Luego de participar en los homenajes rendidos a Ernesto Che Guevara, en el poblado de Vallegrande, con motivo del 50 aniversario de su caída en Bolivia, el cantor concedió a Correo del Alba el privilegio de compartir varias de sus horas en Santa Cruz, para dialogar acerca de su infancia, los trabajos musicales de sus padres, su propia trayectoria artística, la pasión por el canto y la poesía, el compromiso político, siempre en un ambiente distendido y ameno, dando muestras de su auténtico talante “esdrújulo”.
De hablar pausado, reflexivo y gran sentido del humor, hincha de Peñarol, amigo de los revoltosos y rebeldes de Nuestra América, guitarrista y compositor prolífico, don Daniel Viglietti nació el 24 de julio de 1939, en Montevideo, capital de Uruguay, y nos dejó repentinamente hace unos días.
Don Daniel, como ha cantado, creció “entre pianos azules y guitarras amarillas”. ¿Qué influencias tuvieron en su formación musical su madre, Lyda Indart, y su padre, don Cédar Viglietti? Y ¿cómo evalúa el haber estado “cruzado” tempranamente entre la música culta y la popular, entre lo clásico y lo folklórico?
Lo viví sin darme cuenta, era la vida cotidiana. Mis padres se divorciaron siendo yo muy pequeño –tenía 4 o 5 años– e hijo único, y, como solía ocurrir en esa época, los hijos del divorcio se iban con la madre, entonces me fui con mi vieja, con su familia, los Indart, que tenían una rica raíz cultural porque mi abuelo materno, de origen vasco francés –hablaba un poco ese idioma–, tenía mucho gusto por la música e hizo estudiar piano a mi madre, de hecho él dirigía el Teatro Young, que era el teatro principal de la ciudad de Fray Bentos, en el litoral uruguayo, en Río Negro.
Mi abuelo era un prohombre de Fray Bentos, adscrito a un partido tradicional como el colorado, abrazaba las ideas del “batllismo”, corriente de José Batlle y Ordóñez, que era una especie de socialdemocracia. Por ese lado me entró toda la influencia del piano de mi madre, los discos que me regalaba, que eran aquellos viejos discos de 78 rpm y que les pegabas y se partían, tenían 4 o 3 minutos por cara, contenían 2 canciones por cara, y si era música clásica tenían 4 por cara; por ejemplo, una obra larga como la “Novena sinfonía” de Beethoven llegó a infinitos discos.
Siendo un niño mi madre me regalaba esa música, porque me había impresionado una película de Walt Disney –y no dejo de ser crítico con Disney porque es un gran deformador de cosas desde el punto de vista ideológico–.
¿Se refiere a “Fantasía”?
Sí, esa película me influyó mucho, sobre todo me impactó el episodio de la prehistoria, acompañado con la “Consagración de la primavera” de Stravinski, como a los chicos de hace pocos años les pudo impresionar Spielberg. Era un fenómeno parecido.
Tenía 6 años y pedí en seguida esa música y mi madre me regaló discos de Stravinski, eran un álbum con cinco discos, una obra de 40 minutos intitulada “Petrushka”. En lo adelante, influido por el impresionismo, Bach y Beethoven sonaban en casa continuamente. También mi madre daba conciertos como solista, recitales con Orquesta, tocaba un día el “Concierto No. 1” de Tchaikovski –peligroso técnicamente–, y algunas veces el “Concierto en La” de Grieg, entre otros.
Fijate que ella tenía muchas dificultades frente al compromiso en sí, se angustiaba con el estreno de un concierto, y yo, el hijo único, como el mago de “Fantasía”, le decía: “Mamá, tu podés, afirmate”. Es curioso lo que se producía, allí ella canalizaba su amor filial y de paso se afirmaba y daba su concierto.
¿En el Uruguay de esa época era usual que una mujer pudiera ser concertista solista?
Sí, sí, ya había. Lo que no era tan común era que una mujer se fuera de la casa, que fue lo que hizo ella, porque lo común era que el hombre se fuera o que la expulsara. Pero mi madre un día decidió irse conmigo, fue una determinación bastante adelantada para la época el largarse sola y hacer su vida y la de su hijo con su piano, trabajando sin parar, después siendo profesora de música en un liceo de secundaria.
