Ante los voraces apetitos de las potencias europeas sobre los territorios americanos, enfrentados a los intereses expansionistas de los Estados Unidos, a fines de 1823, mediante un mensaje al Congreso, el presidente James Monroe proclamó lo que se conocería como la Doctrina Monroe: “El principio con el que están ligados los derechos e intereses de los Estados Unidos es que el continente americano, debido a las condiciones de la libertad y la independencia que conquistó y mantiene, no puede ya ser considerado como terreno de una futura colonización por parte de ninguna de las potencias europeas. […] Para mantener la pureza y las amistosas relaciones existentes entre Estados Unidos y aquellas potencias debemos declarar que estamos obligados a considerar todo intento de su parte para extender su sistema a cualquier nación de este hemisferio, como peligroso para nuestra paz y seguridad. […]”.[i]

A partir de aquel momento la “seguridad” comenzó a constituir un término clave en los discursos de política exterior de los líderes estadounidenses. Podría decirse que comenzaba el largo camino del cinismo que caracterizaría hasta la actualidad la proyección exterior de ese país. La “seguridad nacional” e incluso continental se presentaba como un fin en sí mismo, cuando en realidad sólo cumplía una función utilitaria para encubrir o justificar los verdaderos propósitos hegemónicos que perseguía el gobierno de los Estados Unidos sobre América Latina y el Caribe.[ii] Sin embargo, durante los primeros tres años que siguieron a la enunciación de la Doctrina Monroe, los países de la región la invocaron en no menos de cinco oportunidades con el objeto de hacer frente a amenazas reales o aparentes a su independencia e integridad territorial solo para recibir respuestas negativas o evasivas del gobierno norteamericano.[iii] El problema residía en que la Doctrina Monroe había sido creada para ser interpretada a conveniencia de los Estados Unidos, no por los países de nuestro hemisferio.

La Doctrina Monroe constituyó en realidad la respuesta pública del gobierno estadounidense a la propuesta del ministro de Relaciones Exteriores de Inglaterra, George Canning, de realizar una declaración conjunta angloamericana manifestándose en contra de cualquier intento de la Santa Alianza y Francia por restaurar el absolutismo de España en los territorios hispanoamericanos. 

El inteligente juego diplomático de Canning provocó agudos debates en el gabinete estadounidense. Adams comprendió de inmediato el alcance de la proposición de Canning: los Estados Unidos debían renunciar a sus planes expansionistas; especialmente sobre Texas y Cuba, que eran los que estaban sobre el tapete, a cambio de una garantía, por tiempo indefinido, del statu quo en el Nuevo Mundo. Pero el secretario de Estado de los Estados Unidos sabía que lo del peligro de nuevas colonizaciones en favor de España de la Santa Alianza y Francia sobre los territorios americanos constituía un recurso engañoso de los ingleses para atar de manos a los propios Estados Unidos en sus planes expansionistas, en especial con relación a Texas y Cuba.

Los argumentos de Adams terminaron por vencer las vacilaciones de Monroe y el secretario de Guerra, John C. Calhoun, luego de largos debates del gabinete estadounidense y de consultas a los ex presidentes Jefferson y Madison sobre qué posición debía adoptar el gobierno de Washington respecto a la propuesta inglesa.

Calhoun defendía la idea de aceptar la propuesta de Inglaterra debido a su convencimiento de la existencia de un peligro real de que la Santa Alianza restaurara a España en la posesión de sus colonias en América. Adams, sin embargo, no abrigaba ningún temor al respecto, “creo tanto que la Santa Alianza restaure la dominación española en América como que el Chimborazo se hunda en el océano”, [iv]escribía en sus memorias. Finalmente se decidió rechazar las proposiciones de Inglaterra de la manera más inteligente posible y escondiendo los verdaderos móviles de los Estados Unidos.

