Juan Carlos Onetti
La llamada posverdad viene a ser, en nuestros días, un juego de palabras, un eufemismo que expresa una de las mayores contradicciones del tiempo actual. Se nombra con la palabra verdad aquello que puede encubrir una mentira, una falsedad, una emoción y en definitiva una desinformación.
Hay quienes señalan que su origen viene desde los años 80’ y quienes indican que la era de la posverdad comenzó con la campaña electoral de Obama y/o de Trump. Para unos se trata del lado emocional de los hechos por encima de la verdad fáctica y para otros, es simplemente la mentira que gana opinión pública a su favor.
A estas alturas, puede advertirse que en tiempos de comunicación cibernética, la posverdad es una tendencia en constante crecimiento tanto en los medios masivos como en las redes sociales. El/la lector, internauta o público está expuesto a la emisión de una verdad aparente, sobre la cual, una vez difundida, puede que se llegue a conocer la versión real o no.
En el caso de la desaparición de Santiago Maldonado —aún no esclarecida— el otro día corrió por el twiter la versión de que su cadáver había sido encontrado en un lugar remoto de Argentina. ¿La fuente? Un sitio web denominado 12minutos.com donde indica: “Crea tu noticia falsa y engaña a todos tus amigos. Puedes compartir la noticia en cualquier red social. ¿Qué esperas para empezar?”.
En la política
Con esas características, la posverdad le cae como anillo al dedo a la política. De hecho ya es parte de los conceptos de la cultura política. En el área de la comunicación política, la propaganda o el marketing son hoy las herramientas que más se vale de la posverdad. Apelando a mensajes cargados más de emociones que de razones, la disputa por el sentido común se convierte en un campo de mentiras, falsedades o verdades aparentes. Gana él que seduce con ellas.
Jorge Tirzo, periodista mexicano, en un escrito reciente define a la posverdad como lo “relativo o referido a circunstancias en las que los hechos objetivos son menos influyentes en la opinión pública que las emociones y las creencias personales”. Y determina un procedimiento que opera gracias al internet y su influencia en la sociedad, de tal modo que las redes sociales, medios ultramasivos de comunicación, no sólo multiplican un mensaje de postverdad, sino que marcan tendencias de comportamientos, a partir de procesos comunicativos. Veamos ese modus operandi:
– Un usuario con una agenda propia genera contenidos virales: A veces legítimos, a veces falsos, algunos propagandísticos, otras como distractores. Esta vez fue un alumno que quería hacer daño al profesor; a veces son políticos que quieren perjudicar a otros.
– Otros usuarios (reales o falsos) comienzan a replicar la información: Algunos son personas reales pero desinformadas que caen en el anzuelo. Muchos otros son robots programados para hacer más visible el tema.
– Algunos medios (a veces por despiste, otras por línea editorial) republican estos contenidos. La mayoría de las veces sin verificar ni hacer mayor investigación.
– Más usuarios se enteran por estos medios tradicionales con muchos seguidores. La información se replica a más usuarios. Esto la coloca en más medios. Inicia el círculo vicioso de la desinformación…
– Aunque haya nueva información, muy pocos medios rectifican. La mayoría dejan colgadas las notas con información falsa y jamás se piden disculpas. En tiempos de Internet donde actualizar una página web es muy sencillo, las erratas deberían estar en el mismo texto original para contextualizar la situación. Pero no. Se crea una nueva nota con un título distinto y sin vínculo a la original. Tal vez porque así hay una nueva página a la que traer usuarios y con la cual poder ganar más clics.
“Campañas permanentes”
El desarrollo de esos procesos comunicativos deriva en que los calendarios políticos ya no sean sólo electorales, sino que al paso de la velocidad de las tecnologías de la información y comunicación, las “campañas son permanentes”, sistemáticas, tal como sostiene el brasileño Francisco Ferraz, en su texto especializado sobre ellas.
Ejemplos de posverdad abundan, son de colección. Países como EEUU, Venezuela, Argentina, Brasil y Bolivia son candidatos constantes en el ranking de la posverdad. Una práctica comunicacional y política que ya cuenta con un nivel de fabricación masiva y financiada, con equipos especializados multidisciplinarios jóvenes, de preferencia. Ciertos personajes, del mundo político y la farándula, con más intensidad, pasan a ser —con más frecuencia—, protagonistas de la verdad aparente. Hillary Clinton, Obama, Trump, Nicolás Maduro, Cristina Fernández, Lula da Silva y Evo Morales, son algunos de ellos, cuya presencia gravitante en la geopolítica regional y mundial es inexorable.
En Bolivia rescatamos con honores, para la historia de la política y la comunicación, la bullida novela de Gabriela Zapata, cuyas posverdades inundaron el espacio público y la vida cotidiana, mediante capítulos cargados de emotividad. Al cabo de meses, recién se conoció la cantidad de desinformación que escondieron las portadas impresas de los medios y las cuentas de face y twiter. Por supuesto, ninguno de ellos publicó la verdad objetiva de los hechos, de modo que debe haber gente aun creyendo en el hijo falso, la tía falsa, la abogada falsa, en fin…
Así visto el asunto, tanto Ferraz como Tirso ponen la lupa en la postverdad como nueva tendencia local y mundial. Tendencia ante la cual la sociedad de internautas está obligada a desplegar mecanismos críticos de lectura y discernimiento. ¿Volvemos al punto “Cómo leer al Pato Donald”? Quizá nunca salimos de él, sigue siendo imprescindible conocer los dispositivos del poder en todas sus variantes.
Claudia Espinoza I. Es comunicadora