Vivimos en la era de la incertidumbre. Hay más preguntas que respuestas. Más dudas que certezas. Navegamos a la deriva en la tercera margen del río. Abandonamos la primera, la modernidad, con sus sólidos paradigmas filosóficos y religiosos, y todavía no sabemos cómo se configurará la segunda, la posmodernidad.
Están en crisis las grandes instituciones que fueron pilares de la modernidad: el Estado, la Familia, la Escuela y la Religión. Se hacen valer modelos y propuestas para todos los gustos.
En medio de la turbulencia, emerge con nitidez el mundo hegemonizado por el capitalismo neoliberal. La financiarización de la economía supera la productividad. La regulación de la sociedad pasa de las manos del Estado a las del mercado.
Si en el siglo pasado Europa hizo concesiones a la socialdemocracia como antídoto frente a la amenaza socialista, ahora los derechos sociales retroceden y nuevas tecnologías tornan obsoleto el trabajo humano.
Como todo lo sólido se desvanece en el aire, es necesario crear reglas y darle consistencia al sistema globocolonizado de consumismo y hedonismo. Así, se difunde la ideología de la privatización concomitante con el deterioro de las instituciones. Se privatiza la política. Ya que los políticos fracasaron, se entrega la administración pública a empresarios exitosos. Ya que los partidos se desmoralizaron, que cada uno eche mano a su celular y haga de él su tribuna de odio o aplauso.
Para sustentar esa democracia virtual sobre una abisal desigualdad social, se crea la cultura de la segregación. Unidades de Policía Pacificadora (UPP), no para combatir el crimen organizado, sino para garantizar que la turba ignara no descienda de los morros presa de furia ciega. Si se derrumba un edificio ocupado por personas sin techo, la culpa es de las víctimas. El discurso del odio es legitimado hasta por el Tribunal Supremo Federal, al confundir graves ofensas a la honra ajena con la libertad de expresión.
Pasamos de la era analógica a la digital. Cambian también los patrones de relacionamiento. El valor del otro depende de su posición en el mercado. Y fuera del mercado no hay salvación.
Sin embargo, no todo se ajusta a la mercantilización del planeta en detrimento de los derechos humanos. Y el mayor desajuste reside en nuestra relación con la naturaleza. Se agotó el tiempo. El ansia de lucro contaminó el aire, el mar y la tierra. O cambiamos nuestros paradigmas socioambientales o la Tierra volverá a vivir, como a lo largo de milenios, sin nuestra incómoda presencia.
Hay que adoptar un desarrollo sustentable en el que estén incluidos lo ecológico, lo social y lo cultural. A fines de la década de 1940, Japón, arruinado por la guerra, era más pobre que Brasil. Y cuarenta años después, cuando nuestro país alcanzó la posición de octava economía del mundo, Japón figuraba ya entre las cinco primeras. Había promovido una revolución educacional, cosa que nunca hicimos.
Nuestro modelo de desarrollo sigue siendo depredador, y son tímidas las iniciativas para que, en este país pleno de sol, las energías eólica y solar prevalezcan sobre las fósiles, tan contaminadoras del medio ambiente. Es preciso cambiar los paradigmas de lo que entendemos por progreso y avance civilizatorio. Los países europeos y los Estados Unidos demuestran que el crecimiento del PIB no significa una reducción de la desigualdad social. Como ha señalado el papa Francisco, un desarrollo que no está centrado en el ser humano, sino en la acumulación de capital privado, es contrario a la ética.
Quizás los indígenas andinos tengan algo que enseñarnos cuando subrayan la diferencia entre “vivir bien” y “buen vivir”.