Adams escribió a Canning con un cinismo diplomático insuperable, que convenía con éste en todas sus proposiciones, pero que para hacer la declaración conjunta era indispensable que Inglaterra “reconociera previamente la independencia de las nuevas repúblicas del Nuevo Mundo”.[v] Podía suceder que Inglaterra, con tal de lograr la solicitada declaración conjunta, aceptara de inmediato reconocer la independencia de las nuevas repúblicas americanas. Por tal razón, el gabinete estadounidense acordó que antes de que dicha comunicación llegara a manos de Canning, el presidente Monroe enviara un mensaje al Congreso manifestándose en contra de cualquier nuevo intento europeo de apoderase de algún territorio del Nuevo Mundo. De esta manera, los Estados Unidos no quedaban comprometidos en nada y garantizaban su futura expansión territorial a costa de los territorios de Nuestra América, cumpliéndose al pie de la letra la recomendación  de Adams de que los Estados Unidos debían aprovechar la oportunidad para hacer una declaración por su propia cuenta “que ate las manos de todas las potencias, Inglaterra inclusive, pero que se las deje libres, entera, absolutamente libres en América, a Estados Unidos”.[vi] Esto se pondría aún más en evidencia, cuando el 26 de octubre de 1825, el gobierno de los Estados Unidos rechazara otra propuesta de Canning, en la que se ofrecía un acuerdo tripartito entre Estados Unidos, Francia e Inglaterra, para establecer un compromiso de garantía a España de su dominio sobre Cuba.[vii]

Como se ha visto, no había ningún noble principio a favor de la independencia de los pueblos de América Latina y el Caribe en la Doctrina Monroe, ni Estados Unidos pretendía realmente convertirse –como proclamaba cínicamente- en defensor de los intereses y derechos de nuestro subcontinente frente a las potencias extra regionales, simplemente estaba garantizando para el presente y futuro sus propios intereses de dominación sobre la región.

A ninguno de los líderes norteamericanos les pasó por la mente la idea de que la declaración de Monroe pudiera constituir un acto de altruismo o de particular amistad para con las repúblicas vecinas del sur –como lo creerían con fervor muchos gobiernos latinoamericanos durante años-, ni menos aún que ella implicara para los Estados Unidos la obligación de intervenir en defensa de cualquier país del continente que fuera víctima de una agresión externa. Para los estadistas estadounidenses, la Doctrina Monroe se limitaba a anunciar la eventual intervención de la República del Norte solo en aquellos casos y en aquellas zonas de la región en que hubiera realmente un “interés nacional”. De eso dejó constancia el propio secretario de Estado de los Estados Unidos, Henry Clay, cuando escribió a su ministro en México, Poinsett, el 29 de marzo de 1826: “Los Estados Unidos no han contraído ningún compromiso ni han hecho ninguna promesa a los gobiernos de Mejico o Suramérica, garantizándoles que el gobierno de los Estados Unidos no permitirá que una potencia extranjera atente contra la independencia o la forma de gobierno de esas naciones, ni se han dado instrucciones aprobando tal compromiso o garantía”. [viii]

Calhoun expresaría por su parte: “Las declaraciones de Monroe, no fueron sino declaraciones y nada más; declaraciones que enunciaban a las potencias del mundo que consideraríamos ciertos actos de intervención de las potencias aliadas para oprimir a las nuevas Repúblicas, como peligrosos para nuestra paz y seguridad; y que este Continente, por la libertad e independencia de que gozaban, no estaba ya sujeto a la colonización por parte de las potencias europeas. En ninguna de esas declaraciones se dice una sola palabra de resistencia armada. Nada hubo de esto, y se omitió con sobrada razón. La resistencia nos correspondía a nosotros, los miembros del Congreso; a nosotros nos toca decir si ha de haber resistencia y hasta qué grado…Todo esto debe determinarse y decidirse de acuerdo con las circunstancias del caso. Este es el único camino aconsejado por la sabiduría. No hemos de estar sujetos a que en cada ocasión se nos citen nuestras declaraciones generales, a las que se les pueden dar todas las interpretaciones que se quiera. Hay casos de intervención en que yo apelaría a los azares de la guerra con todas sus calamidades. ¿Se me pide uno? Contestaré. Designo el caso de Cuba. Mientras Cuba permanezca en poder de España, potencia amiga, potencia a la que no tememos, la política del gobierno será, como ha sido la política de todos los gobiernos desde que yo intervenga en política, dejar a Cuba como está, pero con el designio expreso, que espero no ver nunca realizado, de que si Cuba sale del dominio de España, no pase a otras manos sino a las nuestras…En la misma categoría mencionaré otro caso, el de Tejas; si hubiera sido necesario, hubiéramos resistido a una potencia extraña”.[ix]

