Cuando el 4 de julio de 1776 se firmó su Declaración de Independencia, las que habían sido Trece Colonias británicas merecieron admiración y suscitaron grandes esperanzas. Fue el primer territorio de las Américas convertido en nación soberana, libre de un dominio europeo, y nimbada con la imagen de una república nacida para consumar ideales de democracia y libertad.
Pocos años después se da contra el colonialismo francés la Revolución de Haití, que el 1 de enero de 1804 proclamará su independencia. Fue el primer pueblo que la alcanzó en tierras latinoamericanas. Pero se le hizo pagar muy caro la osadía. Lo castigarían y siguen castigándolo hoy los representantes, beneficiarios y sirvientes del pensamiento dominante de entonces, que perdura, regido por intereses materiales y calzado por espejismos. Entre estos tenía y tiene gran peso en sí, y como virus que infecta todo el entramado social —incluidas las víctimas—, una lacra cultivada como instrumento para dominar a grupos humanos y a pueblos enteros, y que durante siglos se ha llamado racismo, aunque está demostrado que en la humanidad no existen razas.
Tal pensamiento no podía dejar impune el desacato que para los poderes hegemónicos representaba el ejemplo de un pueblo que, formado primordialmente por esclavos “negros”, se permitió desafiar a la Francia esclavista. Allí la burguesía, como en la generalidad del planeta, capitalizó para sí las aspiraciones de Libertad, Igualdad y Fraternidad con que la emblemática Revolución Francesa de 1789 se había hecho admirar en el conjunto humano.
A la república instaurada en una parte de la América del Norte, y cuya Declaración de independencia postulaba que todos los seres humanos habían sido creados iguales, la prestigiaba la aureola de sí misma propalada por una nación que se formó a partir del núcleo de ingleses llegados a esa comarca para zafarse de la dominación monárquica en su nación de origen. El prestigio de esa nación —llegado a la actualidad por muchos caminos: entre ellos la canción Now!, que idealiza a sus fundadores y dio lugar al memorable documental cubano homónimo— lo propala una poderosa maquinaria cultural, que edulcora lo hecho por las armas, la dominación y el saqueo.
La fuerza dominante en las Trece Colonias, aquellos colonos que procedían de Inglaterra, y sus descendientes, arremetieron contra los pobladores originarios del territorio. A los sobrevivientes los confinaron en reservas equivalentes al apartheid que el propio colonialismo británico impuso en Sudáfrica. Simultáneamente explotaron la mano de obra esclava, “negra”, trasladada de África a tierras americanas con los criminales manejos de la trata.
Si todos los colonialismos y modos de esclavitud son odiosos, el británico sobresalió entre ellos por la tenacidad con que segregó a los seres humanos que consideraba inferiores. A los arrancados de África y a los descendientes de estos en todo el ámbito dominado por él los discriminó no solo hasta el punto de mantenerlos esclavizados después de firmarse la independencia nacional. También, marginación mediante, se las arregló para privarlos masivamente del pensamiento que pudo haberlos estimulado a considerarse a sí mismos como lo que son: hijos de países —incluyendo los Estados Unidos— que, al igual que todos sus otros pobladores, tenían y tienen derecho a transformar.
En tal práctica —asociable asimismo al modo como en general se ha tratado a los inmigrantes— se halla uno de los más perversos recursos de dominación empleados particularmente en los Estados Unidos antes y después de constituirse como nación. Ese país representó y privilegió el triunfo de la avanzada británica trasladada a la América del Norte, y, si de poderío e influencia se trata, no tardó en desplazar a la madre putativa de la cual procedían. Ello explica las relaciones de complicidad, paternalismo y supeditación apreciables entre la vieja metrópoli y la nueva surgida de sus Trece Colonias, y esa realidad se tornó ostensible en el siglo XX, no solo con la OTAN.
El afán de conquista mantenido por las fuerzas sociales que formaron para sí la nueva nación, no terminaría en su territorio. Al bautizarse Estados Unidos de América mostraran —lo han señalado distintos autores— su voluntad de apoderarse de todo el continente. No poco han logrado si, incluso, se tiene en cuenta la inercia o desprevención —no se mencione, de momento, la complicidad lacayuna, que sería ingenuo descartar— con que también en otras lenguas, como el español, y hasta por parte de antimperialistas conscientes, se acepta de hecho, si no que los Estados Unidos son América, como se autodenominan en inglés, sí que a sus naturales les corresponde la primacía, cuando no el derecho absoluto, en el uso del gentilicio los americanos. A falta de un nombre propiamente nacional, les corresponde el derivado de su estructura política, estadounidenses, ni siquiera —de manera exclusiva— norteamericanos, que pertenece por igual a México y a Canadá.
