poderío imperialista y, para ella en particular, por un bloqueo que no cesa y, si cesara, no sería precisamente para facilitarle su existencia socialista, sino para torcérsela. Debe Cuba, pues, hilar fino, y sin demoras —se podrán necesitar pausas y replanteamientos, y máxima cautela, pero demoras excesivas le resultarían fatales—, en pos de una economía solvente y una vida cotidiana amable, con una prosperidad signada por una ética profunda, inseparable de la equidad, la justicia y la democracia.
En su pueblo hay luz y capacidad de esfuerzo bastantes para enfrentar desafíos, pero esa luz y esa capacidad son un tesoro que sería inútil guardado en arcas bajo llave, y se dilapidaría en esperas y tanteos de ciego. El concepto de Revolución legado por su líder está para usarlo bien, no para citarlo cansonamente sin buenos resultados. La fuente de enseñanzas concretas puede hallarse en todo el mundo, pero no podrá olvidarse que el tronco de la República es y debe estar en su historia y sus caminos, y en sus recursos.
Para deslumbramientos habrá siempre ocasiones e imágenes. A una abuela le cabrá sentirse dichosa de que su nieta preferida haya cazado a un sueco y se haya ido a hacerse la sueca. En un ejemplo concreto llegado al articulista, la abuela comenta cuán agradecida se siente de las remesas que le envía la nieta, y cuánto desea que Cuba finalmente se convirtiera en la Suecia de América. Otro miembro de la familia, jocoso, criollo de raíz, le respondió: “Abuela, ¿tú quieres que Cuba se suecide?”
Tela hay para cortar. Solo falta que, en nombre de la libertad de expresión, no se llegue a suponer que el derecho a manifestarse les pertenece nada más a los partidarios del capitalismo y sus lecciones sacrosantas, mientras que a los defensores del socialismo les toca guardar silencio. Asoman indicios de que hay quienes estiman necesaria una cruzada de pensamiento y bytescontra la idea socialista y el correspondiente propósito de que cada vez menos jóvenes —o no jóvenes— crean valedero decir: “Debemos probar la opción del capitalismo, porque la otra no ha traído los frutos deseados”.