Igualmente había otra figura en los Indart, que había migrado a Montevideo tras la muerte de este abuelo que mencionaba y había empezado estudios en el Instituto Musical Sodre, que era el ámbito de la música llamémosle culta de Uruguay para hacer una carrera como pianista solista, de ópera, de ballet, de música de cámara, acompañante de cantante, o sea era una multioficio. Además estaba mi tío, José Indart, quien me influenció con su toque de jazz, tango y folklore.
¿Él es quien tocaba en los night club?
Sí, era un pianista nocturno, como lo llamo yo. Porque cenaba a las siete de la tarde y se iba a trabajar, y volvía a las cinco de la mañana. Pero aparte de eso era un gran músico, servía para muchas cosas: en la radio –no había televisión–, cuando venían grandes estrellas a cantar al Río de la Plata, aparecía haciendo los arreglos para Orquesta.
Esa fue un área de influencia que pudiéramos decir que ya estaba mezclada porque ahí mi madre hacía música culta y mi tío era mixturado, sin embargo mi madre iba y le decía: “mira, estoy estudiando la ‘Sinfonía de los Salmos’ de Stravinski y este acorde no me sale”, y mi tío, con su jazz y su tango, le aconsejaba: “te conviene esta digitación”.
¿Su tío José se había formado en Academia o era músico intuitivo?
No era músico intuitivo, había estudiado. Me acuerdo incluso que poseía un tratado de orquestación, pero no se dedicó a la música culta, aunque podría haberlo hecho. Esto fue otro toque interesante porque se iba de gira de repente con Agustín Irusta, Roberto Fugazot y Lucio Demare, un famoso trío de la época de Gardel que hizo giras por el mundo, por Barcelona, Caracas, entre otras ciudades.
Y, ¿me pudiera decir algo respecto a la rama de los Viglietti?
Claro, si pienso en los Viglietti, mi viejo me veía menos, tenía autorizadas visitas semanales –como ocurre con los hijos de los divorciados–, una guitarra folklorística, leía música –no tocaba de oído, intuitivamente–, ejecutaba obras, por ejemplo, de Abel Fleury, un guitarrista argentino que recreó y escribió “huellas”, “estilos”, “gatos”, e hizo una suerte de trabajo musical más profundo que el espontáneo e improvisado.
Mi viejo tocaba esas obras y algunos clásicos, nunca llegó a ser un virtuoso de la guitarra pero hacía un trabajo de introducción de la música uruguaya, anunciaba la obra y explicaba un poco su sentido.
¿Tocaba en público?
Sí, de vez en cuando. En realidad su profesión, sorprendentemente, era militar. Porque siendo un muchacho indisciplinado de joven, y muerto su padre que era carnicero y tocaba guitarra –de ahí viene lo de la guitarra– y además le daba unas palizas tremendas al punto que mi viejo cuando lo veía se escapaba de adolescente, mi abuela paterna lo matriculó en la Escuela Militar, aunque en un momento lo expulsaron, yo guardo la hoja que dice: “Expulsado por mala conducta”. Esto último me parece todo un orgullo porque a pesar de que los militares uruguayos no fueran tan prusianos como los argentinos o chilenos, no dejaban de ser militares y, llegado el momento, demostraron lo que en parte eran, aunque no todos.
Mi viejo perteneció a una excepción, aclaro que fue un militar demócrata, coparticipó de la fundación del Frente Amplio, tocó en actos de apoyo al Frente incluso en épocas peligrosas, y escribió libros, por ejemplo una novela en parte histórica y en parte de ficción, “El Clinudo”, referida a la vida de un matrero –un cuatrero o bandido rural– que a su vez era payador, guitarrero, fuera de la ley –una ley muy discutible e injusta, por supuesto–; hizo un lindo trabajo con ese libro que fue publicado por el Ministerio de Cultura de la época. Después publicó un libro sobre el folklore musical en Uruguay y otro que salió en Argentina, “Origen e historia de la guitarra”, que es un intento de historiar el instrumento, siempre inacabado porque la guitarra sigue su camino. Como ves, hizo más de un trabajo.