La voraz geofagia quedó lejos de expresarse solamente en el nada neutro plano lexical: tuvo, sobre todo, caminos políticos, prácticos. En lo relativo a Cuba, no fue necesario esperar a que en 1923 se acuñase la expresión fruta madura, símbolo de toda una política nacida mucho antes. El mismo Thomas Jefferson que redactó la Declaración de Independencia, en 1805 expresó el interés de apoderarse de Cuba por razones estratégicas, y en 1820, ya tercer presidente de la nación, instruyó a su secretario de Guerra dar pasos para que esa finalidad se cumpliera pronto. Nacía contra este país un proyecto imperial que no ha cesado, aunque unas pocas veces el imperio haya cambiado de apariencia y de táctica, y sustituido, a nivel de promesas, el garrote por la zanahoria.
Las razones indudables por las que Simón Bolívar merece el título de El Libertador incluyen no solamente su colosal aporte a la lucha por la independencia de América contra la metrópoli española, sino también su temprana previsión sobre el peligro que para estos pueblos encarnaba la nación representada por George Washington, su primer presidente, y por Jefferson, entre otros. Cuando por ilusión o ignorancia crecía la imagen de esa naciente potencia como un modelo a imitar o posible garante de libertades, en carta fechada el 5 de agosto de 1829, en Guayaquil, y dirigida al coronel Patricio Campbell, representante de Gran Bretaña en los Estados Unidos, el zahorí Bolívar los caracterizó al decir que parecían “destinados por la providencia para plagar la América de miseria en nombre de la libertad”. Es una realidad que asedia a numerosos países y, de hecho, a la humanidad toda. ¿No está a la vista hoy en Venezuela? ¿No lo ha sufrido Cuba? La han sufrido y sufren muchos pueblos del mudo.
Para guiarse por tal luz no necesitó Bolívar siquiera que ocurriese la guerra que, azuzada a partir de conflictos fabricados con ese fin, los Estados Unidos lanzaron contra México entre 1846 y 1848, y les sirvió para arrebatar a la patria de Juárez más de la mitad de su territorio. En el afán de zafarse de España, como en el caso de Cuba y de Puerto Rico, aún sometidos a ella hacia finales del siglo XIX, o de revertir el atraso material dejado por la decadente metrópoli en sus otrora colonias, todavía bien avanzada la centuria había quienes volvían la vista a los Estados Unidos como supuesto paradigma de desarrollo o posible aliado en ansias de emancipación. Pero ello no se explica por falta de hechos que mostrasen la verdad sobre los rumbos de esa nación, ni porque no hubiera latinoamericanos y caribeños dignos y veedores.
Apenas contaba dieciocho años cuando en 1871, a poco más de dos del estallido en su patria del levantamiento del 10 de octubre de 1868, José Martí se refirió en términos clarísimos a la naturaleza de los Estados Unidos. En el cuaderno de apuntes numerado 1 en sus Obras completas anotó: “Los norteamericanos posponen a la utilidad el sentimiento.—Nosotros posponemos al sentimiento la utilidad”. Tal observación le permitió hacer inferencias en cuya base situó lo que no cabe tomar sino como alusión a los Estados Unidos que, sin reconocer la causa cubana, comerciaban con España mientras esta lanzaba todo su poderío contra Cuba: “Y si hay esta diferencia de organización, de vida, de ser, si ellos vendían mientras nosotros llorábamos, si nosotros reemplazamos su cabeza fría y calculadora por nuestra cabeza imaginativa, y su corazón de algodón y de buques por un corazón tan especial, tan sensible, tan nuevo que solo puede llamarse corazón cubano, ¿cómo queréis que nosotros nos legislemos por las leyes con que ellos se legislan? // Imitemos. ¡No!—Copiemos. ¡No!—Es bueno, nos dicen. Es americano, decimos”.