Recientemente, el secretario de Estado de los Estados Unidos, hizo declaraciones en las que defendía la vigencia de la Doctrina Monroe, con la cual asumía ya no una retórica perteneciente a la Guerra Fría –como la que hemos visto en los últimos tiempos en el propio presidente de los EE.UU-, sino un discurso que se remonta al siglo XIX, demostrando la involución de una buena parte de la clase dominante de los Estados Unidos, empeñada en mantener a todo trance la visión de América Latina y el Caribe como un simple traspatio de los Estados Unidos. Una ofensa a la memoria histórica de nuestros pueblos.

La Doctrina Monroe fue la primera doctrina de política exterior de los Estados Unidos, con lo que se demuestra la importancia estratégica que siempre ha tenido la región para los intereses hegemónicos de Washington. Importancia estratégica que en la actualidad se incrementa en la medida que otros actores internacionales desafían esa hegemonía y empujan hacia la existencia de un mundo multipolar. Resulta a la vez interesante e ilustrador para el análisis en el presente, que en el trasfondo toda esta historia que condujo a la proclamación de la Doctrina Monroe, estuvieran los intereses yanquis en la Mayor de las Antillas. 

Notas

[i] Doctrina Monroe: Fragmentos del séptimo mensaje anual al Congreso de los Estados Unidos del Presidente James Monroe, del 2 de diciembre de 1823 en: http://www.dipublico.com.ar/?p=8679 (Internet)

[ii]“..desde el nacimiento de la doctrina Monroe, en 1823, los Estados Unidos al colocar en primer lugar sus aspiraciones hegemónicas, procuran justificarlas tempranamente, apelando a supuestos intereses comunes de seguridad con América Latina, cuyas amenazas provenían de la posible presencia europea. La doctrina de la seguridad nacional norteamericana, aunque no se estructura como tal hasta el siglo XX, bajo los imperativos de la etapa imperialista, en la que se emplazará al comunismo como la “amenaza externa”, tiene sus raíces en la temprana ideología monroísta, que será retomada hacia finales del siglo XIX al calor del panamericanismo. Desde aquella época se irá construyendo la concepción de la hegemonía de los Estados Unidos en América Latina mediante la presunta defensa de la “seguridad nacional”, configurándose así las visiones sobre “el enemigo exterior”: primero serían las metrópolis coloniales…después los países comunistas…más tarde, los Estados y movimientos terroristas. Citado de Jorge Hernández Martínez, La hegemonía estadounidense y la “seguridad nacional” en América Latina: apuntes para una reconstrucción histórica, en: www.uh.cu/centros/ceseu/BT%20…/IJHHEg05.pdf, (Internet).

[iii] Alberto Van Klaveren, Teoría y Práctica de la política exterior Latinoamericana, FESCOL, Bogotá. 1983, p.121.

[iv] Citado por Ramiro Guerra en: En el camino de la independencia, Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 1974, p.46.

[v] Ibídem, p.52.

[vi] Ibídem, p.40.

[vii] Ramiro Guerra, En el camino de la independencia, Ob.Cit, p.57.

[viii] Citado por Indalecio Liévano Aguirre en: Bolivarismo y Monroísmo…, p.40.

[ix] Ibídem, pp.40-41.

Por REDH-Cuba

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