Quisiera pedirle que se refiriera a la influencia musical de su padre, don Cédar.
Con mi viejo respiré mucho la música popular, me traía discos con canciones de Antonio Tormo, un cantor argentino, porque Perón –sin hablar de política argentina, que no es mi terreno– había implantado un decreto por el cual había que difundir un alto porcentaje de música nacional y eso se hacía y repercutía en este país pequeño de al lado que éramos nosotros, el Uruguay. No hay que olvidar que estamos entre dos gigantes, Argentina y Brasil.
O sea que la influencia de mi padre fue muy grande en eso y en entender el campo, al hombre del interior, yo viví un tiempo en Minas en un momento en que él estuvo afincado, y percibí muchas cosas, aparte del amor por la naturaleza, por los ríos y el monte, muy presentes en aquella geografía. Él despertó en mí todo ese amor por la naturaleza y por el hombre del campo, que es un hombre muy callado, muy desconfiado, pero que cuando te abre su compuerta, lo hace plenamente.
Pasando a la arena musical, en una entrevista para la revista “Panorama” Ud. se declaró opositor de los “latiguillos panfletarios”, ¿por qué? ¿Qué debe caracterizar un canto emancipador?
El panfleto es un género, ¿verdad? No enjuicio de ninguna manera, ni pongo algún dedo en alto para enjuiciar canciones que sean más directas, de sentido práctico, militante, que vayan casi sosteniendo una bandera.
Cuando sostuve eso pensaba en creadores jóvenes, que se pueden ir formando, en quienes si bien en algún momento tienen esa necesaria pasión –respetable– pudieran después profundizar y salir de la canción de acción momentánea para ir a otras más profundas, vale la pena.
Lo que no me gusta es el oportunismo, es que alguien se valga de lo político para ser aplaudido, respetado o considerado, que ojalá el tipo de actitud militante sea auténtica, verdadera y no producto de un oportunismo que a veces existe. Superar lo que llamo “la danza de los ombligos”, que en ocasiones rodea el ambiente de lo artístico, para así pasar a la “danza de los abrazos”.
¿Cómo se produce el enriquecimiento de su propia obra, o por decirlo de mejor manera, cuál es el punto de inflexión que acaba por inclinarlo a lo que ha llamado “canto de propuesta”?
El punto de inflexión es el triunfo de la Revolución cubana porque en el ‘59 hace un par de años que ya estoy cantando, entonces esa irrupción nos marca a muchos y a mí me lleva, por ejemplo, a poner música a Guillén; descubrí el fenómeno del racismo a través de poemas como “Little Rock”, que es una crítica del racismo yanqui.
Está ese gran influjo de Cuba, de Guillén, de Atahualpa Yupanqui y algunas de sus canciones más directas que tienen una poesía humana profunda, de conocimiento del terruño, de la psicología del hombre del campo, canciones directas como “Basta ya” o la que hizo sobre el Che “Nada más”, aunque antes conocí “Las preguntitas sobre Dios” y “Camino del indio” –una creación fuerte que plantea una identidad indígena en ese camino poético que él construye–.
A partir de su propia experiencia personal, ¿cree que puede servir el canto para la acción emancipadora de “los condenados de la tierra”?
A veces creo que cantar puede incidir en algo en los que oyen, aunque no me hago grandes expectativas con eso. Simplemente pienso que lo poquito que puede influir es precisamente lo que me pasó a mí, que ciertas canciones tocaron mi conciencia, me mantuvieron en vigilia sobre ciertos problemas y me ayudaron a veces más que “libros rojos” a politizarme.
Esa es una característica de por qué uno hace esto o por qué cree que puede tener un cierto nivel de comunicabilidad, porque lo tuvo hacia uno un Yupanqui o, como te decía antes –en otro nivel–, la voz de un Antonio Tormo. Después de sucesivas voces y cantores, seguimos influidos, siempre aprendiendo; yo estoy aprendiendo de todo.
Siendo joven trabajó, a cuatro manos, con Juan Capagorry en un exquisito complemento poesía-canción / poeta-cantor. Labor que amplió en el exilio con Eduardo Galeano y, durante décadas, con Mario Benedetti. ¿Qué valor le ha dado a la poesía en su vida y en su trabajo?