Extendiéndose sobre diferencias culturales y de idiosincrasia que mediaban entre los Estados Unidos y la que él no tardará mucho en llamar nuestra América, añadió: “Nuestra vida no se asemeja a la suya, ni debe en muchos puntos asemejarse. La sensibilidad entre nosotros es muy vehemente. La inteligencia es menos positiva, las costumbres son más puras ¿cómo con leyes iguales vamos a regir dos pueblos diferentes? // Las leyes americanas han dado al Norte alto grado de prosperidad, y lo han elevado también al más alto grado de corrupción. Lo han metalificado para hacerlo próspero. ¡Maldita sea la prosperidad a tanta costa!”
Pensando en los seducidos por la nación del Norte, a quienes seguirá refutando hasta caer en combate —su legado continúa refutándolos de raíz—, escribe en el citado cuaderno: “Y si el estado general de ilustración en los Estados Unidos os seduce, a pesar de la corrupción, de su metalificación helada, ¿no podremos nosotros aspirar a ilustrar sin corromper?” Su vida la puso medularmente al servicio de ese afán creativo, tanto con trincheras de ideas como con trincheras de piedra. Atento a nuevas señales de pretensiones de seguir saqueando a México, y, sobre todo, a las maquinaciones en el comercio con los países que, como el propio México, se habían independizado de España, y a los planes que se urdían con respecto a Cuba y a Puerto Rico, Martí creció como guía de la causa independentista cubana, con alcance continental y aun planetario.
No por casualidad al pensar en Cuba podía tener la mente puesta en los Estados Unidos: sabía no solamente los peligros que para su patria y nuestra América toda venían de allí, sino también las falsas expectativas de algunos con respecto a la voraz nación. En el periódico Patria publicó el 14 de enero de 1893, acerca del crecimiento del Partido Revolucionario Cubano que él encabezaba y había fundado el año anterior, el artículo “Cuatro clubs nuevos”, donde sostiene: “Independencia es una cosa, y revolución otra”, e ilustra sus palabras con este ejemplo: “La independencia de los Estados Unidos vino con Washington; y la revolución cuando Lincoln”.
Que para él lo revolucionario radica en la erradicación de la esclavitud lo confirma también al rendir homenaje a Carlos Manuel de Céspedes y a Ignacio Agramonte en el artículo que les dedica en 1888 al celebrarse el vigésimo aniversario del estallido insurreccional del 10 de octubre de 1868. Acerca en particular de Céspedes, que encabezó el levantamiento, expresa: “no fue más grande cuando proclamó a su patria libre, sino cuando reunió a sus siervos, y los llamó a sus brazos como hermanos”.
El Abraham Lincoln por cuya muerte llevaron crespón de luto el adolescente Martí y otros estudiantes de La Habana de su tiempo, ha pasado a la historia por su papel en la abolición de la esclavitud, un mal que perduró en los Estados Unidos hasta años después de la independencia. Martí ciertamente lo admiraba, pero no acríticamente. Le recriminó el haber prestado atención a un consejero que le propuso apoderarse de Cuba y convertirla en basurero donde echar a quienes el pensamiento racista dominante en los Estados Unidos menospreciaba. Resulta significativo como lo valora Martí dentro de la realidad de aquella nación.
Ante los delegados hispanoamericanos a la Conferencia Internacional Americana celebrada entre 1889 y 1890 en Washington como parte de los planes de los Estados Unidos de dominar económica y políticamente a la América toda, pronunció Martí el 19 de diciembre del primero de esos años, en Nueva York, el discurso conocido como Madre América. Consciente de que en el auditorio, formado por personas influyentes en nuestros pueblos, había quienes estaban más o menos seducidos por la nación anfitriona, dijo: “De lo más vehemente de la libertad nació en días apostólicos la América del Norte. No querían los hombres nuevos, coronados de luz, inclinar ante ninguna otra su corona”, y poco después apunta: “Del arado nació la América del Norte, y la española, del perro de presa”.
