Nunca ha habido disculpas ni muestras de arrepentimiento en relación con la toma de la genocida decisión de lanzar bombas atómicas sobre las dos superpobladas ciudades mártires japonesas.
Fuente: ALAI
El primero de noviembre se cumplirá una década de la muerte del Brigadier General Paul W. Tibbets Jr., quien piloteara el avión estadounidense que el 6 de agosto de 1945 dejó caer sobre la ciudad japonesa de Hiroshima, para escarnio de la humanidad toda, la primera de las únicas dos bombas atómicas que han estallado sobre centros poblados en la historia de la humanidad.
Tibbets, comandante del “Enola Gay”, superfortaleza B-29 que dejó caer su mortífera carga en los días finales de la Segunda Guerra Mundial asesinando o mutilando a no menos de un cuarto de millón de civiles de un solo golpe, falleció tranquilamente en su hogar sin dar señales de arrepentimiento por su hegemónica participación en aquel monstruoso crimen, cuando la conclusión de la guerra estaba ya definida y la rendición de Japón era apenas cuestión de horas de negociaciones diplomáticas ya en curso.
La explosión, el fuego y la radiación de la bomba lanzada por Tibbets sobre Hiroshima constituyen uno de los actos terroristas más salvajes y cobardes llevados a cabo por Estados Unidos, y por cualquier otra nación, en la historia bélica del mundo.
Murieron casi instantáneamente en Hiroshima, en ese primer bombardeo atómico de aéreas pobladas en la historia del mundo, unas a 140.000 personas – incluyendo una docena de aviadores estadounidenses apresados por los japoneses y miles de trabajadores coreanos reclutados por la fuerza por los nipones como mano de obra durante la guerra.
Otras 70.000 personas sucumbirían tres días más tarde en el bombardeo atómico de Nagasaki, también ejecutado por Estados Unidos como parte del mismo proyecto criminal, diseñado más como arma de posguerra que para influir en la ya decidida Segunda Guerra Mundial.
Un número mayor aún de seres humanos fueron heridos y quedaron con horribles cicatrices que les marcaron durante toda su triste supervivencia. La mayoría de las víctimas de la bomba eran mujeres, niños, ancianos y otros civiles que no habían tenido participación directa alguna en la guerra.
Setenta y dos años después del bombardeo atómico de Hiroshima, los gobernantes estadounidenses debían estar en condiciones de responder honestamente las preguntas históricas y morales que rodean a ese terrible acontecimiento, de la misma manera que los norteamericanos y la humanidad toda había exigido legítimamente que Alemania y Japón se arrepintieran por su participación dirigente en tantos episodios dolorosos en la II Guerra Mundial.
La bomba atómica que con inaudita premeditación y alevosía lanzara Estados Unidos sobre las cabezas de tantos indefensos civiles sin la menor justificación, había sido bautizada con el nombre de la madre del comandante de la nave, Enola Gay, y la propia bomba fue identificada como “Little Boy” (niño pequeño), seguramente en paradójico homenaje a sus descendientes.
No obstante la sistemática manipulación de hechos históricos que caracteriza a este período, trascendió que en los momentos en que Washington dejó caer la bomba atómica sobre la muy poblada ciudad japonesa de Hiroshima, la rendición de Japón estaba siendo negociada por canales diplomáticos, con perspectivas de solución satisfactoria a corto plazo para todas las partes involucradas en el conflicto. Se hizo evidente que el propósito estadounidense era hacer ostentación de la poderosísima arma que singularmente poseía, a partir de cuyo monopolio se proponía implantar una dictadura a escala global. Japón se rindió incondicionalmente el 15 de agosto de 1945, nueve días después del bombardeo de Hiroshima. Grupos de ciudadanos nipones sobrevivientes de la bomba atómica y ciudadanos de todo el mundo han llamado de manera reiterada, desde entonces, al gobierno de Estados Unidos a pedir disculpas por los inhumanos bombardeos de Hiroshima y Nagasaki.
En contraposición, algunos veteranos estadounidenses – ex prisioneros de guerra en Japón- se han opuesto al ofrecimiento de tales disculpas, argumentando engañosamente que los bombardeos atómicos gemelos (Hiroshima y Nagasaki) salvaron vidas porque apresuraron el final de una larga y cruel confrontación bélica.
En mayo de 2016, el entonces presidente Barack Obama, se convirtió en el primer presidente de Estados Unidos que se atrevió a realizar una visita a Hiroshima luego de la guerra.
«Llegamos a Hiroshima para reflexionar sobre las terribles fuerzas desencadenadas en un pasado no tan lejano. Venimos a llorar a los muertos», dijo Obama en un discurso que formuló en el Parque Memorial de la Paz de Hiroshima. Cuidadosamente se centró en la reconciliación y evitó o evadió inquietantes preguntas sobre culpas y responsabilidades por aquella monstruosidad.
Pero nunca ha habido disculpas ni muestras de arrepentimiento en relación con la toma de la genocida decisión de lanzar bombas atómicas sobre las dos superpobladas ciudades mártires japonesas.