A la poesía le di valor desde temprana época. Si ves los primeros años de mi carrera te encontrarás canciones con poesía de García Lorca, de Rafael Alberti –que se las ofrecí cuando fue de visita como exiliado español a Uruguay–, nada menos que de César Vallejo, cuyos textos trabajé en una puesta en escena muy sobriamente hecha, una lectura en escena de “España aparta de mí este cáliz”, de donde extraje “Pedro Rojas” y “Masa”, dos poemas que no canto habitualmente porque son a veces difíciles de plantear en un recital, pero que reflejan esa relación mía con la poesía.
Con el tiempo musicalicé a poetas uruguayos, quizás de los más tempranos encontramos a Líber Falco, Washington Benavides –que acaba de morir–, Cirse Maia –formidable poeta de Tacuarembó–, Juan Cunha, y por su puesto Mario Benedetti. Debo decir que no fui prolífico con Mario, no hice decenas de canciones sobre Mario, pero sí trabajé con él, ahí está el testimonio de “A dos voces”. Lo propio hice al principio con Capagorry, aunque con éste trabajamos en la composición de canciones ya que no tenía práctica para hacer la rima ni otros mecanismos propios de la canción, aunque sí las ideas y la experiencia sobre los oficios por vivir en el campo, ese disco se llamó: “Hombres de nuestra tierra”.
Para ir cerrando, le pediría que en dos palabras pudiera definir a los personajes que le nombraré:
Mario Benedetti
Un amigo entrañable. Un poeta con el que uno se podía tomar un café y hablar de su vida personal como si fuera un hermano. Agregaría el enorme creador que fue.
Eduardo Galeano
Era alguien con el que siempre se estaba aprendiendo algo nuevo porque era un narrador natural muy mágico. Un amigo con el que compartí horas muy fraternas de trabajo.
Atahualpa Yupanqui
Uno de los grandes maestro que no dan clases, de los cuales uno aprende por osmosis, viéndolos en su accionar. Siendo niño le escuché una versión de “Duerme negrito” en Montevideo y creo que eso cristalizó mi deseo de hacer esto.
Raúl Sendic
Un revolucionario de una tremenda sinceridad y honestidad, de bajo perfil, un luchador que supo estar al pie de la caña de azúcar con los trabajadores del norte y allí contribuir a germinar todo un movimiento que pasó a llamarse Tupamaros; un hombre que cumplió una función histórica y extraordinaria en Uruguay.
Hugo Chávez
Un militante que, de alguna manera, nos hizo revisar ese concepto de que “todos los militares son iguales”, hay excepciones. Chávez, a quién conocí, me sorprendió un día que me estaban trasmitiendo en la televisión venezolana, pues mientras yo cantaba “A desalambrar” él la estaba cantando.
Fidel Castro
También lo tuve cerca. Tuve el honor de que me puso en el pecho la medalla Haydée Santamaría. Fue un hombre fuera de serie. A mí no me gusta hablar de genios ni de gigantes pero él era una persona de una grandeza humana muy particular, uno de los imprescindibles de la historia.
Después de casi seis décadas de trayectoria, ¿siente que su obra “ha quedado en la casa roja de algún corazón”? Por último, ¿por qué se canta?
Si esas seis décadas fueran de edad, estaría contento. ¿Por qué se canta? Te contestaría con un poema de Mario Bendetti que me parece da respuesta a tu pregunta, le pido ayuda a Mario y su poema “Por qué cantamos”, ahí me parece que hay una explicación fantástica del por qué.
En cuanto a la primera cita –que es de una canción mía, “Cuántos quiénes”–, espero haber podido quedar un poquito en el corazón de la gente, así como puedo asegurar que tengo el corazón muy inundado, muy habitado por experiencias humanas y artísticas sensibles, por ejemplo, en este momento con la ausencia de un entrañable amigo, musicólogo brillante, compositor, docente y maestro de muchos músicos uruguayos, Coriún Aharonian, a quien hemos perdido recientemente, como si hubiese esperado hasta el 8 de octubre para poder todavía estar recordando al Che y después morir.
(Publicado en la edición boliviana de Correo del Alba no. 69, noviembre-diciembre de 2017)