Pero no era él de los que idealizaban la colonización británica —con cuyos voceros se vincula el fomento de la leyenda negra contra la colonización española— ni mucho menos a los Estados Unidos. De lo primero da fe el hecho de que, antes de lo que acaba de citarse, dejó claramente dicho en el discurso: “Pero por grande que esta tierra sea, y por ungida que esté para los hombres libres la América en que nació Lincoln, para nosotros, en el secreto de nuestro pecho, sin que nadie ose tachárnoslo ni nos lo pueda tener a mal, es más grande, porque es la nuestra y porque ha sido más infeliz, la América en que nació Juárez”. Salvo que se opte por ser ignorante, es difícil no asociar ese juicio con lo que había padecido México por la voracidad estadounidense.
En cuanto a su visión de la libertad alcanzada en aquel país, son también rotundos sus juicios relativos a su guerra de independencia y al camino abierto por ella. En términos que remiten a la ayuda que la nación norteña había recibido de pueblos de nuestra América, incluida Cuba, y a su actitud de indiferencia o de hostilidad hacia la independencia de estas tierras, dijo: “El pueblo que luego había de negarse a ayudar, acepta ayuda”, y entonces plasma esta generalización: “La libertad que triunfa es como él, señorial y sectaria, de puño de encaje y de dosel de terciopelo, más de la localidad que de la humanidad, una libertad que bambolea, egoísta e injusta, sobre los hombros de una raza esclava”.
Entonces viene lo que logró Lincoln, valorado por Martí tras decir de esa masa esclavizada: “antes de un siglo echa en tierra las andas de una sacudida”. Es cuando emerge la figura de aquel presidente que ha sobresalido por sus virtudes entre los de su país: “y surge, con un hacha en la mano, el leñador de ojos piadosos, entre el estruendo y el polvo que levantan al caer las cadenas de un millón de hombres emancipados”.
Frente a las fuerzas y ambiciones desatadas, no bastó el valor personal de un presidente que, como otros de su país, moriría víctima de un atentado. Así vio Martí a los Estados Unidos que salieron de la contienda entre el Norte, de más moderno desarrollo capitalista, y el Sur, que había conservado la esclavitud: “Por entre los cimientos desencajados en la estupenda convulsión se pasea, codiciosa y soberbia, la victoria; reaparecen, acentuados por la guerra, los factores que constituyeron la nación; y junto al cadáver del caballero, muerto sobre sus esclavos, luchan por el predominio en la república, y en el universo, el peregrino que no consentía señor sobre él, ni criado bajo él, ni más conquistas que la que hace el grano en la tierra y el amor en los corazones,—y el aventurero sagaz y rapante, hecho a adquirir y adelantar en la selva, sin más ley que su deseo, ni más límite que el de su brazo, compañero solitario y temible del leopardo y del águila”.
No por gusto el día antes de morir en combate, Martí —quien había inaugurado en Patria una sección para difundir en Cuba y otros pueblos de nuestra América “La verdad sobre los Estados Unidos”, título del artículo con que la anunció— le expresó en carta testamentaria a su amigo mexicano Manuel Mercado que todo cuanto había hecho, y haría, tenía un propósito cardinal: contribuir a poner freno a los planes de los Estados Unidos contra nuestra América. Esos planes —lo sabía Martí, quien lo expuso igualmente en otros textos— buscaban dominar al mundo.
Del país que, nacido de las Trece Colonias británicas, Martí conoció y denunció, viene coherentemente la potencia imperialista que hoy sigue tratando de someter a su antojo, para usurpar sus recursos, a la humanidad toda. Poco importa que el cabecilla, el césar de turno, tenga talante de orador instruido y de buenas maneras o sea, por el contrario, un negociante burdo, megalómano y atorrante.
Que ante las poses y la pericia oratoria del primero alguien quiera creer que el imperio ha cambiado en su esencia, no es algo que deba asombrar. Allá quienes se hayan dejado obnubilar por él, y quienes, ante su sucesor, hayan sido capaces de considerar que en la Casa Blanca se ha alojado alguien que no representa al establishment porque exhibe ademanes de nuevo rico tipo selfmade man, o incluso hayan creído que se alejaba de la política imperialista al declarar que su país debía distanciarse de la guerra, una opción que, incluso pensada solo con sentido práctico —sería mucho pedirle un sentido moral—, ciertamente le convendría más. Su modo de pertenecer al establishment está tan a la vista como su condición de representante del imperialismo belicista se ha comprobado en su accionar, que incluye el haber lanzado en Afganistán la llamada madre de todas las bombas. Por lo demás, ya en su tiempo Martí refutó a ciegos y desleales.